– En avant! -gritó el jinete y se inclinó hacia abajo.
La joven levantó la mirada hasta la deslumbrante máscara y trató de encontrar los ojos ocultos tras ella. No había más que brillo y oscuridad. El jinete le agarró de súbito las manos atadas y la levantó, izándola con un tirón doloroso y furibundo hasta tenerla a la altura de su muslo. Después, le rodeó la cintura con el brazo y la arrastró con el pomo de la espada sobre su vientre. Ella trató de ser de alguna ayuda e hizo un esfuerzo para tratar de doblar la rodilla bajo el cuerpo. El caballo se dio la vuelta y ella sintió que resbalaba. Gimoteó desesperada, e hizo un esfuerzo sobrehumano para levantarse con los brazos y los codos y no caer. Hubo un entrechocar de metales; el caballo giró una vez más. Más allá de la silla de montar y del muslo del señor de la medianoche vislumbró la figura del desconocido.
La peluca se le había caído hacia un lado, pero en su rostro se leía una expresión asesina. Esquivó la espada del señor y atacó con la suya. Armonía se cubrió la cabeza con las manos atadas y hundió el rostro en el cuello del caballo cuando el filo del arma se aproximó a ella. Oyó el tintineo del metal y la agitada respiración del hombre que se cernía sobre ella cuando respondió al ataque. Se dio con la barbilla en la silla y el pomo se incrustó en su estómago y le produjo náuseas.
El caballo se movió y la lanzó hacia delante al bajar velozmente los escalones. La joven empezó a deslizarse hacia el suelo, los pies primero, pero una sólida mano le agarró con fuerza las nalgas, volvió a subirla y le hizo recuperar un precario equilibrio. Ella se dejó hacer sin oponer resistencia. Durante un instante, al volver la cabeza y abrir los ojos, vio pasar ante ella filas de bancos al revés. El jinete se inclinó sobre ella, cruzaron la puerta y sintió el aire gélido en las piernas desnudas. Pudo ver trozos partidos de madera en el suelo y una de las grandes puertas de roble que colgaba de uno de los goznes, justo antes de que el caballo bajase por la escalinata exterior y se adentrase en la noche.
El blanco corcel inició un rápido trote que le hizo crujir los huesos al llegar al pavimento de la calle. Se oyeron gritos tras ellos, todos masculinos, que sonaron cada vez más distantes mientras Armonía se retorcía, jadeaba y trataba de no perder el equilibrio.
– Merde -musitó el señor al tiempo que le daba un empellón en el trasero-. ¿Quieres dejar de moverte de una vez?
El caballo inició un trote suave y cadencioso, por lo que le resultó más fácil obedecer aquella orden que cuando iba tan rápido. Las riendas flojas se agitaron ante su rostro, notó que el hombre torcía el cuerpo sobre ella y oyó el silbido y el golpeteo del metal cuando introdujo la espada en la vaina. Con ambas manos, la levantó y la apoyó en su pecho. Armonía se tambaleó con el cambio de posición, pero el brazo del hombre ciñó su cintura como si fuese de hierro y la dejó sin respiración. Cuando aflojó un poco el brazo, la joven pudo mover las piernas sobre el cuello del caballo y tragar una profunda bocanada de aire helado.
– Gra… gracias -balbuceó mientras sus dientes castañeteaban de frío y miedo.
– De nada -respondió él con voz divertida.
Armonía se estremeció e intentó unir los extremos de la desgarrada enagua; él la rodeó con ambos brazos y la cubrió con los pliegues de su cálida capa. Las piernas desnudas de la joven estaban en contacto con la silla y con los muslos del hombre; sin ánimos, fijó la mirada en la blanca sombra del caballo.
– Ay -gimió mientras ahogaba un sollozo, y echó la cabeza hacia delante-. Me temo que voy a vomitar.
El caballo se echó hacia un lado y se detuvo. La capa se abrió y él la sujetó en el aire sobre el estribo, agarrándola por los hombros, mientras las arcadas recorrían su cuerpo.
Cuando al fin la náusea desapareció, Armonía cerró los ojos y, demasiado débil para enderezarse, se quedó allí doblada. Incluso respirar le costaba trabajo.
– ¿Mejor? -le preguntó él con aquella voz grave y dulce que ella supo que no iba a olvidar en su vida.
Asintió y él la levantó y la recostó contra su cuerpo, mientras volvía a envolverla en la capa y el caballo echaba a andar. Armonía echó una ojeada a su alrededor, a la oscura carretera, y vio que pasaban ante la última casa.
– Deberíamos darnos prisa -dijo con voz temblorosa-. Vendrán tras nosotros.
– Podemos dejarlos atrás.
– Me habéis salvado -dijo ella-, vos me habéis salvado.
– Así es -respondió el hombre y posó la mano enguantada sobre la de ella con fuerza.
– ¡Os amo! -soltó ella, y empezó a llorar con sollozos profundos y entrecortados.
Él soltó una leve risilla. El caballo irguió la testuz e inició un nuevo trote rápido con soltura y sin necesidad alguna de que lo guiasen con las riendas.
– ¿Lo habéis matado? -preguntó cuando logró ahogar sus sollozos.
– ¡Menudo grupo de damiselas más sediento de sangre! ¿Si he matado a quién?
– A ese hombre espantoso. Me rasgó la enagua. Iba… iba a… -La joven tuvo dificultad para respirar.
– Ah, ese hombre.
Ella se estremeció.
El señor de la medianoche dijo en voz baja:
– Para mi pesar, no logré matarlo. No tuve espacio para maniobrar al estar tú de por medio, pero no creo que Chilton celebre otra de esas «ascensiones» suyas en un futuro próximo.
– No -susurró ella-. Todo se está desmoronando.
Era todo una locura. La bestia salvaje… la bruja de la espada… Armonía tragó saliva.
– Quizá es cierto que es el diablo quien ha venido para atormentar al maestro Jamie.
– Pues si es así, tendrá que ponerse a la cola y esperar que le llegue el turno.
La muchacha se recostó contra él; aquella calidez era lo único seguro en un mundo cambiante. Cada una de las zancadas del caballo la aproximaba más al pecho del hombre.
Las lágrimas caían por sus mejillas; movió la mano bajo la capa y se restregó con ella el rostro.
– Perdonadme -murmuró-. No volveré a llorar.
– No te preocupes -dijo él sin inmutarse-, estoy acostumbrado a que las mujeres me inunden con sus lágrimas.
Agarró las riendas, hizo salir al caballo de la carretera y se dirigió hacia los cerros, iluminados por las estrellas, en lo alto del páramo.
Era una verdadera pena, pensó S.T., que Leigh no hubiese estado allí para ver cómo entraba a caballo en la iglesia y rescataba a Dulce Armonía.
Qué pena, maldita sea y, después de todo, no había necesitado el estoque.
Armonía iba reclinada contra él, con el rostro vuelto hacia su barbilla, mientras Mistral buscaba el camino en la oscuridad. S.T. sentía su ligero aliento en el cuello.
Ella había creído en él. No había dudado de que fuese capaz de liberarla. Sin duda lo mejor sería que nunca supiera que había llegado a tiempo por los pelos.
La cueva a la que S.T. se dirigía era uno de los descubrimientos de Nemo, que él había visto una noche cuando daba de comer en secreto al lobo, tras salir a hurtadillas con dos pares de faisanes o de liebres o lo que lograse coger sin levantar sospechas. Nemo era capaz de alimentarse sin ayuda alguna y de conseguir lo que fuese, desde pescado hasta cuervos o ratones; podía sobrevivir durante días sin alimento, pero si pasaba demasiada hambre y empezaba a matar ovejas, pondría en pie de guerra a toda la campiña. Habían pasado muchas generaciones desde que en Gran Bretaña había lobos, pero la gente tenía buena memoria.
S.T. no estaba seguro de si alguien más había oído aquel aullido solitario por la mañana. Lo más probable era que el lobo hubiese salido detrás de Leigh cuando ella partió a caballo, lo que S.T., muy a su pesar, no tenía más remedio que agradecerle. Cuando por fin había logrado que las muchachas se fuesen con él, Leigh todavía no había vuelto, pero no había tenido tiempo de ir a buscarla.