Bebí cerveza mientras Hawk se acercaba al armario y sacaba algo parecido a un cruce entre funda de hombro y mochila. Pasó los brazos a través de las tiras y se alejó del armario.
– ¿Qué te parece? -el aparejo era una funda para una escopeta de cañones recortados. Las tiras rodeaban cada hombro y el arma colgaba, con la culata hacia abajo, a lo largo de su columna vertebral-. Mira esto -se puso la chaqueta sobre la piel. La prenda cubría completamente el arma. A menos que supieras de qué iba, ni siquieras notabas el bulto. Hawk estiró la mano derecha hacia atrás, por debajo del faldón de la chaqueta, hizo un breve movimiento giratorio y desenfundó el arma-. ¿Te diste cuenta?
– Déjame ver -pedí. Hawk puso la escopeta en mis manos. Era una Ithaca de dos cañones, del calibre doce. Había reducido la culata y los dos cañones estaban recortados. El arma entera no medía más de cuarenta y cinco centímetros-. Hace mucho más daño que una pistola de tiro -comenté.
– Y no crea problemas. Basta con comprar una escopeta y arreglarla. Si tenemos que trasladarnos a otro país arrojaré ésta a la basura y compraré una nueva al llegar. No tardaré más de una hora en adaptarla.
– ¿Tienes una sierra para metales?
Hawk asintió.
– Y un par de abrazaderas. Es lo único que necesito.
– No está mal -opiné-. ¿Qué piensas hacer luego, adaptar un misil Atlas y andar con él metido en el calcetín?
– No crea problemas con relación a la potencia de fuego -respondió Hawk.
El día siguiente madrugué, salí y revolví el apartamento de Kathie mientras estaba en la lavandería. Fui ordenado, pero lo bastante chapucero para que se enterara de que había recibido una visita. No buscaba algo en particular, sólo quería que supiera que alguien había estado en su madriguera. No tardé más de cinco minutos. Cuando la chica regresó, yo estaba apoyado en el umbral del edificio de apartamentos contiguo, con los ojos cubiertos por gafas de sol. Cuando ella pasó, me volví para que no me viera la cara. Quería que me reconociera, pero no estaba dispuesto a exagerar.
Mientras fui miembro del departamento de policía, conocí a un tío llamado Shelley Walden al que podían pescar siguiendo a alguien en medio de un concierto de rock. Nunca descubrí por qué era tan patoso. Era menudo, de aspecto inofensivo y nada desmañado, pero incapaz de no llamar la atención. Intenté montar ese acecho como lo habría hecho Shelley.
Si al pasar me reconoció, no lo demostró. Sabía que Hawk estaba detrás de la chica, pero no lo vi. En cuanto Katherine entró en el edificio, crucé la calle con indiferencia, me apoyé en una farola, saqué el periódico y me puse a leer. Ése habría sido el estilo de Shelley. Como en las viejas películas de Bogart, en las que descorre la cortina y junto a la farola hay un tío leyendo el periódico. Supuse que Katherine se daría cuenta de que alguien había registrado su piso y se pondría nerviosa. Así ocurrió.
Aproximadamente dos minutos después de que entrara, la vi asomarse por la ventana. Yo espiaba subrepticiamente, y durante un instante nuestras miradas se cruzaron. Volví a leer el periódico. Katherine sabía que yo estaba ahí. Tenía que reconocerme. El día era soleado y no me había puesto el sombrero irlandés de caminante. No era posible que me confundiera con Rex Harrison.
Tenía motivos para ponerse nerviosa si la reconocían. En el dormitorio guardaba pasaportes falsos y armas robadas. Eso bastaría para encarcelarla. Pero yo quería atrapar a todos. Katherine era la cuerda y ellos el globo. Si la cortaba, me quedaba sin globo. Katherine era mi único asidero.
Tendría que haberse quedado cruzada de brazos, pero no lo sabía. Volvería a llamar a los tiradores o huiría. Permaneció en su apartamento y me observó mientras la vigilaba durante casi cuatro horas. Después puso pies en polvorosa. Hawk había dado en el clavo. Los tiradores habían decidido tener cuidado conmigo. Aunque quizá yo los había borrado del mapa. Quizá había limpiado a todos los tiradores de la organización, salvo el tío que logró escapar. Al fin y al cabo no estaba haciendo frente al KGB. Probablemente los recursos de Libertad eran limitados.
Katherine abandonó su apartamento alrededor de las dos de la tarde. Vestía una chaqueta de safari de color marrón, pantalón conjuntado y acarreaba un bolso de bandolera de grandes dimensiones, el mismo que había paseado por el zoo. Tuvo el buen cuidado de ignorarme mientras pasaba delante de mí por la calle Cleveland y subía por Goodge rumbo a Bloomsbury. La persecución fue una especie de gran rodeo que duró media hora, en el que Kathie escapaba y se metía por las calles laterales de Bloomsbury conmigo pisándole los talones y con Hawk detrás de mí. A cada giro recordaba la clara imagen de Shelley Walden. Cada vez que dudaba, me preguntaba: «¿Qué habría hecho Shelley?» Dondequiera que fuera, Katherine me veía a sus espaldas. Sólo una vez divisé a Hawk. Vestía Levis y una chaqueta deportiva de pana, sorprendentemente inofensiva, mientras avanzaba por la acera de enfrente en dirección contraria.
Dejé que Kathie me perdiese de vista en la estación de metro de Russell Square. La chica siguió y siguió avanzando. En el último momento bajó y la dejé partir. Cuando el metro arrancó, Kathie salía de la estación y tras ella iba Hawk, con las manos en los bolsillos del pantalón y el imperceptible bulto de la escopeta a lo largo de la columna vertebral. Hawk sonrió cuando los vagones se internaron en el túnel.
Capítulo 14
Regresé para vigilar el apartamento de Kathie, pero nunca regresó. ¡Bien hecho! Probablemente se había dirigido a otro sitio. En esa encrucijada, cualquier quiebra de la rutina era mejor que la inmovilidad total. Esa noche, después de cenar, terminé de leer La regeneración a través de la violencia y estaba hojeando el International Herald Tribune cuando telefoneó Hawk.
– ¿Dónde estás? -pregunté.
– En Copenhague, chico, la París del norte.
– ¿Dónde está ella?
– También está aquí. Se hospeda en un apartamento de la ciudad. ¿Vendrás?
– Sí, llegaré mañana. ¿Hay alguien con ella?
– De momento, no. Cogió el avión, se dirigió a un apartamento y se encerró. No ha salido.
– Los revolucionarios llevan una vida trepidante, ¿no te parece?
– Chico, como tú y yo, son aventureros internacionales. Estoy en el Sheraton de Copenhague viendo la tele danesa. ¿Y tú qué haces?
– Estaba hojeando el Herald Tribune cuando llamaste. Es muy interesante, una experiencia realmente enriquecedora.
– Sí, estoy totalmente de acuerdo -replicó Hawk.
– Nos veremos mañana -añadí.
– Habitación cinco-dos-tres -informó Hawk-. Ocúpate de que envíen todas mis cosas a Henry. No me gustaría que un británico cualquiera se ponga mis harapos.
– Vaya, Hawk, eres un cabrón sentimental -comenté.
– Chico, esto te gustará -afirmó Hawk.
– ¿Por qué lo dices?
– Todas las fulanas son rubias y venden cerveza en la máquina expendedora de Coca-Cola.
– Tal vez viaje esta misma noche.
No lo hice. Dormí una noche más en Gran Bretaña. Por la mañana organicé el envío de las cosas de Hawk a los Estados Unidos. Hablé con Flanders y le hice saber a dónde me dirigía. Guardé mi revólver como en el viaje anterior, en medio del equipaje, y cogí el avión a Dinamarca. Si tienes un arma puedes viajar. ¿Cumplió el paladín su venganza? Probablemente.
El aeropuerto de Copenhague era moderno, acristalado y había un montón de cintas transportadoras para que los pasajeros se desplazaran. En el aeropuerto cogí un autobús hasta la terminal de la SAS en el Hotel Royal. Durante el trayecto vi el Sheraton. Se alzaba a corta distancia de la terminal. Caminé cargado con el bolso de mano, la maleta y la funda del traje, animado como siempre me sentía en un sitio en el que no había estado antes.