El lugar parecía preparado para una inspección.
Todo estaba inmaculado. Los muebles de la sala eran angulosos, de plástico y acero inoxidable. Una pared contenía una estantería con libros en varios idiomas. Los tomos estaban perfectamente organizados, no por idioma ni por tema, sino por tamaño, los libros más altos en el medio y los más bajos en cada extremo, por lo que los estantes eran simétricos. Aunque jamás había oído hablar de la mayor parte de esos libros, reconocí a Hobbes y Mein Kampf. En la esquina derecha más cercana de la mesa de café había una pila con cuatro revistas. La de arriba de todo estaba escrita en una lengua escandinava. El título se escribía con una o atravesada por una cuchillada, como en Søren Kierkegaard. En la esquina izquierda más alejada reposaba una escultura de cristal semejante a un chorro de agua congelado. En el centro, exactamente entre las revistas y la escultura, reposaba un cenicero redondo de acero inoxidable sin el menor resto de ceniza.
Fui al dormitorio. También estaba amueblado en el estilo de los primeros tiempos de la Bauhaus. La colcha era blanca y estaba tan estirada que probablemente habría rodado una moneda. De las paredes blancas colgaban tres reproducciones de Mondrian en marcos de acero inoxidable. Una reproducción por pared. La cuarta estaba interrumpida por la ventana. Todos los elementos del dormitorio eran blancos, salvo los Mondrian y la alfombra color gris acero.
Abrí el armario. Había faldas, blusas, vestidos y pantalones primorosamente doblados, acomodados y colgados en grupos de perchas. Todas las prendas eran grises, blancas o negras. En un estante vi seis pares de zapatos perfectamente ordenados. El armario no contenía más. El cuarto de baño era totalmente blanco con excepción de la cortina de la ducha, que era negra y con cuadrados plateados. El tubo de dentífrico que vi en el lavabo estaba perfectamente arrollado. El vaso de agua estaba limpio. En el botiquín encontré desodorante, una maquinilla de afeitar, un peine, un cepillo, un envase de seda dental, un frasco de aceite de ricino y un pulverizador de desodorante íntimo. No había el menor rastro de maquillaje.
Regresé al dormitorio y me dediqué a registrar la cómoda. Los dos cajones superiores contenían jerseys y blusas grises, negras y blancas y una prenda de color beige. El cajón inferior estaba cerrado con llave. Destrabé la cerradura y lo abrí. Contenía ropa interior. Había cerca de doce bragas bikini francesas de colores azul lavanda, cereza, esmeralda, melocotón y con dibujos de flores. También había sostenes de la talla noventa y cinco que hacían juego con las bragas. La mayor parte de los sostenes eran transparentes y llevaban adornos de encaje. Encontré un liguero de encaje negro y tres pares de medias de malla, también negras. Yo creía que los panties habían dado al traste con el negocio de los ligueros. También vi una colección de perfumes y un salto de cama.
El cajón era pesado. A ojo de buen cubero, medí el interior a palmos. Luego hice lo mismo por el exterior y descubrí que tenía aproximadamente un palmo más de profundidad. Tanteé el borde de la parte inferior interna del cajón. En cierto punto cedió y, al presionar, el suelo del cajón se inclinó. Lo quité y encontré cuatro armas, pistolas de tiro 22, y diez cajas de munición. También había seis granadas de mano de un tipo que hasta entonces no había visto. Asimismo contenía una libreta con listas de nombres que jamás había oído y direcciones junto a ellos. Encontré cuatro pasaportes con la foto de la chica: canadiense, danés, británico y holandés. Cada uno tenía un nombre distinto. Los copié en mi libreta. El británico estaba extendido a nombre de Katherine Caldwell. Había un par de cartas en una lengua escandinava llena de oes y una bayoneta que tenía grabada las letras U.S. Las cartas tenían matasello de Amsterdam. Apunté las señas. Eché un vistazo a la lista de nombres. Era demasiado larga para copiarla. Las señas sólo eran direcciones callejeras en las que no figuraba el nombre de la ciudad, pero evidentemente algunas no eran británicas y, por lo que deduje, no figuraba dirección alguna de los Estados Unidos. Mi nombre no aparecía en la lista.
Dixon tampoco estaba incluido. Podía ser una lista de víctimas, de pisos francos, de nuevos miembros de Libertad o de personas que el último invierno le habían enviado tarjetas de Navidad. Volví a meter el fondo falso en el cajón, lo puse en su sitio y le eché el cerrojo.
El resto de la casa no me proporcionó datos nuevos. Descubrí que Katherine era partidaria de los cereales de salvado y los zumos de fruta, que barría bajo la cama y detrás del sofá y que no poseía radio ni televisor. Probablemente pasaba el tiempo libre leyendo Leviathan y rompiendo ladrillos con el canto de la mano.
Capítulo 12
Estaba de nuevo en la calle, junto al hospital, detrás de mi arbusto y bajo la lluvia, cuando Katherine regresó. Probablemente ninguno de los cuatro era su nombre auténtico, pero Katherine era el más fácil de recordar, así que la llamé así. Al darle un nombre resultaba más sencillo pensar en ella.
Vestía un impermeable blanco con cinturón y llevaba un paraguas de plástico transparente tan grande que le cubría la cabeza y los hombros. Bajo el impermeable asomaban pantalones y botas negros. Medité sobre el color de la ropa interior. ¿Tal vez rosa encendido? Entró en el apartamento y no volvió a salir. Nadie más apareció. Pasé otras tres horas bajo la lluvia. Tenía los pies empapados y me dolían. Regresé al Mayfair caminando.
Esa noche hice a Susan una llamada telefónica que ascendió a sesenta y tres dólares. El primer dólar me permitió saber que Henry se había puesto en contacto con Hawk y que éste viajaría de inmediato. Los sesenta y dos restantes se refirieron a quién echaba de menos a quién y a lo que haríamos y visitaríamos cuando Susan viniera. También hubo un breve comentario sobre si alguien me haría una mala jugada. Sostuve que nadie lo haría y Susan añadió que así lo esperaba. Me pareció que no era el momento más propicio para hablar de mis heridas.
Cuando colgué me sentía muy mal. Hablar por teléfono desde una distancia de ocho mil kilómetros se parecía al mito de Tántalo. Era mejor no hacerlo. Pensé que hacía muchos años que la telefónica nos engañaba. Siempre insisten en que las llamadas de larga distancia son lo más parecido a estar presente. La gente habla por teléfono y después se siente maravillosamente bien. En mi caso no era así. Tenía ganas de pegarle a una monja.
Pedí al servicio de habitación que me subiera cervezas y bocadillos, me senté en el sillón junto al patio de luces y leí La regeneración a través de la violencia, comí bocadillos y bebí cerveza durante cerca de cuatro horas. Después me acosté y dormí.
Hawk no llegó al día siguiente y yo tampoco conseguí lo que deseaba. Katherine pasó todo el día en su apartamento, probándose ropa interior o rociándose con desodorante o lo que fuera.
Yo permanecí bajo la lluvia, paseando mi modelo de sombrero de caminante y mi trinchera y oyendo cómo chapoteaban mis zapatos. No apareció guerrillero urbano alguno. En el edificio no entró ni salió alguien que se pareciera ni remotamente a una persona capaz de portar un cortauñas. La lluvia era fuerte, constante y persistente. Nadie quería mojarse. Apenas había movimiento en la calle de Katherine y menos aún en su edificio. Desde donde me encontraba podía ver los botones del intercomunicador del vestíbulo. Nadie llamó a su puerta. Pasé el rato calculando la secuencia temporal de la posible llegada de Hawk. Esperar que llegara hoy era demasiado exagerado: llegaría mañana. Sumé y resté seis horas a todos mis cálculos hasta que me dio vueltas la cabeza y tuve que pensar en otras cosas.