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– Seigneur! -La voz de Leigh estaba llena de angustia-. ¿Estás ahí?

– No puedo pasar por ahí -dijo entre jadeos-. Sunshine…

– El púlpito. -Las palabras le llegaron flotando desde las tenebrosas sombras-. ¿Puedes trepar por el pulpito?

S.T. escudriñó la oscura masa de madera que había debajo de la galería. Unos escalones esculpidos en la madera que llegaban casi a la altura de un hombre, subían hasta un púlpito; a continuación, había un baldaquín de madera tallada que doblaba aquella altura. La parte superior rozaba el suelo de la galería que estaba suspendida en lo alto.

Apoyó la mano en la ornada barandilla de los escalones de madera y se arrastró hasta subirlos, utilizando la mano que no tenía quemaduras para apoyar el peso y no forzar la pierna herida.

Desde el oscuro interior del pulpito asió el borde del baldaquín y se izó hacia arriba. La rodilla se quedó incrustada en uno de los adornos tallados en un lado. Echó mano de toda su fuerza para empujar y, con un gesto de dolor, trató de trepar a lo alto.

Tuvo un ataque repentino de tos; sus pulmones protestaban por el esfuerzo al que los obligaba el denso humo. S.T. perdió el agarre, se asió con la mano quemada y cayó hacia atrás al no soportar los dedos aquella agonía de dolor.

– Aquí -dijo ella-. ¿Puedes alcanzar mis manos? Solo tienes que desatármelas.

S.T. trató de mirar hacia arriba. Distinguió movimiento en la oscuridad, y oyó los golpes frenéticos que daba ella al maniobrar. La pálida silueta de sus manos surgió a través de la balaustrada.

Él se soltó, se dejó caer hasta el suelo del pulpito y apoyó la cabeza en el podio. Le costó un esfuerzo sobrehumano levantarse y sacar el estilete de su funda.

En la humeante oscuridad apenas veía; tuvo que palpar con las manos para encontrar el cordón. Ella soltó un gemido de dolor cuando deslizó la hoja por debajo del nudo.

– Lo siento -murmuró mientras cortaba con todo el cuidado de que era capaz. La cuerda se aflojó y ella se apartó antes de que tuviese tiempo de desatarla.

– Dame la navaja -susurró Leigh-. ¡Mis piernas!

Con un gesto, S.T. le colocó el estilete en la palma de la mano.

– Ten cuidado.

– Claro, no quiero cortarme también el tobillo -murmuró con una tosecilla ahogada-. Así, ya está. ¡Vamos! -Y volvió a asomar la mano por la balaustrada.

– ¿Que suba ahí arriba? -preguntó con voz áspera.

– ¿Acaso quieres salir por donde entraste? Desde ahí abajo no hay salida.

S.T. miró hacia la puerta cerrada de la capilla. Las llamas se distinguían en los bordes, desdibujadas por el humo que penetraba.

– Yo te ayudaré, Seigneur. -Leigh se puso en pie y se inclinó sobre la balaustrada-. Agárrate a mis manos.

– ¿Es que me vas a subir de un tirón? -preguntó secamente.

– Vamos a hacerlo juntos, ¿o acaso crees que voy a abandonarte?

– Juntos.

– ¡Vamos! -le instó ella-. ¡Sube al asiento del predicador y dame la mano!

– No, no podrás sujetarme. -Tanteó en la negra caverna que era el baldaquín y subió al asiento. Encontró la talla con la rodilla-. Puedo hacerlo solo.

Se dio impulso y buscó en la oscuridad un punto donde agarrarse entre los adornos del baldaquín, pero sus dedos llenos de ampollas no soportaron el peso de su impulso. Se estiró, gruñó entre dientes y cayó de nuevo.

– ¡Dame la mano! -gritó Leigh-. ¿Qué es lo que te pasa?

Se levantó de nuevo sobre el asiento y se asió a las tallas en la madera, al tiempo que daba una patada con la pierna buena para utilizarla como palanca. Durante un instante, se quedó colgado de las manos mientras trataba de izar el cuerpo hasta la cubierta del púlpito. En la lengua tenía un sabor a sangre y a carbonilla. Se oyó gemir como un cachorrillo mientras la pierna herida le ardía de dolor y sentía en los dedos el mismo calor que si se hubiese agarrado a una forja al rojo vivo.

De pronto, notó que las manos de Leigh le rodeaban los brazos y tiraban de ellos con fuerza, con mucha más fuerza de la que jamás había pensado que podía tener una mujer.

La ayuda le dio la media pulgada que necesitaba. Levantó la rodilla por encima del baldaquín, incapaz de reprimir un sollozo mientras levantaba la otra pierna. Pero después, estaba allí en lo alto y el aliento le raspaba la garganta irritada.

– ¡Date prisa! -Las manos de Leigh lo buscaron a tientas-. Por aquí… hay una ventana.

Saltó como pudo por encima de la balaustrada y, a trompicones, fue tras ella, que ya se asomaba por la ventana abierta. Leigh pasó ambas piernas por encima del alféizar y saltó al otro lado. S.T. miró al exterior y vio, para alivio suyo, que el suelo estaba tan solo a unos centímetros de altura.

Levantó la pierna herida sobre el repecho, se dio la vuelta, apoyó el pie en la pared para darse impulso y cayó entre la maleza que crecía bajo la ventana. Se levantó, se agarró con las manos el dolorido muslo y tragó profundas bocanadas de aire fresco, aunque no pudo evitar una tos ahogada tras cada una de ellas.

Leigh lo agarró del brazo y tiró de él.

– ¡Vamos! ¡Aléjate de la casa!

S.T. permitió que fuese ella quien lo guiase y se internó en la oscuridad entre toses y trompicones. Cuando recuperó el aliento se enderezó, tanteó la oscuridad hasta asirla de los hombros, tomó el rostro de la joven entre ambas manos y la besó con fuerza.

Para su sorpresa, Leigh hundió los dedos en su cabello y le devolvió un beso en el que intercambiaron el sabor de la sangre y de la carbonilla. Se apretó contra el cuerpo quemado de él hasta casi hacerle perder el equilibrio con la fuerza de su abrazo. Cuando se apartó de él de golpe, S.T. no le soltó los hombros.

– Maldita sea, Sunshine -dijo con voz entrecortada.

– Sabía que vendrías -dijo ella, y se alejó en la oscuridad.

S.T. se quedó mirándola a través del humo. Sintió que una dolorosa sonrisa se extendía por su quemado rostro, se apoyó en el muro, alzó la vista hacia el cielo y lanzó al espacio un aullido estentóreo de felicidad que terminó con un ataque de tos.

– Me obligaste a comportarme como una auténtica lunática -le soltó ella desde las sombras-. ¿Quieres venir de una vez a un lugar seguro?

Capítulo 24

S.T. logró llegar hasta la hilera de árboles que rodeaba el descuidado jardín. Cuando Leigh pasó ante uno de los troncos, se agarró a él y se apoyó en la corteza.

– Siéntate -dijo con voz ronca-. Necesito… descansar.

La pierna herida se dobló bajo su cuerpo, rodeó el árbol con el brazo y se deslizó hasta quedarse de rodillas.

Cada vez que tomaba aliento era como un castigo por aquel alarido de felicidad, el aire bajaba ardiente por su garganta y le abrasaba el pecho. Leigh se agachó a su lado, y S.T. distinguió parte de su rostro, que quedaba iluminado por el resplandor amarillento de las llamas.

La joven apartó la mano con la que él se cubría la herida y se inclinó sobre ella. A continuación, sin pronunciar palabra, desató el pañuelo que S.T. llevaba flojo alrededor del cuello y lo anudó sobre la herida. S.T. apretó los dientes para no gemir. El corte de la espada le dolía, pero de lo que en verdad era consciente era de su piel chamuscada allí donde la ropa rozaba las ampollas. El aire frío que le golpeaba el rostro y las manos era como hielo sobre fuego.