El juez apretó los labios. Miró indignado a S.T. y resopló con fuerza por la nariz.
– Puedo adivinar quién sois vos, caballero. ¡Un vulgar forajido!
– Y yo sé muy bien quién sois vos -respondió S.T.-. No necesito adivinarlo.
MacWhorter apartó la mirada y la dirigió hacia el numeroso grupo que formaba la brigada de los cubos. El calor del fuego perlaba su frente de sudor. Su mandíbula se estremeció.
– Idos -dijo con furia-. Desapareced de mi vista; salid de mi distrito. -Con un movimiento brusco, se apartó y después volvió a dirigir la mirada hacia él-. Llevaos vuestra espada y vuestra máscara. Tenéis de plazo hasta que se haga de día, porque entonces organizaré una partida para salir en vuestra busca bajo la acusación de asesinato y robo.
La luz que su linterna proyectaba osciló cuando se dirigió colina abajo.
S.T. recostó la cabeza sobre el tronco y cerró los ojos. Oyó en el oído bueno el silbido y el crepitar del fuego, el humo negro se había adueñado de su gusto y su olfato. Le dolía todo; incluso los ojos los notaba secos e inflamados.
– Voy a vendarte la mano -dijo Leigh.
Abrió los ojos y vio cómo se agachaba entre las sombras en movimiento que había a sus pies y cogía las tiras de corteza del cubo. Cuando se levantó, la asió por la muñeca. En realidad no distinguía su rostro, pero era ella, cubierta ahora por las sombras y con las llamas como fondo. El resplandor dibujaba un halo en torno a su cabello, iluminaba la curva de su mejilla. La atrajo hacia sí con la única intención de retrasar su marcha, de fingir que podía tenerla para siempre entre los brazos, con el rostro hundido en el hueco de su hombro. El olor a humo, el dolor y la realidad de ella inundaron sus sentidos.
– No quiero dejarte -dijo con voz áspera, y a continuación soltó una risa atormentada que ahogó en el abrigo de ella-. Dios, esa era una de las cosas que siempre decía: «no quiero dejarte; te quiero; volveré»… -La abrazó con más fuerza-. El Señor nos asista, Leigh, ¿qué es lo que he hecho?
Ella volvió la cabeza y apretó la mejilla contra la de S.T. Su piel refrescó su rostro lleno de ampollas.
S.T. no podía decir nada más. «Te necesito. Nunca te olvidaré.» Todas las palabras que se le ocurrían, todas las promesas y votos que acudían a sus labios le parecían carentes de todo valor, se habían convertido en polvo por haberlas pronunciado tantas veces. ¿Habían tenido alguna vez sentido para él todas aquellas promesas de volver? Aunque hubiese sido en tan solo una ocasión, ¿le había resultado alguna vez más difícil marcharse que quedarse?
La abrazó con fuerza mientras su cabeza no dejaba de dar vueltas en un intento por encontrar una salida, una solución para que su detención no lo condujese directamente al cadalso. Podría eludir la acusación de asesinato, había pruebas suficientes para que las cosas no estuviesen tan claras… pero su pasado lo tenía atrapado. Si lo cogían, estaba acabado. Tenía a sus espaldas delitos suficientes a la espera de castigo.
Fue Leigh quien puso fin al abrazo. Siempre tan práctica, lo apartó para buscarle la palma de la mano y hacerle una cataplasma con la corteza del árbol y unos jirones de tela. Con la mano libre, él le acarició el pelo mientras la veía hacerlo gracias a la luz que proyectaba su hogar en llamas.
– Habría que hervir la corteza de aliso -dijo la joven-, pero esto es mejor que nada.
Tras completar la tarea, alzó el rostro. S.T. bajó la mirada hasta la mano que le había vendado. El tiempo parecía fluir implacable, como el agua.
– Leigh -dijo-, ¿adónde irás ahora?
Ante el fuego, ella no era más que una mancha oscura. S.T. era incapaz de distinguir su rostro.
– No lo sé -respondió.
– ¿Tienes familia?
– Una prima. En Londres.
– ¿Cómo se llama?
Ella se volvió a medias, y el fuego le permitió ver el contorno de su pómulo y sus labios, lisos como el mármol, sin expresión.
– Clara Patton.
– Ve allí -dijo S.T.-. Yo te encontraré.
Leigh lo miró, de nuevo no era más que una sombra misteriosa.
– ¿Por qué? -preguntó.
«Porque no puedo vivir sin ti. Porque te amo. Porque esto no puede terminar así.»
Otra vez esas palabras que no podía decir. Todas aquellas mentiras que había contado en su vida.
– Porque lo necesito -respondió con fiereza.
– Qué hombre más tonto -dijo ella, pero apenas se la oyó por culpa del fuego.
– Tengo que encontrarte otra vez. No permitiré que desaparezcas. No puedo… es… es imposible -balbuceó él de manera incoherente-. Irme. Ahora. De esta forma. Pensaré en algo.
– ¿En qué vas a pensar? -En la voz de ella había una nota extraña-. ¿En una señal secreta? ¿Dos velas en la ventana cuando puedas reunirte sin peligro conmigo en el jardín?
Como un abismo, aquel futuro se abrió a los pies de S.T. Se sintió superado, inútil, igual de horrorizado que si ella le hubiese lanzado a su rostro quemado el cubo de agua helada. Se lo imaginó. Conocía muy bien ese retozar en el jardín, pero la excitación que eso despertaba ahora se había tornado amarga; el romanticismo se había convertido en un castigo.
– No -dijo-. Así jamás, nosotros no.
– ¿Cómo, entonces?
S.T. apretó el puño derecho y sintió la quemadura.
– Sunshine, Sunshine, al diablo con todo…
Una densa columna de humo se desplazó hacia ellos. S.T. tuvo que entrecerrar los ojos ante el escozor. La tos le hizo doblarse sobre sí mismo. Cuando recuperó el aliento y pudo enderezarse, vio que habían dispuesto una pequeña máquina contra incendios. Un equipo de hombres hacía funcionar la bomba, que lanzaba al aire un tembloroso arco de agua en dirección a la ventana mientras la brigada de los cubos trabajaba para mantener lleno el depósito.
– Demasiado tarde -declaró Leigh y se frotó los ojos con la manga.
S.T. no supo si lo hacía por el humo o porque estaba llorando.
– Podrían salvar las alas del edificio -logró decir él, tras tragar saliva por su torturada garganta.
Leigh se encogió de hombros.
– No importa. Ahora todo ha terminado.
– Leigh…
La joven lo miró de nuevo. Ahora, S.T. la veía con claridad en medio del resplandor; volvía a tener aquella mirada expectante, la barbilla ligeramente alzada, los labios un poco entreabiertos.
– Te amo -dijo con su voz ronca-. ¿Lo recordarás?
La expresión desapareció del rostro de Leigh. Sonrió levemente, con tristeza.
– Recordaré que me lo has dicho.
– Es cierto. -La voz del hombre se quebró.
Leigh cogió el cubo de agua. Iba a irse de allí, S.T. no tenía la menor duda, sintió que el pánico le inundaba el pecho y la agarró del brazo.
– ¿Te irás con tu prima?
Leigh lo miró a los ojos. La expresión de su rostro ya no era expectante ni inquisidora ni triste, la mirada que le dirigió fue como el refulgir de un sable.
– No estoy segura -contestó deliberadamente.
Él se mantuvo firme ante el reto, negándose a rendirse, a reconocer la derrota, a aceptar que aquello fuese el final.
– ¿Y a qué otro lugar podrías ir?
– Podría ir contigo.
Lo dijo sin inmutarse, con tranquilidad.
S.T. se quedó inmóvil, la garganta le ardía al respirar.
Entre el ruido del fuego y la nube de humo; entre el calor, el intenso olor y aquel sabor amargo, S.T. encontró lo que se le había escapado durante toda la vida. Fue como recibir un regalo sin adornos, sin todos esos lazos que se usan para embellecer un objeto de poco valor.