Mistral levantó la cabeza y emitió un suave sonido. S.T. agachó la cabeza para evitar las ramas bajas cuando se internaron por un pequeño sendero entre la maleza.
Hablando con propiedad, aquella no era en realidad una cueva, sino una antigua construcción subterránea hecha con piedras cóncavas; los escalones de entrada, así como la pesada puerta de hierro, quedaban totalmente ocultos por la tierra y los arbustos. En la zona circundante había un montón de ruinas romanas; era un puesto de vigilancia solitario en las cercanías del río. Cuando Castidad y Paloma se negaron en redondo a marcharse a Hexham, S.T. las montó a lomos del negro Siroco con la promesa de que podrían serle de ayuda, y las condujo hasta ese lugar.
Entre gemidos y protestas allí las dejó.
En realidad, no creía que estuviesen esperándolo en la oscuridad; había supuesto que se dirigirían a la granja más próxima, pero Siroco estaba todavía allí atado al poste tal como S.T. lo había dejado. Cuando S.T. las llamó por sus nombres, un par de voces lastimeras salieron por la oscura abertura.
Armonía se movió en sus brazos. S.T. se inclinó para apartar una rama y escudriñó la oscuridad de la caverna.
– ¡Hola! ¿Qué ha pasado con las velas que os dejé?
– Se cayeron y no podemos encontrarlas -dijo Castidad con voz débil y temblorosa.
– Tenemos miedo de las ratas -añadió Paloma con desconsuelo.
S.T. volvió junto a Mistral y levantó a Armonía de la silla cogiéndola por la cintura. Cuando la depositó en el suelo, sacó de las alforjas un chisquero y una vela. Tras encenderla, descubrió dos pálidos rostros que lo miraban desde el oscuro agujero.
– ¿Armonía? -dijo Castidad con voz temblorosa-. ¡Oh, Armonía!
Subió a trompicones la escalera, atravesó el ramaje de la entrada y rodeó con los brazos a la otra joven. Ambas rompieron a llorar. Castidad cubrió los temblorosos hombros de Dulce Armonía con su propia capa.
– ¡Creía que nunca volvería a verte! Tu pobre vestido… y tus manos…, Dios mío, Armonía, ¿qué te han hecho?
– ¡Vino un hom… bre! -dijo Armonía entre sollozos mientras Castidad le desataba el cordón que llevaba anudado a las muñecas-. Fue horrible. El maestro Jamie dijo que mi ascensión iba a tener lugar, pero me ataron una cuerda al cuello, y él… y él… -Su voz se quebró con un sollozo, y se volvió al tiempo que se frotaba las muñecas-. Pero… pero ahora estoy a salvo. El señor de la medianoche entró con su caballo en la iglesia. Fue la cosa más impresionante que puedas imaginar. ¡Ojalá lo hubieses visto!
Las tres se volvieron hacia S.T. con respeto reverencial.
– Haces que me den ganas de haberlo visto yo mismo -dijo a la vez que le entregaba la vela a Castidad-. Voy a encenderos un fuego antes de irme.
– ¿Vais a abandonarnos de nuevo? -gritó Paloma de la Paz, y su admiración se convirtió en desesperación.
– No puedo hacer otra cosa. Tengo la intención de estar en la taberna bebiendo ponche inocentemente junto al fuego cuando regrese Luton.
– En ese caso, mejor que os deis prisa -dijo Castidad-. Yo sé encender el fuego, y ahora tenemos con qué hacerlo.
– Buena chica. -Tomó las riendas de Siroco y guió al caballo, tras desensillar a Mistral y colocarle a él la silla-. ¿Serías capaz de encontrar el camino y llevar a este animal hasta el río para que beba?
– Claro que sí, mi señor -afirmó Castidad, llena de orgullo y ganas de complacer-. Y le pondré el morral que trajisteis para que coma.
S.T. montó a Siroco. Armonía, con la capa de Castidad ceñida al cuerpo, se apresuró a adelantarse y le rozó la bota con la mano.
– Gracias -dijo con voz suave-. Muchísimas gracias. No sabéis cuánto os lo agradezco.
Él se inclinó y deslizó la mano enguantada bajo la barbilla de la joven. Su rostro era muy dulce; las huellas de las lágrimas todavía brillaban en las pestañas y las mejillas. Se aproximó a ella, le levantó la barbilla y la besó en la boca. A continuación, hincó los talones en Siroco y lo hizo salir disparado sendero arriba.
Era una verdadera pena, pensó, que Leigh no hubiese estado allí para verlo.
Pese a que evitó tomar la carretera principal y rodear la muralla, llegó rápidamente con el caballo de refresco, pero se detuvo a cierta distancia de las tenues luces de la posada Twice Brewed para despojarse de la máscara y cambiar las manoplas negras y plateadas por mitones. Siroco resopló inquieto y movió los cuartos traseros, por lo que S.T. se detuvo y levantó la vista para escudriñar la oscuridad en la misma dirección que lo hacía el caballo.
Oyó el golpear de unos cascos, y se inclinó para poner la mano sobre el hocico de Siroco e impedir que hiciese cualquier sonido de saludo equino. Pero el golpeteo irregular se aproximó; oyó el ruido de las piedras y vio una forma oscura que se aproximaba hacia él en la oscuridad.
Desenvainó la espada.
– ¡Identificaos!
No obtuvo respuesta. La oscura silueta se aproximó hasta donde él se encontraba, y vio al fin el blanco pelaje.
– ¡Leigh! -Por un instante, sintió alivio, pero después el zaino disminuyó la marcha, se acercó despacio a Siroco y adelantó el hocico para saludarlo. S.T. vio que las riendas se arrastraban por el barro.
Soltó una imprecación. Cogió al zaino por el bocado y tiró de él para tratar de encontrar pruebas de alguna caída. En la oscuridad, no vio señal alguna de que el caballo hubiese caído, ni manchas de barro ni huella alguna en la silla; era un pequeño consuelo, pero mejor que nada. Era muy difícil que alguien saliese despedido de una silla de amazona si contaba con unos pomos que sujetan al jinete en su sitio, pero si un caballo se encabritase y cayese hacia atrás, ese mismo elemento se convertiría en una trampa que la dejaría atrapada bajo media tonelada de carne equina temblorosa.
Podía estar tirada en tierra en cualquier parte, aplastada e inconsciente. O muerta.
– Leigh -gritó subido al estribo-. ¡Leigh!
La fantasmal escarcha de su aliento desapareció hasta convertirse en negrura. Ahora ya no le importaba que lo oyesen; le traía sin cuidado lo que Luton pudiese sospechar. Iba a echar mano de todos los que se encontrasen en la taberna para salir en su busca. Escuchó mientras maldecía su oído malo, mientras se esforzaba por controlar los movimientos del caballo y su propia respiración y así oír cualquier respuesta por débil que fuese. La brisa ligera y fría le trajo el silencio por toda respuesta. Hizo que los caballos se volviesen en dirección norte.
– ¡Leigh! -gritó de nuevo con voz atronadora. Sin embargo, el eco solo le trajo el sonido de vuelta en la oscuridad de la noche.
Contuvo la respiración y oyó un gemido inconfundible. Tensó el cuerpo al tratar de adivinar la procedencia, pero no hubo necesidad de ningún esfuerzo. Los dos caballos se volvieron y miraron ante sí con las aletas del hocico dilatadas; un bulto gris que se movía en la oscuridad cobró la sólida forma de un lobo que se aproximaba con trote decidido pese a cojear de forma extraña.
S.T. envainó la espada y desmontó. Nemo se restregó sin brío contra sus piernas, en lo que no era sino un pálido reflejo de su saludo saltarín habitual. S.T. se arrodilló y dejó que le lavase la cara a lamidos mientras buscaba entre el frío y espeso pelaje con cuidado hasta que descubrió el pelo apelmazado sobre la herida, encima de una de las patas delanteras de Nemo.
No hurgó en ella, ya que no quería intranquilizar al lobo. Además, poco era lo que podía ver en la oscuridad. El animal no parecía sufrir demasiado a causa de la herida, se tenía en pie y podía moverse, pero a S.T. se le formó un nudo en la garganta y lo invadió una sensación persistente de pavor.
Se arrodilló al lado del lobo y le acarició el espeso pelaje mientras trataba de dar significado a unas palabras que resonaban en el límite de su conciencia.
«La bestia… la espada… la hechicera…»
Nemo. La colichemarde.