Leigh miró la espada que el Seigneur había abandonado. Era la ligera, la que él llamaba colichemarde, hecha para pegar estocadas con la punta en lugar de dar tajos asesinos de lado como la de hoja ancha y plana. Alargó la mano y colocó la espada en su regazo.
La empuñadura era sencilla, sin el precioso e intrincado trabajo de orfebrería que lucía la otra. La estrecha empuñadura de la colichemarde tenía un brillo metálico apagado, y el acero tenía tonalidades verdes, azules y rojas, mientras que el mango estaba casi liso; los adornos casi habían desaparecido por el uso.
Leigh se levantó, apoyó la punta del estoque en el suelo y se ciñó el cinturón como le había visto hacer a él; tuvo que correr la hebilla tres agujeros para ajustársela a las caderas. La hoja le resultó incómoda, demasiado larga, colgaba tras ella y golpeaba contra la pared cuando se giraba.
Leigh se acercó al nervioso zaino, le quitó la manta que lo cubría y, en la media luz del lugar, empezó a cepillarlo de arriba abajo con movimientos furiosos. El animal se apartó tembloroso ante aquella demostración de fuerza. Cuando terminó y lo hubo ensillado, el caballo no dejaba de mover la cabeza, nervioso.
Leigh se sirvió del baúl para montar a lomos del animal, tratando de controlarlo y de manejar a la vez la incómoda vaina de la espada. Se vio forzada a bajar la cabeza con rapidez cuando el zaino salió como una exhalación por la puerta del establo. No supo si el Seigneur estaba todavía con Mistral en el patio; no lo comprobó, espoleó al animal y lo hizo salir al trote por la verja de entrada, atravesar la carretera y dirigirse hacia el desolado páramo.
Las nubes que llegaron desde el norte absorbieron los rayos de sol uno a uno. Se extendieron bajas sobre el agreste paisaje desnudo, tan familiar con aquel aspecto frío y adusto. En su infancia le encantaba la muralla romana, le encantaba incluso con un tiempo sombrío y helador como aquel, que hacía que las piedras negras que se elevaban hacia el cielo cobrasen un aspecto fantasmagórico. Cuando era niña, su madre la llevó de excursión en invierno, abrigada hasta las orejas, la dejó trepar por las piedras caídas al suelo y le contó historias de la época pagana en la que la caballería del César ocupaba la fortificación para defenderla de los bárbaros del norte. Leigh cavó en la tierra en busca de monedas, y encontró una lamparilla de arcilla y un trozo abultado de metal descolorido que su madre limpió con infinito cuidado; resultó ser un par de pinzas de bronce.
La joven tomó el camino encubierto en dirección a lo que un día había sido su hogar, cruzó por la carretera que cortaba la antigua muralla y rodeó las rocas que había al norte. El zaino se movía con sus zancadas largas y avasalladoras, con la cabeza erguida y resoplando nervioso al aproximarse a la abertura a partir de la cual la muralla se curvaba y descendía entre dos colinas. En el aire frío, un ligero vapor se desprendía del pelaje sudoroso del animal. La empuñadura de la espada yacía en un extraño ángulo sobre el muslo de Leigh, ya que no estaba hecha para adaptarse a un cuerpo de mujer sobre una silla de montar lateral.
Al llegar al lado norte de la abertura, la joven tiró de las riendas del caballo para detenerlo; encaró el viento que venía de frente, irguió la barbilla y tomó todo el aire que pudo en sus pulmones. A continuación, aulló. Aquello no fue más que una pobre imitación del grito profundo que le había llegado desde el páramo, pero, pese al movimiento nervioso del caballo, alzó la voz cuanto pudo.
Antes de quedarse sin aliento, le llegó la respuesta de Nemo. Aquel sonido armonioso se elevó a la vez que el suyo, mucho más cercano de lo que ella había supuesto. El zaino relinchó nervioso, Leigh le asió las crines e interrumpió su aullido. Desmontó del caballo y abrazó el cuello del animal mientras una sombra gris aparecía de entre los árboles que coronaban las rocas. Nemo saltó sobre un charco congelado, con la boca abierta, mientras emitía pequeños ladridos de emoción.
Leigh levantó la cabeza y aulló de nuevo; el lobo se detuvo a corta distancia, alzó la mandíbula y se unió a ella con entusiasmo. Su aullido ahogó el de ella, con una fuerza tal que a Leigh le dolieron los oídos. Las notas de aquel sonido potente y salvaje la rodearon y reverberaron en su cabeza mientras luchaba para controlar al caballo.
Nemo puso fin a sus aullidos, pegó un salto para saludarla y su dentadura chocó contra la barbilla de ella dándole un doloroso golpe. Leigh se tambaleó y trastabilló para no soltar las riendas y no perder el equilibrio cuando Nemo le plantó las enormes pezuñas sobre los hombros y le lamió el rostro; aquel aseo rudo y fuerte le escoció allí donde él la había arañado.
Lo apartó de un empujón, y el lobo rechazado y apenado se hizo un ovillo a sus pies. Mientras Nemo la colmaba de caricias, el caballo se movía intranquilo de un lado a otro hasta que se acomodó, aunque no por ello dejó de mirar al lobo con desconfianza.
Leigh alargó la mano y acarició al animal.
– ¡Qué chico tan valiente! -murmuró, sabiéndose afortunada por que el zaino no se hubiese desbocado-. Chico valiente e inteligente.
Una de las orejas se movió en su dirección y después volvió a alzarse con nerviosismo para centrarse en el lobo. Nemo se tumbó patas arriba en el suelo, expectante. Leigh se agachó sin soltar las riendas de su firme agarre y le frotó el vientre al lobo hasta que este empezó a retorcerse y a volver la cabeza, tratando de lamerle el brazo y agitar la cola al mismo tiempo.
La barbilla de la joven le latía y escocía donde el lobo la había arañado con los dientes. Leigh se llevó el revés de la mano a la mandíbula y al retirarla vio que tenía la piel cubierta de sangre roja y brillante, pero Nemo no cesaba de lamerle la mano como si jamás hubiese querido tanto a nadie. Cuando ella se incorporó, el lobo se puso en pie y se apretó contra sus piernas con tanta fuerza y afecto que casi la derribó de nuevo al suelo. Solo pudo evitar la caída al clavarse en la tierra la punta de la espada y darle estabilidad por un instante.
Nemo se alejó con las patas tiesas, las orejas aplastadas a ambos lados de la cabeza, los ojos abiertos de par en par, invitándola a jugar. Su expresión cómica disipó toda amenaza de sus ojos color amarillo claro; su lengua colgaba incitando al jugueteo. Leigh había visto al Seigneur responder a aquella señal, correr, dar volteretas por el suelo y jugar a perseguirlo, y a veces lo había visto también volver con algún arañazo sangrante como el suyo, causado por los agotadores juegos de Nemo. El Seigneur jugaba, pero jamás abandonaba hasta que era él quien ganaba, se negaba a renunciar a su posición de dominio aunque fuera por diversión.
Pero Leigh no podía perder el tiempo con distracciones. Tenía un objetivo que alcanzar. Paloma de la Paz había sido muy específica cuando había descrito la rutina que seguían en el Santuario Celestial. Al final de la mañana, Chilton estaba solo en la iglesia, haciendo los preparativos necesarios para el servicio del mediodía.
Leigh subió de nuevo a su montura y dirigió el caballo hacia el este. Nemo se situó tras ellos y trotó en fila tras el zaino, a distancia suficiente para que no le golpease con uno de sus cascos.
Leigh no apartó la mano desnuda de la empuñadura de la espada, calentando el frío acero. Había ido hasta Francia en busca del Seigneur sin tener ni familia, ni futuro ni miedo, con un auténtico manantial de odio en el corazón. Pero ahora sentía temor, ahora estaba acorralada y desesperada. Ahora sí tenía algo que perder.