Ángel Divino se hincó de rodillas y empezó a rezar con él en voz alta. Uno a uno los siguió el resto. Armonía miró hacia ellos y hacia Castidad, que seguía en pie con las ortigas en las manos y miraba al señor de la medianoche. Su cuerpo se estremeció; de repente echó al suelo las ortigas y salió corriendo hacia el caballo.
– Tú dijiste…
La joven se detuvo cuando el maestro Jamie alzó el rostro. Continuó con sus rezos, pero no dejó de mirarla sin pestañear ni una vez. Castidad cruzó los brazos sobre el pecho y le devolvió la mirada, como un pájaro inmóvil ante una serpiente.
– Chérie. -El señor alargó la mano, cubierta por un guante negro, y su voz sonó vibrante en contraste con el monótono sonido de la plegaria del maestro Jamie-. ¿Deseas venir conmigo?
Castidad se volvió hacia él.
– ¡Sí! -La palabra sonó como un trino tembloroso-. ¡La otra vez dijiste que podía! ¡Lo dijiste, por favor! -Alzó la mano hacia él, y después soltó un gemido ahogado que todos pudieron oír cuando el guante de él se cerró sobre sus inflamados dedos.
Él la soltó, pero la joven se aferró a su brazo. Armonía vio que el hombre se inclinaba y le tomaba las manos con suavidad con sus guantes abiertos. Después, la máscara se irguió y los profundos ojos se apartaron de Castidad para fijarse en el maestro Jamie.
Armonía tragó saliva. Vio la ira que encerraba aquella mirada. Ni siquiera los dibujos en blanco y negro de la máscara fueron suficientes para ocultarla.
– Muy bien, ya puedes rezar con toda tu alma, Chilton -dijo el señor de la medianoche-. Porque aún no he acabado contigo.
Con las primeras luces del alba, bajo una de las sucias ventanas de la taberna Twice Brewed Ale, Leigh cubrió las manos de la joven con ungüento y se las vendó con una gasa.
– Ortigas, ¿eh? -La posadera había llevado la bandeja en persona, con las mangas subidas hasta sus pecosos codos, y la dejó con estrépito-. Eso es una crueldad -dijo con aire severo-. No me hace gracia que ese joven ande por ese lugar de noche. Aquí no queremos problemas.
Castidad se volvió hacia la mujer con el terror reflejado en sus ojos.
– Señora, por favor, ¿vais a echarme de aquí?
La mujer cruzó los brazos.
– No va conmigo eso de echar a nadie. Pero no es bueno que el caballero vaya a remover en aquel caldero, y si el muchacho no deja de hacerlo, no puedo acogerlos aquí.
– Yo hablaré con él -dijo Leigh sin alterarse.
La posadera miró por la ventana con el ceño fruncido hacia el lugar donde el Seigneur entrenaba a Mistral en el patio del establo. Aquella mañana, como cualquier otra, se había levantado al alba para adiestrar al caballo, y a lomos de él le hacía describir círculos y dibujar la figura del ocho y las serpentinas. Ambos, jinete y montura, se movían en silencio, absortos en la tarea. Solo se oía la respiración rítmica de Mistral para marcar el ritmo. Paloma de la Paz estaba con ellos acurrucada bajo su capa, sombra fiel del Seigneur, siempre dispuesta a traer cosas, a llevarlas o a ayudar en lo que fuera.
– Sí, hablad con él, total para lo que va a servir… -La posadera negó con la cabeza-. Yo oigo cómo lo reñís y os ponéis, señorita, pero él sigue yendo, ¿a que sí? -Se alejó hacia la puerta con pasos pesados y se volvió-. Es un muchacho apuesto, ese rebelde, pero solo sabe parlotear y atraer y encandilar a muchachas ingenuas como vos con sus gracias. ¡Que hablará con él, ja!
La puerta se cerró de un portazo, y las dejó solas en la estancia vacía. Castidad estaba sentada con la cabeza inclinada.
– Siento muchísimo, señora, causaros problemas.
– No es culpa tuya -le aseguró Leigh-. Pero debes escucharme. -Y bajó la voz antes de decirle-: Lo has visto con la máscara, pero si te importa en algo su vida, o la mía, o la tuya, no se lo mencionarás a nadie jamás. No saben que se encuentra en este lugar. ¿Lo entiendes?
– Sí, señora -afirmó Castidad con un hilillo de voz-. Lo entiendo.
– Esta tarde te cambiaremos la gasa. Trata de no rascarte las manos. -Leigh llenó una cucharada de medicina-. Tómate esto.
Castidad la tragó.
– Gracias, señora -dijo entre susurros.
Leigh recogió las gasas y el bálsamo, y acercó la bandeja a Castidad.
– ¿Puedes utilizar las manos para comer?
– Sí, señora.
La puerta principal se abrió. El Seigneur se agachó para no chocar con el dintel y entró, vestido de cuero y con botas altas negras, con Paloma pegada a sus talones. Ni siquiera miró a Leigh, como si no se encontrase allí; se quitó los mitones y se los metió en el bolsillo. Hacía cuatro días que no hablaba con ella directamente; se dedicaba a entrenar a Mistral durante todo el día y luego desaparecía en su dormitorio. Leigh había empezado a pensar que tal vez no regresaría a Felchester.
Pero, por supuesto, lo había hecho.
Vio que Castidad lo miraba. La muchacha tenía los ojos fijos en el rostro de él con expresión de completa adoración; no tocaba la comida, ni hablaba ni apartaba de él la mirada.
– Tu vas bien, petite courageuse? -le preguntó alegremente.
El rostro de Castidad se tornó escarlata. Escondió las manos en el regazo, jugueteó con la gasa y lo contempló en silencio.
Leigh contuvo un suspiro.
– Creo que tiene un poco de dolor -respondió por la joven-. Le he dado una pequeña dosis de láudano.
Él rozó con una ligera caricia la mejilla de Castidad y se sentó en el banco de respaldo alto junto al hogar. Paloma de la Paz se sentó a su lado, lo bastante cerca como para rozar su manga, y le dirigió una mirada de reojo por debajo de las pestañas, llena de admiración y de promesas.
Y no era que él lo exigiese exactamente. Nunca hacía otra cosa que sonreír y aceptar lo que le ofrecían. Pero Leigh percibía con claridad cuánto le complacía a aquel idiota que lo adulasen, lo arrullasen y lo adorasen.
– La posadera nos ha advertido de que no seremos bien recibidos aquí -dijo con frialdad- si regresas a ese lugar.
Él aspiró profundamente y se reclinó contra el respaldo.
– Ah. Eso es imposible.
– Únicamente si te empeñas en seguir adelante con esta locura.
S.T. se agachó para desabrocharse las espuelas.
– ¿Y si le pongo fin? En cualquier caso, tendríamos que hacer el equipaje y marcharnos.
– Tiene miedo de lo que pueda sucederles a ellos por tu culpa. -Leigh, incapaz de continuar sentada, se levantó. Se puso frente al pequeño fuego que crepitaba y humeaba en el enorme hogar-. Tendrías que haberlo matado la primera vez -dijo en voz baja-. ¿Qué crees, que puedes robarle a sus discípulos uno a uno hasta haberlos liberado a todos? Puede que algunos de ellos no estén tan desesperados por marcharse.
Castidad dijo con timidez:
– ¿Podría ir y traer a Dulce Armonía? Tengo miedo de que… -Su voz se quedó en suspenso.
El Seigneur la miró. Una leve sombra le endurecía la mandíbula.
– ¿Por qué tienes miedo?
– Por ella… por el castigo que le impondrán. Dulce Armonía no le lanzó piedras y se quedó de pie a nuestro lado mientras el maestro Jamie rezaba. Y Ángel Divino la vio. -Empezó a mordisquearse el labio-. Estarán muy furiosos porque yo me haya escapado a caballo con usted.
– ¿Lo ves? -dijo Leigh con brusquedad-. Ahora a la que perseguirán será a esa joven, Dulce Armonía.
Él se puso en pie con las espuelas colgando de la mano.
– ¿Y qué hubieses preferido? -Su firme mirada la traspasó-. ¿Estás diciendo que tendría que haber dejado allí a Castidad? Tú le has curado las manos, has visto lo que le han hecho solo porque yo me dirigí a ella en particular.
– ¡Por supuesto que lo he visto! ¿Por qué no lo ves tú? -Leigh se asió al alto respaldo del banco-. Sabes lo que es capaz de hacer y, sin embargo, vuelves a ir y los provocas; sales disparado como un caballo desbocado. Castidad ha dicho que uno de ellos tenía un trabuco. -Se apartó de la madera con un gesto-. Es una suerte que no te hayan disparado en cuanto te han visto.