Katherine era una chica interesante. Todo negro, blanco y de acero inoxidable. Impecable, desodorizado y perfectamente simétrico, con un cajón lleno de prendas íntimas dignas de un espectáculo pornográfico. El cachondeo de Times Square. La represión. Tal vez debería comprar un ejemplar de Krafft-Ebing cuando regresara al Mayfair. Después podría llamar a Susan y pedirle que me lo explicara. Durante la guardia comí chocolate con almendras y una manzana ácida. Ése fue mi almuerzo. No recordaba que James Bond hiciera lo mismo. Él siempre tomaba langosta y champán rosado. A la hora de cenar di por terminada la jornada, regresé al Mayfair y repetí la velada de la noche anterior. Una gran aventura en el delirante Londres. Antes de las diez estaba en la cama.
Por la mañana seguí a Katherine hasta la sala de lectura del Museo Británico. Escogió una mesa y se puso a leer. Me quedé en el vestíbulo y contemplé la enorme estancia y su alta cúpula. Todo poseía una cualidad grandiosa y augusta. Tenía el aspecto que uno esperaba. No ocurre lo mismo con otros sitios. Por ejemplo, Times Square o Piccadilly. Cuando vi por primera vez Stonehenge, todo era como debía y lo mismo podía decir del Museo Británico. Imaginé a Karl Mark allí, escribiendo el Manifiesto Comunista inclinado sobre una de las mesas en medio del silencio susurrante, bajo la enorme cúpula. A mediodía Katherine salió de la sala de lectura y almorzó en la pequeña cafetería de la planta baja, más allá de la sala del mausoleo. En cuanto se sentó, la abandoné y telefoneé al hotel.
– Sí, señor, hay un mensaje para usted -me informaron-. El señor Recójame lo espera junto al despacho de billetes de la Pan American en el aeropuerto de Heathrow -la voz de mi interlocutor no denotaba la más mínima sorpresa y, si el apellido le resultó extraño, no dijo palabra.
– Muchas gracias -respondí.
Había llegado el momento de dejar a Katherine e ir a buscar a Hawk. Cogí un taxi en la calle Great Russells y me dirigí al aeropuerto. Era fácil encontrar a Hawk si uno sabía lo que tenía que buscar. Lo vi repantigado en una silla, con los pies sobre una maleta y un sombrero de paja blanca con cinta color azul y ala ancha que le cubría el rostro. Llevaba terno azul marino con rayas finas de color gris claro, camisa blanca con broche bajo la corbata de seda, de nudo corredizo y color azul lavanda. En el bolsillo superior izquierdo de la chaqueta asomaban las puntas de un pañuelo del mismo color. Sus botas negras estaban relucientes. La maleta en que apoyaba los pies debía de haber costado quinientos pavos. Hawk tenía estilo.
– Disculpe, señor Recójame. He visto todas sus películas y me gustaría invitarlo a un trozo de sandía -dije.
Hawk no hizo el menor movimiento. Su voz surgió de debajo del sombrero:
– Puedes tutearme, amigo.
El asiento contiguo estaba vacío y me acomodé.
– Hawk, lamento que las cosas te vayan tan mal y tengas que ponerte estos harapos.
– Los compré la última vez que estuve aquí, en la calle Bond. Me los hicieron a medida.
Se quitó el sombrero y lo dejó sobre las piernas mientras me observaba. Hawk era totalmente calvo y su piel negra resplandecía bajo los tubos fluorescentes del aeropuerto. Todo, absolutamente todo, le quedaba bien. La piel de su rostro y de su cráneo era suave y tersa. Sus pómulos eran altos y resaltaban.
– ¿Vienes armado? -pregunté.
Hawk negó con la cabeza.
– No quería jaleos en la aduana. Ya sabes que no tengo permiso para portar armas.
– Es verdad. Te proporcionaré una. ¿Qué opinas de una Colt de tiro del calibre veintidós?
Hawk me miró.
– ¿Qué haces con esa chatarra? ¿Pretendes fanfarronear sobre lo bueno que eres?
– Nada de eso, se la quité a alguien.
Hawk se encogió de hombros.
– Será mejor que nada hasta que consiga algo más adecuado. ¿Qué estás tramando? -le conté que iba a la caza de una recompensa. Repitió-: Veintincinco mil por cabeza. De esa cifra, ¿cuánto me llevo yo?
– Nada, cobrarás a tanto alzado. Pagaré ciento cincuenta diarios más gastos y enviaré las facturas a Dixon.
– Vale -Hawk se encogió de hombros.
Le di quinientas libras.
– Regístrate en el Mayfair. Simula que no me conoces. Están intentando seguirme y si nos ven juntos también te conocerán a ti -le di el número de mi habitación-. Llámame después de registrarte y nos reuniremos.
– Oye, compinche, ¿cómo sabes que no te siguieron hasta aquí y nos vieron juntos?
Lo miré con cara de pocos amigos y pregunté:
– ¿Me estás tomando el pelo?
– Está bien, chico, eres la humildad personificada.
– Nadie me siguió. Esta gente es peligrosa, pero son aficionados.
– Y tú y yo no lo somos -aseguró Hawk-. Claro que no lo somos.
Una hora más tarde estaba en mi habitación del Mayfair aguardando la llamada de Hawk. Cuando telefoneó, cogí una de las pistolas de tiro 22 que le había quitado a los asesinos y fui a verlo. Estaba hospedado cuatro pisos por debajo del mío, pero subí y bajé y entré y salí del ascensor varias veces para cerciorarme de que nadie me seguía.
Hawk estaba en paños menores, colgando su ropa con sumo cuidado y bebiendo champán de una alta copa en forma de tulipa. Sus calzoncillos eran de seda color azul lavanda. Saqué la 22 de la pretina del pantalón y la dejé sobre la mesa.
– Veo que ya has averiguado el número del servicio de habitaciones -comenté.
– Por supuesto. Hay algunas cervezas en el lavabo.
Hawk volvió a acomodar un pantalón color gris perla en la percha para que la raya de cada pernera quedara exactamente en su sitio. Me dirigí al cuarto de baño. Hawk había llenado de hielo el lavabo y puesto a enfriar seis botellas de cerveza Amstel y otra botella de champán Taittinger. Abrí una cerveza con el destapador que había junto a la puerta del cuarto de baño y regresé al dormitorio. Hawk había quitado el cargador de la 22 que le había llevado y estaba comprobando su funcionamiento. También meneaba la cabeza.
– ¿Los malos de por aquí usan estos juguetes?
– No siempre -respondí-. Es lo único que pudieron conseguir.
Hawk se encogió de hombros y colocó el cargador en la culata.
– Es mejor que pedir ayuda a gritos -comentó. Bebí unos tragos de Amstel. Ya nadie la importaba a los Estados Unidos. ¡Qué idiotas! Hawk añadió-: Chico, tal vez mientras cuelgo los harapos tengas ganas de hablar sobre los motivos por los que estoy aquí.
Le solté todo el rollo, desde el momento en que había conocido a Hugh Dixon en la terraza de su casa de Weston hasta esa mañana, en que había dejado a Katherine arreglando bikinis franceses y meditando apasionadamente sobre las enseñanzas de Savonarola.
– ¡Qué desastre! -exclamó Hawk-. Bikinis franceses. ¿Qué aspecto tiene la chica?
– Hawk, Katherine cumple con tus requisitos, pero estamos aquí para seguirla, no para llevarla a la cama.
– Hacer una cosa no necesariamente excluye la otra.
– La amenazaremos con ello cuando necesitemos información -propuse.
Hawk siguió bebiendo champán.
– ¿Tienes hambre?
Asentí. En realidad, no podía recordar cuál había sido el último momento en que me había sentido satisfecho.
– Les pediré que suban algo. ¿Qué opinas de un coctel de gambas? -Hawk ni siquiera se molestó en leer el menú del servicio de habitaciones, que habían dejado sobre el tocador.
Volví a asentir. Hawk hizo el pedido. La primera botella de champán estaba vacía y descorchó la segunda. No se notaba que hubiera probado el alcohol. De hecho, desde que conocía a Hawk nunca había visto que algo se le notara. Reía fácilmente y jamás perdía el equilibrio, pero todo lo que ocurría en su interior allí se quedaba. Tal vez en su interior nada ocurría. Hawk era tan impasible y duro como una talla de obsidiana. Tal vez era eso lo que ocurría en su interior. Hawk bebió más champán.