El murmullo se convirtió en un débil quejido. S.T. exhaló con fuerza y se apartó de la pared. Mientras echaba agua del cubo en una taza agrietada de cerámica, ella abrió los ojos, parpadeó y se humedeció los labios. Movía los dedos frenéticamente, tirando de los pliegues blancos de su camisa en medio de las enmarañadas sábanas. Cuando su mirada perdida localizó a S.T., sus oscuras cejas se fruncieron en señal de intensa desaprobación.
– Maldito -murmuró.
– Bonjour, Sunshine -respondió él con aspereza-. Ça va?
Ella cerró los ojos. Una expresión hostil dominaba su pálido rostro.
– No quiero vuestra ayuda. No la necesito.
S.T. se sentó en la cama y con una mano cogió sus muñecas antes de que comenzara a revolverse. Ella intentó apartarlo, pero estaba demasiado débil para oponer resistencia. En su lugar, apartó la cara mientras su respiración se volvía agitada y convulsa por ese pequeño esfuerzo. S.T. le puso otra almohada bajo la cabeza y le acercó la taza a los labios, pero ella se negó a beber.
– Dejadme -susurró-. Dejadme en paz.
S.T. inclinó la taza. La joven miró hacia delante con una expresión mortecina en sus ojos apenas abiertos. Tenía el cutis como el papel, seco y pálido a excepción del intenso y enfermizo color de los pómulos. S.T. le puso la taza en los labios, pero toda el agua le cayó por la barbilla y el cuello; él se incorporó, echó dos dedos de coñac en la taza y se lo bebió de un trago. El agradable calor del alcohol le inundó la garganta y reavivó su fatigada mente.
– Dejadme morir -murmuró ella-. No me importa. Quiero morir. -Giró la cabeza-. Papá, déjame morir, déjame, por favor.
S.T. se sentó en la silla y apoyó la cabeza en las manos. Ella iba a morir, sí. Así lo había decidido en algún momento de su delirio, y lo que la fiebre no consumía se iba apagando cada día que pasaba. Llamaba a su padre cada vez con mayor frecuencia en los momentos en que perdía la razón, a la vez que caía en períodos cada vez más largos y profundos de silencioso sopor.
S.T. la odiaba, al tiempo que se odiaba a sí mismo. Nemo ya no estaba. Cada vez que lo pensaba se sentía como si le diesen un puñetazo en el estómago y se quedase sin respiración en el pecho y la garganta.
– Papá -susurró la joven-, por favor, papá, llévame contigo. No me dejes sola… no te vayas…, por favor… -Agitó la cabeza con frenesí mientras levantaba débilmente una mano-. Papá…
– Estoy aquí -dijo S.T.
– Papá…
– ¡Estoy aquí, maldita sea! -gritó él mientras iba rápidamente hacia la cama y le cogía la mano. Los huesos de la joven parecían de porcelana en su puño. Agarró el cazo y volvió a llenar la taza-. Bébete esto.
Al tocarle la boca con el borde de la taza, ella abrió más los ojos.
– Papá -volvió a decir.
S.T. inclinó la taza de nuevo y, esa vez, sí que tragó.
– Muy bien -dijo-. Buena chica.
– Papá… -farfulló ella antes de volver a beber con los ojos cerrados; cada trago y cada aliento significaban un gran esfuerzo para ella.
– Mi Sunshine se está portando muy bien -murmuró S.T.-. Vuelve a intentarlo.
La joven dobló los dedos en su mano, buscando protección como si fuese una niña. Él la sujetó con firmeza mientras escuchaba su repetitivo gimoteo, que poco a poco fue desapareciendo hasta quedar en silencio.
«No te mueras, maldita sea -pensó S.T.-. No me dejes sin nada.»
La enferma respiró profundamente entre escalofríos y tragó la última gota de líquido de la taza. S.T. le acarició la frente, que ardía, y le apartó los negros y cortos rizos que caían sobre su cara. Pensó que era un verdadero tributo a su belleza que, después de diez días de enfermedad, todavía pudiese apreciarla.
Durante ese tiempo, S.T. había visto hasta el último centímetro de su anatomía. Se preguntó qué le parecería eso a su querido papá. Por su parte, estaba demasiado cansado y triste para sentir nada.
La alentó a que bebiera una segunda taza de agua. La joven consiguió tomar la mitad antes de caer exhausta y medio inconsciente. Tras un desganado intento de arreglar la ropa de cama -S.T. tenía la vaga noción de que tal era el procedimiento habitual cuando se cuidaba a un enfermo-, fue al piso de abajo para solucionar el problema de la comida.
Cuando llegó a la puerta que daba al patio, se detuvo y silbó.
Silbó dos veces, aunque tuvo que contenerse para no hacerlo tres, cuatro, cinco o mil. Permaneció inmóvil bajo la luz del amanecer mientras escuchaba su propia respiración. A continuación, atravesó el patio y volvió a silbar. Los patos, irritados y hambrientos, se le acercaron con su característico balanceo, pero dejó que se las arreglaran solos y se dirigió al huerto. Sabía que debería sacrificar a uno de ellos, que era la razón por la que había empezado a criarlos, pero cuando llegaba el momento era incapaz de elegir a la víctima. Siempre pensaba que, llegado el caso, dejaría que fuese Nemo quien lo hiciera, ya que el lobo carecía de tantos escrúpulos.
Nemo.
Silbó de nuevo sin dejar de andar. El crujido de sus botas sobre la tierra caliza parecía sonar demasiado fuerte, y hasta tenía un débil eco en la ladera de la colina. Cada rama y roca desnuda resaltaba con toda claridad a la brillante luz del amanecer.
En el huerto buscó mucho entre los hierbajos hasta encontrar lo poco que quedaba. Cinco pimientos rojos, un calabacín verde de forma cilíndrica que tenía un lado mordisqueado por los conejos, algunas judías blancas, dos manojos de romero silvestre, otro de tomillo y, por supuesto, ajos, su único éxito agrícola. Podía echarlo todo en el puchero junto con algo de cebada y hacer sopa. Si ella no quería comérselo, desde luego él sí. Y también podía machacar olivas y alcaparras y hacer una tapenade para extender sobre el pan. En el trayecto de vuelta cogió varias piñas y, tras comerse el fruto, fue tirando el resto por el precipicio conforme avanzaba.
Una vez tuvo la sopa en marcha, subió para ver cómo se encontraba la joven. Estaba inquieta e irascible; pasaba constantemente de la consciencia al delirio, de beber un sorbo de agua a negarse a tomar el siguiente. Le ardían la frente y las manos. S.T. habría pensado que estaba llegando a un momento crítico de no ser porque los últimos días también se habían sucedido las fiebres altas seguidas y una intensa debilidad.
Hizo todo lo que pudo por ella; la bañó en una cocción de ruda y romero que hervía a diario desde que, en un momento de lucidez, ella le había dicho que se frotara con eso para evitar infectarse. Parecía estar bastante versada en medicina y, cuando S.T. conseguía extraerle alguna instrucción, la seguía con presteza y a pies juntillas. A continuación, se tomó media hora, como hacía todos los días, para descender con cuidado por el desfiladero y armarse de valor antes de bañarse en las heladas aguas del río que se precipitaba a gran velocidad desde las montañas.
Ella le había dicho que lo hiciera para fortalecerse, pero bien sabía Dios que hacía falta tener muchas agallas para meterse desnudo en el río y echarse un cubo de agua gélida sobre la cabeza. Nunca había sido un cobarde, pero esa pequeña tarea casi se le hacía insuperable. Aun así lo hacía, sobre todo porque no tenía ninguna intención de morir del modo en que ella lo estaba haciendo.