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– No me dijiste que te hubiesen herido -dijo Leigh entre dientes-. ¡Eres un idiota irremediable!

– ¿Herido? -repitió él con voz chirriante-. Par le sang de Dieu, hasta una langosta cocida se sentiría mejor.

Leigh cambió de postura y su rostro quedó en la sombra.

– ¿Dónde tienes quemaduras?

S.T. levantó la mano y la miró. El fuerte olor a lana quemada se entremezcló con el aroma dulzón de la madera al arder.

– Creo que lo que está peor es la palma.

– ¿Dónde está tu cuchillo? -Le tomó la mano con mucha más dulzura de la que antes había empleado para acariciarlo-. Tendré que cortar el mitón.

Antes de que él tuviese tiempo de protestar, ya le había palpado el chaleco y había encontrado el estilete. S.T. jadeó, apretó los dientes con fuerza cuando ella cortó la lana que le cubría el dorso de la mano y empezó a separarla de la palma. El Seigneur no pudo evitar un estremecimiento involuntario.

– Échate en el suelo -dijo Leigh tras cambiar de idea-. ¿Te sientes mareado?

Él tragó saliva, se recostó en ella y volvió a temblar incontroladamente.

– Estoy bien -dijo, pero lo que de verdad estaba bien era dejar que fuese ella quien hiciese el trabajo y le rodeara los hombros hasta que su cabeza alcanzase el suelo. El ligero desnivel hizo que le llegase sangre al cerebro y se despejasen las brumas que lo nublaban.

– ¿Son campanas? -murmuró entre gestos de dolor cuando ella intentó de nuevo cortar el mitón quemado y separarlo de la mano.

– Sí, están dando el toque de alerta en la iglesia. Quédate aquí -dijo, como si él tuviese alguna intención de moverse-. Voy a buscar agua.

Se alejó veloz, y S.T. se dio cuenta de que la noche empezaba a iluminarse con algo más que el fuego. Los gritos lejanos se oyeron más cerca y le llegó el resplandor de las antorchas. Se incorporó, apoyándose en el hombro, y miró a su alrededor.

– Espera. -No fue capaz de forzar la voz más allá de un sonido áspero-. ¡Espera, Leigh!

Ella no se volvió; estaba demasiado lejos para oír nada por encima de las llamas y el alboroto. De alguna parte surgió un grupo pertrechado con cubos; eran hombres y mujeres de rostros rubicundos y con ropas de faena. Entre ellos había algunas de las muchachas de Chilton, pero sobre todo se trataba de gente de la vecindad, que unía sus fuerzas para combatir el fuego, de la misma forma que desde hacía siglos se habían agrupado para luchar contra un enemigo común. Leigh corrió colina abajo, se acercó a uno de los hombres, le señaló algo y le habló a gritos al oído. Alargó la mano, y la posó en el brazo de una joven que transportaba un cubo.

Se volvieron al unísono y regresaron donde él se encontraba. S.T. se sentó con la espalda apoyada en el árbol, pese a que todos sus instintos le advertían de que era mejor desaparecer en la oscuridad que quedarse allí atrapado, herido e incapaz de defenderse. Se puso de pie con esfuerzo, pero antes de que pudiese tomar ninguna decisión coherente, apareció Leigh ante él.

– Mete su mano en el agua del cubo -le ordenó a la joven, y desapareció en la oscuridad a grandes zancadas.

Era el tipo de exigencia autoritaria que los seguidores de Chilton habían aprendido a obedecer sin rechistar. La muchacha asió la mano de S.T. y la introdujo en el agua.

– ¡Dios! -S.T. tragó aire al entrar en contacto con el líquido helado. Aquel agua debía de venir directamente del río cubierto de hielo. La muchacha sostuvo su mano dentro y, tras un momento, la sensación ardiente de la palma de su mano disminuyó hasta convertirse en un dolor apagado.

Leigh regresó con una rama que parecía haber arrancado de algún arbusto cercano. Con el estilete de él empezó a pelar la corteza que la recubría, para después meterla en el interior del cubo.

– ¿Qué es eso? -preguntó él con reticencia.

– Una rama de aliso. Cuando esté mojada, haré una cataplasma con ella. Tú quédate sentado, monseigneur, ya has hecho suficientes heroicidades por hoy. Si te pones de pie, lo único que demostrarás es que eres un bruto.

Él le dedicó una sonrisa que le causó dolor.

– Mi dulce Sunshine.

– Y tampoco hables, haz el favor. Debes de tener los pulmones abrasados por el humo. -Tomó el cubo de manos de la otra muchacha y dijo-: Tráeme una luz.

S.T. hizo un gesto negativo con la cabeza cuando la joven salió corriendo.

– No quiero una antorcha. No levantes tanto revuelo. Únicamente…

– Necesito luz -dijo ella interrumpiéndolo-. Quiero examinarte la pierna.

– Y meterme en la cama y preparar una pócima, ¿y después hacerme tragar algún brebaje estimulante? Eso no será necesario. No creo que vaya a quedarme mucho aquí, Sunshine.

Ella lo miró sobresaltada.

S.T. sacó la mano quemada del agua, la sacudió e inclinó la cabeza en dirección a la multitud que se había formado colina abajo.

– Me parece reconocer a un juez de paz, si no me engaña toda una década de eludir a los de su profesión.

Leigh se volvió para mirar. Allá abajo, un robusto caballero que había llegado sobre su montura hacía gestos y daba instrucciones.

– El señor MacWhorter -dijo, y exhaló un soplo de aire helado como si el nombre la irritase-. Tienes razón, es uno de los jueces. -De súbito, su cuerpo se tensó y apartó la mirada del caballero para fijarla en la espalda de la joven que se alejaba, cubierta por una capa de color claro-. ¿Dónde está Chilton? -preguntó con brusquedad.

S.T. alargó la mano sana, la cogió del hombro y la hizo girar en dirección a un cuerpo inmóvil que yacía en el suelo a unos metros de la muchedumbre. Nadie se ocupaba de él, únicamente le habían echado descuidadamente por encima una capa negra que le cubría la cabeza y los hombros.

Leigh se quedó inmóvil al verlo. S.T. no retiró la mano de su hombro.

La joven miró fijamente el cadáver de Chilton, y a continuación alzó la mirada hacia Silvering.

La brigada de los cubos lanzaba su insuficiente contenido a la casa en un intento de mojar las partes que todavía no eran pasto de las llamas, pero el humo salía sin cesar por la puerta abierta y tras las ventanas de todas las estancias de la planta baja rugía un resplandor naranja y amarillo.

S.T. vio cómo la realidad de lo ocurrido se reflejaba en el rostro de Leigh. Todo el horror reprimido mientras luchaban por escapar, toda la verdad de lo que había sucedido la alcanzó en aquel momento de silencio. Permaneció allí inmóvil, hizo caso omiso de la mano que S.T. posaba sobre ella, de los gritos que se oían a su alrededor y se dedicó a contemplar cómo ardía su hogar.

«Ahí la tienes -pensó S.T.-, ahí tienes tu venganza.»

– Sunshine -dijo en alto, con voz ronca y profunda.

Le apretó el hombro, esperando que se apartase rápidamente de él, como hacía siempre, y rechazase todo consuelo, pero no lo hizo. Cerró los ojos y se apoyó en su mano. Cuando la aproximó hacia él, la joven volvió el rostro hacia el pecho de S.T. como si buscase esconderse en él.

La abrazó fuerte, pese al dolor que le causaba que el cuerpo de ella se ciñera al suyo con tanta fuerza. Quería sufrir, merecía consumirse en las llamas del infierno por lo que había hecho.

Leigh no podía ser suya. Lo sabía; lo había sabido desde el principio.

En aquel momento, todo había terminado.

«Au revoir, ma belle… ha llegado la hora de que nos separemos…»

Era la misma estrofa de siempre. La misma canción, el mismo final. Tenía que irse. No podía quedarse.

Pensó que ella estaba en lo cierto. Le había llamado mentiroso, había mirado hacia delante y había visto este final, se había enfrentado a lo que él era incapaz de afrontar. Había llegado muy pronto el adiós. Él había creído que dispondría de más tiempo. Se había introducido allí a hurtadillas, para a continuación materializarse, igual que la muerte, a la que se niega una y otra vez, pero que es inevitable.