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– ¿Cómo lo hiciste? -le preguntó Leigh con voz apagada.

Por un instante, él no supo a qué se refería.

Después ella levantó la cabeza y miró hacia el cadáver de Chilton.

– No fui yo. -S.T. tragó aire hasta el fondo de sus quemados pulmones-. Fue otro quien lo hizo.

«Pero será a mí a quien acusen.»

No lo dijo en voz alta. Se limitó a mirar con tristeza a aquel honrado juez rural, a todas aquellas gentes íntegras que no se habían enfrentado a Chilton para defenderla. Pero las consecuencias las pagaría él. Se había mostrado a la luz en aquel lugar, y ahora, como siempre, tenía que irse, antes de que la situación se normalizara y la gente respetuosa con la ley comenzase a hablar. Empezase a unir los cabos sueltos.

Y eso ya estaba pasando. La joven de la cofia que había traído el cubo de agua estaba junto al estribo de MacWhorter y le hablaba durante más tiempo del que una simple petición de una antorcha requería. Mientras S.T. contemplaba la escena, el caballero desmontó, la joven señaló con el dedo, MacWhorter agarró una lámpara para iluminar en aquella dirección y comenzó a subir la colina en dirección a él y a Leigh.

S.T. se apartó de golpe del árbol y se quedó erguido. No apartó el brazo con el que rodeaba a Leigh, pero ella al instante se separó y miró por encima del hombro. Se oyó un grito, y los que luchaban contra el fuego se apartaron tras explotar dos de las ventanas y surgir de ellas unas llamas que se extendieron por la fachada de piedra.

S.T. apretó el brazo con el que ceñía el cuerpo de Leigh. Todavía no iba a abandonarla. No cuando ella aún lo necesitaba. Así no. No iba a salir corriendo como un ladrón furtivo ante un juez de pueblo de rostro solemne y nariz aguileña.

Pese a la distancia, S.T. vio que la expresión del rostro del hombre cambiaba al reconocer a Leigh. El caballero se quedó mirándola y, a continuación, depositó la lámpara en manos de la joven, alargó los brazos y echó a andar hacia ellos con grandes zancadas.

– ¡Milady! -gritó por encima del estruendo del fuego-. Lady Leigh, Dios nos asista, ¡esto es asombroso! -Subió a toda velocidad colina arriba-. No teníamos ni idea de que hubieseis regresado. Esa mocosa afirma que estabais dentro. -Llegó a la altura de ellos, sacudió a Leigh por los hombros y la atrajo hacia sí-. Niña, niña, ay Dios mío, ¿qué estáis haciendo aquí? ¿Qué es lo que sucede?

Leigh soportó el abrazo un momento y después se apartó del hombre.

– ¿Es posible salvar la casa?

Él se humedeció los labios y apartó la mirada.

– Lo siento. Lo siento muchísimo. No hay muchas posibilidades.

– En ese caso todo ha terminado. Todo. -Leigh miró a S.T. con súbita intensidad.

Él no entendió la mirada. En ella no había acusación. Parecía expectante, como si él pudiese decir algo que lo cambiaría todo. Buscó sus ojos de mirada firme y pensó que si existiesen palabras mágicas para retroceder en el tiempo y darle la ocasión de hacer las cosas de manera distinta, él habría vendido su alma al diablo para lograrlo.

Leigh continuaba mirándolo. De súbito, levantó la mano y le acarició el rostro cubierto de ampollas.

– Tus pobres cejas -dijo-. Quemadas por completo por culpa del diablo.

MacWhorter la miró como si estuviese loca.

– Milady, venid y alejaos de aquí. Os mandaré a mi casa con la señora Mac para que podáis disfrutar de todas las comodidades.

Leigh no apartó la mirada del rostro de S.T.

– Él me ha salvado, señor MacWhorter -dijo-. Buscó por toda la casa hasta dar conmigo.

Por primera vez, S.T. recibió una mirada directa del caballero, que parecía incómodo y tenía el ceño fruncido, como si le resultara un tanto molesto que le presentasen a aquel héroe en particular.

– Si es así, os debemos nuestra más profunda gratitud.

S.T. hizo una ligera inclinación. La pierna le dolía y le escocía, pero él se mantuvo erguido con el peso apoyado sobre ella.

– El señor Chilton está muerto -dijo Leigh.

MacWhorter se aclaró la garganta.

– Sí. He examinado su cadáver. -Levantó la voz para hacerse oír por encima del ruido-. Muy desafortunado. De un disparo. -Y miró de nuevo a S.T., como si estuviese haciendo un cálculo.

S.T. le devolvió la mirada.

– Será necesario hacer algunas averiguaciones -dijo el juez con voz fuerte.

– Ah, ¿sí? -Pese al barullo que los rodeaba, el tono ácido de las palabras de Leigh se oyó con total claridad-. Antes, jamás las hacíais.

MacWhorter frunció el ceño.

– Formaremos un jurado.

– Sí, hacedlo -declaró S.T. con voz ronca-. Supongo que ahora podréis formarlo sin peligro.

MacWhorter respondió a sus palabras levantando la barbilla.

– Me temo que necesito que me deis vuestro nombre, caballero, y me digáis cuál es vuestra dirección.

– Samuel Bartlett. Me alojo en la posada Twice Brewed Ale.

– ¿Y a qué os dedicáis?

S.T. sonrió con la boca torcida.

– Aparte de a rescatar a alguna que otra damisela, me dedico a viajar.

– A la ley no le hace gracia la frivolidad, señor Bartlett. -MacWhorter lo examinó con frialdad-. Me han llegado informes de incidentes ocurridos en el curso de las últimas semanas, de la presencia de elementos sospechosos en la Twice Brewed.

– ¿Y lo habéis investigado? -preguntó Leigh en tono burlón-. ¿Pensasteis que era necesario hacer averiguaciones?

– Estaba a punto de hacerlo, desde luego.

S.T. posó la mano en el tronco del árbol y se apoyó sobre ella disimuladamente.

– El hombre que buscáis es George Atwood. Lord Luton. Fue él quien disparó a Chilton.

– ¿Y cómo lo sabéis? -El juez enarcó las cejas y bajó la barbilla-. ¿Estáis diciendo que lo presenciasteis?

S.T. miró hacia el edificio en llamas.

– Pues sí, yo lo vi.

– ¡Acusáis a un lord! ¿Tengo que creer que pasaba por casualidad y le disparó a ese hombre? ¿Por qué motivo?

– Preguntad a las muchachas -dijo S.T.-. Las dejé en las ruinas junto al río, donde estaba el puente romano.

– ¿Son testigos del asesinato?

S.T. movió la mano con impaciencia.

– Ellas no vieron cómo le disparaban a Chilton, pero pueden contároslo todo sobre lord Luton. Aunque dudo que podáis atraparlo. Ya debe de estar lejos.

– Me resulta muy extraño que ese tal lord Luton aparezca y desaparezca tan convenientemente -dijo MacWhorter-. ¿Y qué tenéis que ver vos en este asunto, señor Bartlett? ¿Cómo es posible que aparecieseis aquí a estas horas?

– Estaba tomando el aire -respondió S.T. con voz ronca-. ¿Por qué otra razón iba a estar aquí?

Las aletas de la nariz del juez de paz se dilataron en un gesto de desprecio.

– Tomando el aire. A lomos de un caballo negro, tal vez. Me han dicho que hay uno atado tras la última de las casitas, con una máscara blanca y negra en las alforjas.

Otro grupo de ventanas se hizo pedazos, y de nuevo los gritos y las llamas se alzaron hacia el cielo. El fuego convirtió a MacWhorter en una pálida silueta cuando se inclinó hacia S.T.

– ¿Queréis acaso escabulliros de la justicia, señor Bartlett? Ha habido rumores sobre vos y sobre quién sois. Creo que podría hacer algunas averiguaciones más precisas sobre el asunto. Quizá seáis vos quien le disparó, caballero.

– Lo habría sido -dijo S.T. con voz rasposa-, pero Luton llegó primero.

Leigh le acarició el brazo, como si quisiese silenciarlo.

S.T. le levantó la mano, se la besó y la apretó con fuerza con la suya.

– Bien. Dejémonos de historias. Vos sabéis muy bien qué ha sucedido aquí, MacWhorter. Lo sabéis con todo detalle. Una jovencita sin experiencia ha logrado lo que vos y los vuestros teníais miedo de hacer, y se las ha ingeniado para poner fin al maleficio que se había apoderado de este lugar. -Su voz se volvía más ronca a medida que elevaba el tono-. Ahora estáis a salvo, vos y vuestra familia. Ya no corréis peligro, y sin embargo estáis aquí mientras esta casa se quema y tenéis la desfachatez de hablar de jurados y de justicia. -S.T. torció la boca-. Vamos, detenedme e interrogadme, bastardo cobarde, si de verdad creéis que por ahorcar a alguien, podréis dormir mejor por las noches.