Capítulo 21
S.T. no descubrió que Leigh se había llevado la espada hasta que paró al mediodía para comer y llevó a Mistral al interior del establo. Tenía que haber sido ella, el mozo de taberna, como solía llamar el posadero de la Twice Brewed al mozo de cuadra, no se había acercado por el lugar. S.T. limpió los cubículos, aseó a Mistral, le dio heno, y pasó un cuarto de hora buscando por el establo una espada que sabía que había dejado a plena vista.
La había visto salir al galope como si la persiguiese el diablo. Pero nada en el mundo lo habría empujado a salir tras ella, a arrastrarse a sus pies como si fuese un cachorrillo. Además, Paloma de la Paz aguardaba con una jarra de cerveza ligera para él y un terrón de azúcar para Mistral, así que Leigh podía irse al infierno.
La estupidez de aquel robo lo puso de mal humor. ¿Conque quería quedarse con su espada? Puede que creyese que tras su desaparición él volvería a Francia con sus ajos. Quizá creía que era así de estúpido.
Recogió del suelo una herradura doblada y la lanzó contra la pared. El metal repiqueteó al chocar con la piedra, y Mistral levantó la cabeza de la avena cuando la herradura rebotó y cayó al suelo. El caballo miró a su alrededor, exhaló un largo soplo de aire, y comenzó de nuevo a masticar. S.T. se retiró un mechón de pelo suelto del rostro, guardó el bastoncillo y se caló el sombrero al tiempo que salía furibundo por la puerta.
El mozo llevaba al establo a una pareja de caballos de carga que acababa de llegar. S.T. los examinó, pensó que estaban mucho más fuertes de lo habitual en unos caballos de arrieros, y le dio una palmada a uno de ellos en la grupa al pasar. Un coche negro de viaje envejecido por el uso estaba en el exterior de los establos, salpicado de barro, con el eje apoyado en el abrevadero. S.T. se puso los guantes bajo el brazo, y al respirar exhaló nubecillas de vapor helado en el aire glacial. La puerta de la Twice Brewed estaba abierta; en el interior divisó las oscuras siluetas de los recién llegados y de la posadera.
Se quitó el sombrero y agachó la cabeza para entrar.
– Cáspita -dijo una voz cordial-. ¿A quién tenemos aquí? ¡Que me aspen si no es S.T. Maitland!
S.T. se quedó paralizado con un pie al otro lado del umbral.
No había posibilidad de escapar. Con calma, metió los guantes en el interior del sombrero y alzó el rostro.
El caballero, que vestía una casaca de encaje rosa y llevaba una alta peluca rizada, le dedicó una amplia sonrisa.
– Pues claro que lo es. ¿Cómo estamos? Llevaba años sin ver ese admirable semblante. La última vez fue en la Cyder Cellar de Bob Derry, ¿verdad?
S.T. inclinó la cabeza con desgana.
– Lord Luton -murmuró.
– ¿Has visto nunca algo igual? -Con un movimiento de los ojos, Luton señaló a Paloma y a Castidad, que estaban de pie la una al lado de la otra junto al fuego-. No las encontraríamos mejor en Londres, ¿a qué no? -Y dio un golpecillo con su adornado bastón en el hombro de S.T.-. ¿Qué haces tú aquí? Yo acabo de llegar, y he pasado un frío de mil diablos viajando con ese viento. Siéntate junto al fuego y comparte una botella de Toulon mientras me cuentas qué aventura libertina te ha traído hasta estos lares.
S.T. no vio salida a la situación. Luton era tan imprevisible como depravado, y en aquel momento se acomodó con gesto elegante en el banco, con una pierna apoyada en lo alto, y exhibió los altos tacones y los lazos rojos de sus zapatos italianos. Se colocó los puños sin dejar de mirar fijamente a las jóvenes mientras hablaba, y las comisuras de su boca aristocrática se curvaron levemente.
– ¿Adónde te diriges? -preguntó S.T., al tiempo que tomaba la botella de manos de la posadera y servía vino a ambos.
– No tengo prisa por llegar a ninguna parte. -Luton olió el vino y arrugó la nariz sin apartar en ningún momento la vista de Paloma de la Paz y de Castidad, quienes, tímidamente, mantenían los ojos bajos-. Puede que me aloje aquí por el momento.
S.T. soltó una risotada.
– Lo lamentarías -dijo-. Esto no es más que un albergue de arrieros. No está ni de lejos a tu altura.
Luton sonrió y alzó la copa.
– Por los viejos tiempos -dijo con sequedad, y observó a S.T., que respondió al brindis y bebió un trago-. ¿Acaso me quieres lejos, viejo amigo?
S.T. lanzó una mirada llena de significado hacia las jóvenes.
– ¿Y tú qué crees, viejo amigo?
Luton echó atrás la cabeza y soltó una carcajada.
– Lo que creo es que eres un cabrón egoísta, perro sarnoso. Y no me iré.
S.T. lo miró con dureza. Por un momento, la sonrisa de Luton se volvió vacilante; a continuación bebió el vino de un trago.
– No, no -dijo-. No sirve de nada que me lances esa mirada tuya endemoniada. Échame si quieres, pero no me iré. Tengo cosas que hacer aquí. -Hizo una pausa, contempló la copa y, a continuación, dirigió a S.T. de reojo una mirada pensativa-. Es posible que ambos tengamos el mismo proyecto, ¿eh?
– Tal vez -fue la elusiva respuesta.
– ¿Te ha enviado Dashwood?
De pronto, S.T. se encontró en terreno resbaladizo. La llegada de Luton lo había dejado desconcertado; el nombre de sir Francis Dashwood le había causado auténtico sobresalto en labios de un calavera como Luton, ya que invocaba a los nobles vándalos del Club del Fuego del Infierno y a los monjes profanos de Medmenham.
– No, he venido por cuenta propia.
– ¿De verdad? -El tono de Luton no reveló nada.
– Me ha llegado un rumor -dijo S.T., que decidió arriesgarse. Luton estaba completamente fuera de lugar allí, y quería saber la razón-, y me interesa mucho el asunto que te traes entre manos.
Luton tenía los ojos azul pálido; contempló a S.T. sin pestañear. A continuación, alzó una mano blanca y posó un dedo sobre los labios en actitud pensativa. El rubí que llevaba en el índice emitió destellos.
– Podrías necesitar un amigo que te cubra las espaldas -dijo S.T. señalando el anillo-. Por estas tierras anda suelto un salteador de caminos.
Aquellas palabras consiguieron sobresaltar a Luton, que se incorporó en el asiento.
– ¿De qué demonios hablas?
– Es cierto. Y tú con todas esas gemas encima.
Luton profirió una maldición.
– Un salteador de caminos, justo lo que necesitaba.
S.T. sonrió con picardía.
– Me tienes a tu disposición -dijo-. No soy del todo malo en el arte de la espada.
– Ya lo sé. Estaba presente cuando luchaste con el pobre Bayley en Blackheath. -El hombre respiró profundamente e hizo girar su vaso en la mano-. Así que Dashwood ha hablado contigo, entonces.
– Un rumor -dijo S.T.-. No es sino un rumor. Pensé que… -hizo una pausa antes de añadir-: que merecía la pena.
La mirada que Luton le dirigió fue suficiente. S.T. supo que pronto descubriría un poderoso secreto. Dashwood, Luton y Lyttleton; Bute, Dorset y el resto de ellos, desde hacía tres generaciones, vivían entregados al vicio hasta el límite que se consideraba civilizado. Aunque el propio S.T. no estaba libre de pecado en ese tipo de iniquidades. En los turbulentos primeros años de su carrera había asistido a las misas negras de Dashwood en la cueva de West Wycombe: tenía veinte años, carecía de control, estaba ansioso por probar su valía, dispuesto a hacer uso de las «monjas» blasfemas de Dashwood y a saborear la teatralidad obscena de aquellos ritos.
Era muy descarado. Muy joven.
Se preguntó si Luton lo recordaba.
Se preguntó, asimismo, qué asuntos se traía ahora Luton entre manos. ¿Qué necesitaría un hombre a estas alturas para divertirse tras tantos años de libertinaje?
– Ven -dijo Luton-. Sal fuera conmigo.
S.T. se levantó. Se puso los guantes y vio cómo Luton se ponía el abrigo. El mero hecho de que un hombre de la elegancia de Luton fuese de viaje sin valet ni paje resultaba de lo más curioso.