La hechicera, y la forma en que había salido a galope del establo como si la persiguiesen todas las furias del infierno.
Como una chispa al prender en el serrín, se hizo la luz en su mente. La comprensión de lo que ella había hecho le alcanzó como un golpe certero.
– ¡Qué estúpida inconsciente! -exclamó-. ¡Qué estúpida!
Se puso en pie y miró a su alrededor. Se sentía perdido. Las implicaciones de aquello lo sacudieron hasta lo más profundo de su ser.
Chilton. Había ido ella sola a acabar con él. Y no había regresado.
– ¡Maldita seas, Leigh! -Y dirigió sus alaridos al cielo nocturno-. ¡Maldita seas, maldita, maldita!
Capítulo 23
A Leigh la oscuridad no le daba miedo. Le encantaba la noche; siempre se había sentido protegida por las sombras cuando salía sola a pasear bajo las estrellas. Ni espectros ni demonios, ni tampoco el temor a inquietantes bestias del Averno le causaban angustia cuando estaba en el exterior y era libre.
Pero tenía los ojos vendados, estaba dolorida y tumbada en el suelo con las manos y los pies atados. Debía forzar el oído para tratar de dar forma a los sonidos que hasta ella llegaban, y eso sí que daba miedo. No había criatura infernal capaz de despertar más temor en ella que los distantes gritos y alaridos de los seguidores de Chilton. Estaba tumbada en el lugar donde había recobrado el sentido, y se estremecía de frío mientras trataba de no perder la conciencia a pesar de los dolores que la atenazaban. Tenía un dolor punzante en la cabeza; sus mejillas estaban apoyadas en una alfombra y el cuerpo sobre la desnuda madera. Olía a casa, a su casa, fría y vacía, pero en la que todavía pervivía el rastro del rapé con olor a menta que utilizaba su padre, y aquel del hinojo, parecido al de regaliz, que las criadas habían utilizado con frecuencia para frotar los suelos.
Por la forma en que le llegaba el sonido cada vez que su guardián hacía un movimiento, tenía la certeza de encontrarse en algún lugar de Silvering, en una estancia amplia. Hizo un esfuerzo para tratar de centrar su confusa mente. No se trataba del salón de mármol, ya que allí no había alfombras, ni del Kingston, ya que en aquel el escudo con las armas de la familia Kingston estaba pintado sobre la madera desnuda, ni eran tampoco los resonantes corredores con sus suelos de piedra y los retratos de la familia en las paredes. Puede que fuese la sala, o el comedor grande o la recámara que había sobre la cocina, o quizá incluso la galería de la capilla privada; todas ellas tenían el suelo de madera y alfombras y resonaba el eco.
Cuando se oyó el distante tumulto de gritos, su guardián se puso en pie y se alejó hasta que le resultó imposible decir adónde se habían dirigido sus pasos. Entonces se concentró en sus ataduras mientras rogaba mentalmente que el guardián hubiese abandonado la habitación. Y así debía de ser, ya que nadie la reprendió, pero tampoco consiguió librarse del cordón que la atenazaba desde los codos a las muñecas; no fue ni siquiera capaz de doblar las manos y encontrar el nudo.
Estaba atada a algo sólido. Sus inquisitivos dedos palparon la forma de la madera y definieron los adornos de las molduras. Solo había un lugar en la casa que exhibiese aquellos balaustres de madera de roble tan trabajados: la barandilla de la galería de la capilla, en la que había pasado innumerables tardes de domingo sentada entre su madre y Anna, escuchando la dulce voz de su padre mientras ensayaba un sermón en medio de la paz y el silencio reinantes.
Los pasos volvieron, rápidos y agitados. Leigh trató de quedarse inmóvil y fingir estar inconsciente, pero el frío hizo que se estremeciera de tal forma que apenas fue capaz de controlar sus movimientos.
– Ya vuelve de la iglesia -dijo una voz de hombre con el marcado acento del norte que le era tan familiar-. Se acerca tu hora, hechicera.
Leigh oyó los gritos, proferidos ahora por una única voz, que se iban haciendo más fuertes. Era una voz que llevaba muchos meses sin oír, pero que conocía bien; jamás en la vida podría olvidar el timbre cautivador que adquiría al pronunciar un sermón. Las palabras no importaban, era el sonido; persuasivo y dominante, una caricia y un grito repentino, que desgranaba historias de pecado y redención y cantaba la gloria de Dios y de Jamie Chilton.
Era todo lo que ella odiaba y temía, y venía a por ella.
Dios. Dios bendito. Hubo un tiempo en el que se habría alegrado de morir si podía llevarse a Chilton con ella. Pero ahora no era así, ahora quería vivir, y el terror nublaba su mente.
«Seigneur -rogó en silencio, y cerró los ojos bajo la venda, atrapada entre las lágrimas y la risa histérica-. Seigneur, Seigneur… ahora te necesito.»
S.T. distinguió las luces antes de llegar al lugar; allá arriba a la derecha oscilaban las antorchas entre las ramas de los árboles, en lo alto, en el extremo de la calle desde donde Silvering dominaba el pueblo. Estuvo a punto de echar a correr, pero los años que llevaba moviéndose en sigilo se lo desaconsejaron. Había dejado a Nemo en el páramo, y le había pedido al lobo herido que se quedase donde lo había encontrado. Ahora, ató a Siroco y se mantuvo en el lado más oscuro de la calle, con la mano en la empuñadura de la espada para impedir que hiciese ruido al moverse.
Las luces parecieron fusionarse y aumentar de intensidad al acercarse. Cuando alcanzó los últimos árboles, la voz atronadora de Chilton sonó fuerte e incoherente, y la fachada entera de Silvering osciló ante él con un pálido resplandor de color coral que proyectaba una pequeña hoguera encendida justo al lado de la cancela abierta. El frontón y las cornisas destacaron en todo su relieve, y las sombras danzaron como si la casa estuviera viva.
Un grupo de gente estaba reunido en torno a la hoguera y sobre la escalinata; las llamas al alzarse dibujaban sus siluetas. S.T. calculó que había allí una veintena o más, hombres en su mayoría. Las mujeres se habían quedado en las cercanías. Mientras miraba, una de ellas retrocedió de espaldas hasta la zona que quedaba fuera del resplandor de la hoguera, se volvió y se alejó inadvertidamente entre las sombras.
«Así se hace, chérie», dijo para sus adentros.
Algo hizo ruido en la oscuridad, cerca de él. S.T. empuñó la espada y escudriñó la zona. Justo delante él, descubrió una figura solitaria bajo los árboles, alejada del resto, que estaba observando.
Era Luton.
S.T. se desabrochó la capa y se quitó el sombrero, al tiempo que doblaba los puños de la camisa para ocultar los encajes. A continuación, se quitó la chalina y le dio la vuelta al cuello para que su aspecto fuese lo menos principesco posible. Guardó el pañuelo en el bolsillo y sintió el frío en el cuello; luego se aproximó a la figura solitaria rodeada por las sombras.
– Buenas noches -murmuró en un intento de mostrarse cordial mientras la sangre le golpeaba en las sienes-. ¿Qué es lo que pasa?
Luton se sobresaltó y se volvió hacia S.T. con el rostro desencajado.
– ¡Por Dios bendito, Maitland! ¿Qué diablos… qué haces tú aquí?
S.T. se encogió de hombros.
– Curiosidad. -Y miró de reojo al otro hombre con una leve sonrisa-. ¿Es que he llegado tarde a los festejos?
Luton se limitó a mirarlo, y frunció el ceño bajo la alta peluca.
– Tenía la intención de seguirte los pasos -dijo S.T.-, pero… en fin… una de las jóvenes me entretuvo.
Se arrepintió de aquellas palabras al instante de pronunciarlas. Era posible que Luton le hubiese hablado a Chilton de la posada; el aristócrata podía saber de dónde procedían Paloma y Armonía y cómo habían abandonado el Santuario Celestial. En ese caso, no había más que un paso para conectar al señor Bartlett y a S.T. Maitland con el enmascarado señor de la medianoche. Y, en cualquier caso, era un paso muy pequeño. S.T. no bajó la guardia y se mantuvo alerta ante un posible ataque. Pero Luton se limitó a decir: