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Se sentía perdido, deprimido y sin rumbo. Viajó despacio, evitó las poblaciones y cruzó la frontera a través de las inhóspitas Cheviot Hills, en la región donde los ladrones de ganado hacían incursiones nocturnas y después desaparecían de nuevo entre las brumas.

Tras recorrer la zona y detenerse de vez en cuando en una granja solitaria para comprar comida a alguna taciturna granjera, llegó al sur, a los lagos de Westmoreland. Llevaba una semana de viaje cuando dejó atrás la sombría neblina de Shap Fell y se vio rodeado de una clara luz crepuscular; vislumbró el pueblo de Kendal, rodeado de su fértil valle y, de súbito, sintió el deseo de pasar la noche en una cama.

En Kendal nadie lo conocía. Lo había cruzado a caballo en un par de ocasiones, pero nunca se había detenido ni había utilizado su nombre; ni el suyo propio ni ningún otro.

Llamó con un silbido a Nemo, que andaba a la caza de ratones por el brezal. En las cercanías había tierras de cultivo y granjas. S.T. no podía dejar que el lobo anduviese libremente mientras él se alojaba en el pueblo. Con su desgastada chalina hizo un lazo y ató a Nemo a las bridas antes de montar de nuevo.

Cubierto por la negra capa y el sombrero de tres picos, y provisto de la espada, su aspecto era más o menos el de un caballero, siempre y cuando nadie se fijase demasiado en la mugre de su camisa de lino. Estiró los puños de encaje hasta sacarlos por debajo de la manga de la chaqueta, cambió los mitones por las manoplas con adornos de plata, sacudió el polvo del sombrero lo mejor que pudo, y se dispuso a parecer un excéntrico.

Nemo se mostró un tanto renuente a unirse al escaso tráfico que había en la carretera, pero tras mostrarse firme, el lobo accedió a caminar al lado de Mistral sobre las cuatro patas, en lugar de ser arrastrado sobre los cuartos traseros. Cuando habían recorrido media milla sin que apareciese la amenaza de una mujer, Nemo empezó a relajarse y a adelantarse al trote todo lo que la correa le permitía; se cruzaba en el camino de Mistral una y otra vez, y obligaba a S.T. a cambiar la brida de un lado a otro sobre la cabeza del caballo constantemente.

Nadie entre los escasos peatones ni entre aquellos que pasaban en carromatos de anchas ruedas pareció prestar atención a S.T. ni a su acompañante, pero al aproximarse a las afueras del pueblo, vieron una diligencia que avanzaba renqueante hacia ellos por la carretera. Cuando S.T. apartó a Mistral a un lado para dejarle paso, alguien que iba sobre el techo le gritó. Todos los pasajeros que iban en la parte superior se volvieron a mirarlo a la luz del crepúsculo, inclinados sobre el cartel que en la parte trasera del coche anunciaba el recorrido Lancaster-Kendal-Carlisle.

A Nemo no le hizo gracia tanta atención y saltó con un aullido hacia las ruedas del vehículo cuando este ya se alejaba. S.T. le habló con brusquedad y lo obligó a retroceder de un tirón, pero el lobo no dio señales de arrepentimiento; se limitó a darse la vuelta y volver a ocupar su sitio delante de Mistral con aire satisfecho.

El cuidado pueblo de Kendal todavía mostraba señales de actividad, pese a que la oscuridad ya estaba próxima. Las ventanas en las casas de caliza y escayola brillaban con luces que se reflejaban en el río. Allá arriba, dominándolo todo, se alzaban las negras ruinas de un castillo sobre una empinada colina al otro lado del pueblo. S.T. cabalgó bajo el cartel que anunciaba el servicio de correos, bajo el que tenía escrito el nombre de King's Arms. Desmontó en el patio de los establos y se sumó al grupo que había en torno a la oficina para preguntar por los paquetes que había traído la diligencia que acababa de partir.

Un diligente joven recorría la sala de espera y repartía un volante, a la vez que anunciaba a voz en grito:

– ¡Proclama! ¡Proclama! Aquí tenéis, señor. ¡Proclama!

Depositó una de las hojas en la mano de S.T., al tiempo que se apartaba del gruñido de advertencia de Nemo y mostraba su buen humor con una sonrisa. S.T. bajó la vista a la hoja de papel.

Por los delitos de robo, asesinato y lesiones

Sófocles Trafalgar Maitland

Mil libras esterlinas.

El salteador de caminos que se nombra más arriba

es dueño de un caballo rucio castrado

y de un perro de gran tamaño de ojos amarillos

y de piel a manchas negras y castañas,

que en realidad es un lobo…

S.T. no siguió leyendo. Reprimió la maldición que luchaba por salir de sus labios y estrujó el papel con la mano. Durante un instante una sensación de auténtico pánico se adueñó de él. Se quedó quieto en medio de aquel grupo en el que uno de cada tres hombres leía con detenimiento una detallada descripción de su persona, que iba desde el cabello hasta las manoplas con adornos de plata. Mil libras, por Dios bendito, ¡mil libras!

Respiró hondo, se encasquetó bien el sombrero y volvió a montar a Mistral.

Justo en el momento en que con las riendas le indicaba al caballo que fuese a la izquierda, Nemo descubrió algo a la derecha que despertó su interés. El lobo se metió bajo el hocico de Mistral y, al hacerlo, la rienda se atravesó sobre el pecho del caballo. Mistral arqueó el cuello y caracoleó como protesta ante aquellas señales contradictorias. S.T. lo forzó a ir hacia la derecha, y Mistral se tomó la improvisada indicación al pie de la letra: apoyó todo su peso sobre los cuartos traseros tal como le habían enseñado y empezó a hacer piruetas en el aire con las patas de delante.

En el campo de batalla habría sido una maniobra grandiosa, pero en el patio de la hostería hizo que una mujer se pusiese a chillar y que los mozos de cuadra apareciesen de golpe. De repente, todos se agruparon a su alrededor, los miraron fijamente, se pusiesen a dar gritos y los señalaron con los volantes que tenían en la mano.

Lo habían reconocido. Un momento antes, solo era un viajero más en la abarrotada explanada, y al siguiente se había convertido en el salteador de caminos.

S.T. se llevó la mano a la espada, pero no la desenvainó; no podía hacerlo en medio de aquella multitud. La correa se tensó en su mano cuando Nemo reaccionó ante el peligro y la expectación lanzando gruñidos y pegando saltos hasta donde la correa se lo permitía. S.T. tuvo que soportar en el brazo todo el peso del animal. De un fuerte tirón, hizo retroceder al furioso lobo y condujo a Mistral hacia la cancela de entrada.

Los espectadores que se habían interpuesto en su camino para impedirle la huida perdieron de repente todo el interés cuando Mistral se lanzó hacia delante. Pero los repetidos saltos de Nemo ejercían una fuerza contraria sobre el cuerpo de S.T. Todo aquel peso en movimiento solo sirvió para hacerle perder el control.

Mistral retrocedió alarmado. S.T. sintió cómo el caballo se tambaleaba y se inclinaba bajo aquel peso desequilibrado. Una marea de gente pareció rodearlos. En las milésimas de segundos que transcurrieron entre dejar que Mistral cayese al suelo y controlar a Nemo, S.T. se abalanzó sobre el cuello del caballo y le quitó las riendas.

Mistral cayó sobre las patas delanteras. S.T. volvió sobre la silla para llamar desesperadamente a Nemo, pero la oportunidad de escapar se evaporó al aproximarse los mozos de cuadra y los postillones para arrebatarle las bridas. El lobo describió un amplio círculo entre gruñidos y amenazas. Los espectadores se apartaron dando alaridos. En ese instante, S.T. levantó a Mistral del suelo, miró hacia delante y vio que unos muchachos empujaban un faetón vacío para bloquear la cancela. No lo pensó. Hundió las espuelas en el enorme caballo y se lanzó hacia la entrada con la mente, el cuerpo y el corazón concentrados en el espacio oscuro que quedaba sobre el vehículo y que significaba la libertad.

Mistral dio dos zancadas a todo galope, lo único que el reducido espacio le permitía hacer, y saltó. La luz se hizo sombra. Con el impulso, S.T. se inclinó hacia atrás mientras volaba. Lentamente y de forma extraña, vio los asientos del faetón bajo el lomo de Mistral; la negra silueta del arco de entrada parecía una mano que quisiera atraparlos en lo alto. A continuación, con una fuerte sacudida y entre las salpicaduras del charco que había bajo la cancela, pisaron tierra.