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– Hemos tenido problemas esta noche.

– Ah, ¿sí? ¡Qué pena! -S.T. alzó la mirada e indicó la pequeña hoguera-. ¿Y qué demonios hace este tipo aullando de ese modo?

Luton hizo un gesto brusco, de disgusto, con la mano.

– Se ha vuelto loco. He intentado razonar con él, pero ha perdido por completo la cabeza.

– Suena como si así fuese, desde luego.

– Recibimos la visita de tu salteador de caminos. -Luton miró de nuevo a S.T.-. ¿Y sabes de quién se trata? De aquel chulo francés, de ese al que llaman Seigneur de Minuit. Te aseguro que hizo que Chilton se subiera por las paredes. Se lo ha tomado como un ataque personal. Traté de explicarle que era más probable que fuera yo el objetivo, ese maldito Robin Hood debe de haberse enterado de algo, pero no hubo forma de hacerlo razonar. -Se volvió hacia S.T. mientras la voz del predicador se elevaba hasta convertirse en un alarido-. Está que echa espuma por la boca, literalmente. Te aseguro que nunca había visto a un hombre en esa situación.

– Así que se ha suprimido la diversión, ¿no?

– Por supuesto, por completo. -Luton hizo un mohín con el labio superior-. Pero aún tengo cosas que hacer aquí.

S.T. guardó silencio durante unos momentos. La voz demente de Chilton resonaba en la calle. Mientras los dos hombres continuaban allí, otra joven se escabulló y aceleró el paso al pasar junto a ellos, con el rostro cubierto por una capucha. S.T. miró hacia Luton, y descubrió que el hombre lo observaba atentamente.

Decidió arriesgarse y preguntó:

– ¿Y qué es lo que hace ahí arriba?

– Quién sabe -respondió Luton con un gruñido-. No deja de chillar que va a quemar a la hechicera, pero hay gente ahí que no parece tener estómago suficiente para hacerlo.

– ¿La hechicera? -S.T. controló la voz y la mantuvo tranquila y no demasiado alta-. ¿Han atrapado a una hechicera?

– Eso es lo que Chilton parece creer.

– ¿Y dónde está? -preguntó fingiendo indiferencia.

Luton se encogió de hombros.

– Puede que en la casa. -Se estiró el labio-. ¿Y tú qué buscas, Maitland? ¿Por qué me has seguido hasta aquí?

S.T. sonrió.

– Por diversión.

Luton acarició la empuñadura de la espada.

– Pues yo te daré diversión. Tengo la intención de silenciar a ese gusano demente antes de que hable más de lo que debe.

– Sí que resulta un tanto chirriante para un oído sensible.

– No pienso arriesgarme a que mencione mi nombre cuando le venga en gana. Podría ser mi ruina, y la de otros también. -Luton desenvainó la espada-. Y ahora ya no me fío en absoluto, ni de él ni de los suyos; son capaces de cualquier cosa. Son unos maníacos. Y peligrosos. Todos ellos. ¿No ves que llevan picas? Ahora los únicos que quedan son los más fanáticos, los demás se han largado.

S.T. llevó la mano al mango de la espada. Luton miró hacia abajo y siguió su movimiento.

La trabajada empuñadura de la espada de hoja ancha desprendió destellos metálicos. Eran únicos e inconfundibles, y su belleza singular se hizo patente incluso bajo aquella luz oscilante.

El rostro de Luton se quedo inmóvil al reconocerla.

– ¡Cabrón! -Miró a S.T. a la cara-. Cabrón embustero… ¡Eras tú!

S.T. sacó la espada de la vaina, justo a tiempo de responder a la instantánea arremetida de Luton. Hubo un entrechocar de metales. Luton apartó el arma y volvió a atacar con furia. S.T. apenas podía distinguir el estoque de su oponente en aquella oscuridad, pero la espada que él enarbolaba parecía una especie de lazo rojo y plata y la mantuvo próxima para protegerse el cuello, sin atreverse a abrir su defensa y dar un corte amplio.

A Luton la furia lo hacía ser veloz, y golpeaba una y otra vez pese a que la espada de hoja ancha gozaba de ventaja al ser más larga.

– Voy a matarte, ¡serpiente mentirosa! Tuviste que interferir, ¿a que sí? -dijo con la respiración entrecortada-. Voy a acabar contigo, contigo y con ese demente. ¡Con los dos!

S.T. contrarrestó el ataque en silencio, y sacó un estilete de debajo de la capa para utilizarlo con la mano izquierda. Dio arremetidas y eludió golpes; vio un hueco en la postura demasiado equilibrada de Luton y pegó un corte que hizo que brotase sangre de sus costillas. Luton hizo un gesto de dolor, tragó aire y reanudó el ataque con un gruñido airado.

Con un estoque y un poco más de luz, S.T. habría podido desarmar a aquel hombre con tres estocadas. Luton era un espadachín mediocre y ya tenía dificultades para respirar, pero S.T. no distinguía la hoja de la otra espada. Luchaba por instinto cuando veía la pálida mancha del puño de Luton en movimiento, a la que debía añadirle la longitud de una espada de treinta pulgadas. Sin embargo, en uno de los ataques, lo alcanzó y le produjo un estallido de dolor cuando se hundió en la parte superior de su muslo.

Dio un paso adelante tal como había aprendido a hacer en sus años de aprendizaje en un patio polvoriento y caluroso de Florencia. Allí se enfrentaba a los más diestros sin protección alguna, bajo la tutela de un maestro que no tenía paciencia con los débiles. En aquel entonces, un quejido, un fallo implicaba recibir una paliza como castigo; ahora le supondría la muerte. S.T. golpeó la espada de Luton en la empuñadura, la obligó a elevarse con todas sus fuerzas y lanzó una embestida cuando se esperaba una retirada; lo hizo con tal fuerza que el brazo de Luton se elevó en el aire. Cuando Luton se lanzó hacia delante para recuperar su posición, S.T. recibió el estoque con el filo de su espada, y ambas armas chocaron con fuerza y violencia.

Sintió una sacudida que le atravesó la mano y le llegó hasta el hombro. El estoque de Luton se partió en dos como si de un hueso se tratase.

Luton lanzó un aullido de furia y echó el arma rota a un lado. S.T. oyó el estrépito del metal al chocar contra el pavimento de la calle, pero ya no le preocupaba lo que Luton hiciese.

Algo ocurría en la mansión. La gente salía corriendo por la puerta principal con antorchas en la mano y las lanzaba a la hoguera. Mientras S.T. miraba la escena, el resplandor de unas llamas se alzó tras dos de las ventanas -dentro- y Chilton apareció en la puerta con dos antorchas encendidas en las manos. Hablaba a gritos de persecuciones, iluminado por las llamas del interior. De la parte superior de la puerta empezó a salir un humo oscuro en columnas que se elevó tras él y cubrió la luminosa fachada.

S.T. echó a correr. Subió los escalones de tres en tres a trompicones. Alguien corría escaleras abajo, para obligarlo a retroceder, pero S.T. enarboló la espada y de un golpe apartó la pica del hombre.

– ¿Está ella ahí dentro?

Se lanzó sobre Chilton espada en mano. Sintió un crujido en el oído.

Chilton lo miró; una quietud repentina se había adueñado de él, su boca se abrió silenciosa y una mancha roja apareció y se extendió por el blanco cuello de su camisa. Después dejó de verlo; ya no era sino un bulto que yacía en el umbral. Cuando caía al suelo, se oyó un nuevo coro de gritos. S.T., de pie sobre él, miró atónito hacia abajo y, a continuación, volvió la cabeza para mirar por encima del hombro.

Por encima de las llamas de la hoguera y de los rostros horrorizados de los seguidores de Chilton se erguía la figura de Luton; subido a uno de los pedestales de piedra que había junto a la cancela de la entrada, asía con un brazo uno de los barrotes de la verja y trataba desesperadamente de cargar la pistola y apuntar de nuevo.

S.T. se dio la vuelta, saltó por encima del cuerpo de Chilton y se adentró en la humareda.

Allá arriba, junto al techo, se cernía una negra y asfixiante nube de humo sobre el frío suelo de mármol. El gran vestíbulo oscilaba a la luz de las llamas. Una humareda oscura salía de un par de elegantes sillas que habían juntado en el centro de la estancia y a las que habían prendido fuego; las llamas se alzaban hacia el piso superior en la oscuridad. Los ojos de S.T. empezaron a lagrimear, alzó el brazo para protegerlos y los entrecerró. A través de las puertas de doble hoja, que se encontraban abiertas, S.T. vio que ardían los cortinajes de las demás estancias.