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El Sheraton se parecía a los hoteles de la cadena que había visto en Nueva York, Boston o Chicago. Quizás era de construcción más reciente que el de Nueva York y el de Chicago, más semejante al de Boston. Parecía tan danés como una chica Bond. Me registré. El recepcionista hablaba inglés sin el menor acento extranjero. Muy embarazoso. Yo ni siquiera sabía decir Søren Kierkegaard. ¡Al diablo con él! ¿Cuántas flexiones es capaz de hacer con un solo brazo?

Deshice las maletas y llamé a la habitación 523. Nadie respondió. El acondicionador de aire ronroneaba bajo la ventana pero no refrescaba la habitación. La temperatura rondaba los treinta y cinco grados y medio. Abrí las ventanas y me asomé. Enfrente había un extenso parque con lago incluido. El parque abarcaba varias manzanas hacia la derecha. Divisé un nuevo hotel al otro lado del parque. La ayuda de la ventana abierta fue básicamente psicológica, pero ya no me sentía tan aplatanado por el calor. Volví a montar el revólver, lo cargué, lo guardé en la funda y la colgué del respaldo de una silla. Tenía la camisa empapada y me la quité. El resto de mi persona también estaba empapado en sudor. Me desnudé, llevé revólver y funda al cuarto de baño, los colgué del pomo de la puerta y me duché. Me sequé con la toalla, me puse ropa limpia y volví a asomarme por la ventana un rato más.

A las dos de la tarde alguien llamó a la puerta. Desenfundé el revólver, me puse a un lado y pregunté:

– ¿Quién es?

– Soy Hawk.

Abrí la puerta y Hawk entró. Vestía unas Nike blancas con una franja roja, pantalón de dril blanco y una chaqueta de safad blanco sucio, de manga corta. Sostenía dos botellas abiertas de cerveza Carlsberg.

– Recién salidas de la máquina -dijo y me entregó una.

Casi la acabé de un trago.

– Yo creía que Escandinavia era fría y septentrional -comenté.

– Están sufriendo una ola de calor -explicó Hawk-. Insisten en que nunca habían vivido algo semejante. Por eso los acondicionadores de aire de nada sirven. En realidad, nunca los usan.

Terminé la cerveza.

– ¿Has dicho que están en la máquina de Coca-Cola?

– Sí, chico, en esta misma planta, pasado el ascensor. ¿Tienes coronas?

Asentí.

– Cambié algo de dinero en la recepción, cuando me registré.

– Vamos, consigamos un par de botellas más. Nos ayudarán a soportar el calor.

Salimos, conseguimos otras dos cervezas y regresamos a la habitación.

– Dime, Hawk, ¿dónde está la chica? -pregunté. La cerveza me refrescó la garganta.

– Aproximadamente a una manzana de distancia -respondió Hawk-. Si te asomas lo bastante por la ventana, probablemente verás su vivienda.

– ¿Por qué no estás plantado en su puerta, vigilando cada uno de sus movimientos?

– Katherine entró alrededor de las once y desde entonces nada ha ocurrido. Quería saber si habías llegado.

– ¿Alguna novedad desde nuestra última comunicación?

– No. La chica nada ha hecho en absoluto. Sin embargo, también la vigila alguien más.

– Aja, aja -murmuré.

– ¿Qué has dicho?

– He dicho aja, aja.

– Eso me pareció. Vosotros los blancos habláis muy raro.

– ¿Te han reconocido? -inquirí.

– Por supuesto que no. ¿Acaso te reconocerían a ti?

– No, retiro la pregunta.

– Me alegro.

– ¿Qué puedes decirme de la persona que la vigila?

– Es un sujeto oscuro, pero no es mi hermano. Tal vez sirio o algo parecido, parece árabe.

– ¿Duro?

– Ya lo creo. Tiene un aspecto de cuidado. Creo que va armado. Lo vi encogerse de hombros como si las tiras de la funda le molestaran.

– ¿Muy corpulento?

– Bastante alto, más alto que yo. No demasiado pesado y algo cargado de espaldas. Gran nariz picuda. Entre treinta y treinta y cinco años, pelo cortado al rape.

Había sacado las descripciones y los retratos robot.

– Sí -afirmé-, es él.

– ¿Por qué vigila a la chica? -quiso saber Hawk.

– No creo que la vigile, probablemente me está buscando -respondí.

– Por supuesto -añadió Hawk-. Ése es el motivo por el que ella no se mueve mucho. Desde que llegamos dio un par de caminatas y regresó a su casa. El narizotas la siguió en todo momento, pero relajadamente, quedándose rezagado. Te está buscando a ti y quería comprobar si la seguías.

Asentí con la cabeza.

– Bien, Katherine tiene algunos apoyos aquí. Les seguiremos el juego. La vigilaré, dejaré que Narizotas me vigile y tú podrás vigilarlo. Después veremos qué pasa.

– Es posible que Narizotas te haga picadillo en cuanto te vea.

– Tú no lo permitirás.

– Sin duda.

La cerveza se había terminado. Miré con pesar la botella vacía.

– Pongamos manos a la obra -propuse-. Cuando antes atrapemos a todo el grupo, antes volveré a casa.

– ¿No te gustan los extranjeros?

– Echo de menos a Susan.

– ¡Te comprendo, chico, Susan tiene uno de los mejores traseros…! -alcé la vista. Hawk se apresuró a añadir-: Olvídalo, chico, me he pasado. No sueles hablar con tanta ligereza de Susan. Tampoco es mi estilo. Me he pasado.

Asentí con la cabeza.

Capítulo 15

Salí del Sheraton y giré a la izquierda por Vester Sogade. La mayoría de los edificios eran pequeños bloques de apartamentos relativamente nuevos, de clase media para arriba. Ella vivía en el número 36. Edificio de ladrillo, con una pequeña entrada descubierta. Antes de llegar crucé la calle y remoloneé sin llamar la atención junto a algunos arbustos del parque. Noté que mucha gente debía de pasear el perro por la estrecha senda que bordeaba el lago. Un Simca de color azul claro pasó a mi lado con un hombre al volante. Me quedé donde estaba. No vi a Hawk. Pocos minutos después, el Simca regresó. Era un modelo pequeño, cuadrado y cerrado. Pasó junto a mí en dirección contraria y aparcó media manzana más arriba, cerca del hotel. No me moví. El coche continuó allí.

Unos diez minutos después, una camioneta Saab negra paró frente al apartamento de Kathie. Se apearon tres hombres, dos que caminaron hacia mí y un tercero que entró en el edificio de Kathie. Miré hacia el Simca. Vi que se apeaba un hombre alto, moreno, cargado de hombros, de gran nariz y pelo gris cortado al rape. A mis espaldas se extendía el lago. Podía decirse que uno de nosotros estaba arrinconado. Los dos hombres de la Saab se desplegaron ligeramente al avanzar, de modo que, aunque hubiera querido, yo no habría podido correr en línea recta, quebrar la defensa y largarme. Tampoco quería hacerlo. Permanecí quieto con una distancia de treinta centímetros entre un pie y otro y las manos flojamente cruzadas delante del cuerpo, apenas debajo de la hebilla del cinturón. Los tres hombres llegaron a mi lado y trazaron un pequeño círculo alrededor de mí. El muchacho alto de la narizota se situó a mis espaldas.

Los dos hombres que se habían apeado de la camioneta parecían hermanos. Eran jóvenes y de mejillas rojizas. Uno de ellos tenía una cicatriz que salía de la comisura de los labios y le atravesaba media mejilla. El otro tenía ojos muy pequeños y cejas muy claras. Ambos lucían llamativas camisas deportivas que usaban sueltas. Adiviné la razón. El de la cicatriz sacó una automática 38 de la pretina del pantalón y me apuntó. Dijo algo en alemán.

– Hablo en inglés -aclaré.

– Pon las manos encima de la cabeza -ordenó.

– ¡Caray! -exclamé-. Apenas tienes acento -el tío me hizo señas con el cañón de la 38. Apoyé ligeramente las manos sobre mi cabeza-. Me parece una soberana tontería. Si por aquí pasara un poli, podría ver que estoy con las manos sobre la cabeza y podría detenerse a preguntar por qué, ¿nein?

– Deja caer los brazos a los lados del cuerpo -bajé los brazos.

– ¿Cuál de vosotros es Hans? -el que me apuntaba no me hizo el menor caso. Le dijo algo en alemán al narizotas que estaba a mis espaldas-. Apuesto a que tú eres Hans -le dije a Cara Marcada-. Y tú eres Fritz -Narizotas me palpó, encontró mi revólver y me lo quitó. Se lo guardó en el cinturón, debajo de la camisa-. El que tengo detrás es el Capitán.