No le había dicho que lo amaba. No tenía necesidad de decírselo. Con tan solo tres palabras lo había puesto en su sitio.
Los ojos de ella eran intensos mientras lo observaba; orgullosa y severa, una diosa con el alma ardiente. Su mirada era exigente y generosa a la vez, le rogaba la verdad, le ordenaba que fuese sincero.
Lo atravesó de lado a lado, destruyó sus fantasías y lo puso frente al rostro devastador de la realidad.
S.T. apartó las manos de ella.
– No puedo llevarte conmigo. Ahora sería imposible con MacWhorter y sus sabuesos tras de mí. ¿Cómo podría llevarte ahora?
– Yo no tengo miedo.
– Espérame -dijo él-. Yo te encontraré. Pensaré la manera de poder estar juntos.
Leigh bajó la cabeza. En aquel gesto, él vio desprecio y eso le destrozó el corazón, lo hizo añicos. Se sintió demasiado avergonzado para tocarla. Todo su pasado, todas sus locuras habían acabado en esto. Ella le ofrecía una fortuna y él, a cambio, no tenía sino sueños que ofrecerle.
Hasta ahora, con los sueños había tenido suficiente. Nadie le había pedido nada más.
– No será por mucho tiempo -dijo con su voz ronca-. Todo este alboroto pronto se calmará.
Ella levantó la vista, lo atravesó con la mirada. Sin decir ni una palabra, se burlaba de sus promesas.
– Ya encontraré la forma, ¡maldita sea! -S.T. volvió a recostar la espalda en el árbol, al tiempo que observaba las chispas que se alzaban hacia el oscuro cielo y brillaban y desaparecían entre las ramas-. Créeme. ¡Solo quiero que me creas!
– Eso no es lo que yo puedo ofrecerte -dijo ella. Y de repente su voz ya no era tan controlada. Había en ella un temblor. Fue la única muestra de emoción que la traicionó-. No puedo ser siempre una damisela en apuros para ti. No puedo ser tu reflejo. Solo puedo ir contigo si tú me lo pides.
La ira se apoderó de S.T. Se apartó de un empujón del árbol, sin acordarse de la mano herida.
– ¡Te estoy pidiendo que esperes! -La frustración y el humo apagaron su grito, lo quebraron hasta convertirlo en un aullido roto-. Que tengas un poco de fe.
Leigh lo miró. Era tan bella, estaba tan distante, no había en ella ni rastro de devoción ni de cariño ni de aquiescencia. Él sabía lo que estaba pensando, lo que en aquel momento sentía.
– Deberías marcharte -dijo ella al fin.
– ¿Me esperarás?
Leigh dirigió la mirada hacia la casa, a aquella destrucción que había sido su hogar.
– No tengo adónde ir, ¿verdad?
– A la casa de tu prima. De Clara Patton, en Londres.
Con una extraña sacudida de la cabeza, como si quisiese despejar alguna bruma en su interior, dijo:
– He permitido que esto suceda. Me he hecho esto a mí misma. Yo lo sabía. Lo sabía y dejé que ocurriera.
El ataque de ira que él sentía se esfumó. Levantó ambas manos, apretó los dedos contra las mejillas de la joven; la mano vendada formó una pálida forma en la sombra del cuello de ella, y la besó.
– En Londres. Allí estaré.
S.T. notó cómo las lágrimas caían por las mejillas de Leigh. Caían frías sobre sus dedos quemados y le escocían.
– Vete -dijo ella, apartándolo de un empellón-. Vete ya.
S.T. dio un paso hacia ella, pero Leigh se volvió por completo. Dejó caer el cubo de agua y fue a grandes zancadas colina abajo, dejándolo con tan solo el húmedo rastro de sus lágrimas en las manos.
El hombre no apartó la vista de ella hasta que llegó a la máquina contra incendios. MacWhorter salió a su encuentro. El juez la miró y después dirigió la vista a lo alto de la colina.
En ella no había indulto alguno, solo una mirada fría que lo desafiaba a quedarse más tiempo en aquel lugar.
S.T. miró más allá del cadáver de Chilton. En sus proximidades yacía desnuda una espada que le era familiar. Bajó cojeando por la vertiente, recuperó el arma y descubrió el tricornio de borde plateado entre las sombras. Después tiró de su capa y la quitó de encima del cadáver de Chilton. Habían cerrado los ojos del predicador, pero su pálido rostro estaba iluminado por un extraño resplandor cobrizo procedente de las llamas.
– No vas a necesitar ningún abrigo en ese lugar al que vas -murmuró S.T. al tiempo que cogía la capa y se alejaba.
Nadie le prestó atención. En medio de todo aquel movimiento de siluetas y antorchas ya no fue capaz de distinguir a Leigh.
Se dio la vuelta y subió renqueando la colina para internarse en la oscuridad.
Capítulo 25
Tres meses eran suficientes. Tres meses inclinado sobre una hoguera, tintando en pleno invierno escocés, escondido en una cueva en lo alto de un valle angosto y empinado, eran más que suficientes. Puede que el príncipe Carlos Eduardo y sus seguidores descalzos de las tierras altas de Escocia encontrasen aquello entretenido, pero S.T. era lo suficientemente pobre de espíritu para sentirse completamente desdichado.
En otros tiempos se habría dirigido directamente a Londres antes de que la voz de alarma se extendiese lo suficiente para atraparlo, y se habría ocultado en las abarrotadas zonas de Covent Garden o St. Giles, donde sabía en quién podía confiar, a quién tenía que evitar y qué favores podía comprar con su oro. Pero no podía llegar tan lejos con Nemo con una pata herida, ni tampoco podía hacerlo él mientras le ardiesen el rostro y las manos, y la herida de la espada le causase aquel espantoso dolor en el muslo con cada paso que daba Mistral.
Ya no tenía la fuerza de voluntad necesaria. Ni siquiera sentía ya el deseo.
Así que se dirigió al norte en lugar de al sur. En la hendidura de una roca, cubierta por un manto de nieve y rodeada de oscuros pinos, él y Nemo cojeaban, gemían y se acurrucaban el uno junto al otro para mantenerse calientes. Cazaban furtivamente perdices y liebres blancas, y pescaban de vez en cuando alguna trucha remolona en una profunda poza del arroyo que pertenecía a algún desconocido terrateniente; completaban sus cenas con galletas de avena. Encontrar forraje para Mistral era todavía más difícil. Además de la avena que S.T. había traído consigo, el caballo tenía que comer liquen y escarbar para buscar hierba y helechos bajo la nieve que cubría ambas orillas del arroyo.
S.T. tenía frío. Tenía hambre. Se sentía solo. Era demasiado mayor para aquello.
Pasaba el tiempo sumido en sus pensamientos, y cuanto más pensaba, más se desesperaba. No podía tener a Leigh y quedarse en Inglaterra. No había ninguna esperanza de que eso sucediese. Si bien era cierto que poseía casas seguras, con su nombre real, siempre existía el riesgo de que alguien revelara quién era. Sobre todo ahora que Luton lo había visto y conocía su nombre, su rostro y su máscara. Si llevaba una vida temeraria en solitario solo corría riesgo él, pero vivir sabiendo que cada momento que pasase en compañía de Leigh ella corría el peligro de que la ahorcasen junto a él era una historia completamente distinta.
Solo quedaba el exilio; su única posibilidad era aquella vida absurda que llevaba cuando ella lo encontró rodeado de cuadros a medio acabar. Cuando trataba de imaginarse pidiéndole que renunciase a su futuro para unirse a él en el olvido, sabía que la humillación que eso suponía lo paralizaría.
Así que se retrasaba, no cumplía su promesa y estaba aterido y malhumorado. Cuando empezó el deshielo, montó a lomos de Mistral y se dirigió valle abajo con Nemo tras ellos. La herida del lobo había cicatrizado, pero la del muslo de S.T. todavía le causaba dolor. No sabía adónde se dirigía ni cuál era su objetivo, pero, vive Dios, no iba a esconderse de nuevo en una cueva helada, tal como había hecho para ponerse a salvo casi cuatro años atrás cuando se refugió en el Col du Noir.