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– Fue mejor que decir alto o disparo, ¿no crees?

– ¿Qué hiciste? -quise saber-. ¿Seguiste a Narizotas?

– Algo por el estilo. Lo vi cuando salió a echar un vistazo y supuse que quería comprobar que no se trataba de un montaje. Me colé en el pasillo y me escondí entre las sombras, bajo el pozo de la escalera. Ya sabes que en la oscuridad es muy difícil vernos.

– A menos que sonrías -apunté.

– Sobre todo si mantenemos los ojos cerrados -estábamos desayunando en el hoteclass="underline" pasteles, carnes frías, queso y mantequilla, al estilo buffet-. De todas maneras, regresó sigilosamente y cuando abrió la puerta me presenté a sus espaldas -Hawk bebió un trago de café. Preguntó-: ¿Quién es el que perdimos en compañía de Kathie?

– Se llama Paul y es menudo pero muy duro. Es un hombre mucho más pesado de los que hemos tratado hasta ahora. Creo que es un auténtico revolucionario que defiende una ideología de no sé qué signo.

– ¿Palestino?

– Lo dudo -respondí-. Diría que es de derechas. Quiere salvar a África de los comunistas y de los negros.

– ¿Sudafricano o rhodesiano?

– Creo que no. Es posible que ahora se dedique a eso, pero habló en un idioma que me pareció castellano, tal vez portugués.

– Angola -dijo Hawk.

Me encogí de hombros.

– Sinceramente, no lo sé. Sólo dijo que era anticomunista y problanco. Probablemente no contribuíste a que cambiara de actitud.

Hawk sonrió.

– Le espera un trabajo denodado. Por lo que sé, África está llena de negros. Tendrá que hacer infinidad de colectas.

– Ya lo creo. Tal vez esté chalado, pero no es un blandengue y puede crear problemas.

El rostro de Hawk estaba encendido y tenso. Volvió a sonreír y dijo:

– Nosotros también, chico.

– Es verdad -reconocí.

– ¿Cuál es nuestro programa para el día de hoy? -se interesó Hawk.

– No lo sé, tengo que pensar.

– De acuerdo. Mientras piensas, propongo que caminemos hasta el Tívoli y demos un paseo. Toda mi vida he oído hablar del Tívoli y me gustaría verlo.

– A mí también.

Pagué la cuenta y nos fuimos.

El Tívoli resultó agradable. Había muchos espacios verdes y una cantidad moderada de plástico. Almorzamos en la terraza de uno de los restaurantes. No era mucho lo que los adultos podían hacer salvo vigilar a los niños y, a menudo, a las mamas de los niños mientras iban de aquí para allá por los alegres senderos, en medio de los interesantes edificios. Estar en el Tívoli era divertido y lo que lo convertía en un placer era una cuestión de presencia, de espacio adjudicado al placer y minuciosamente preparado. El almuerzo fue vulgar.

– No es Coney Island -opinó Hawk.

– Tampoco es Four Seasons -repliqué.

Intentaba masticar un trozo de ternera dura como suela de zapato que me puso de mal humor.

– ¿Ya has pensado lo suficiente? -preguntó Hawk. Asentí sin dejar de masticar la ternera-. Tendríamos que haber pedido pescado.

– Detesto el pescado -aseguré-. Como dicen los daneses, estamos en un fiordo con una barca sin remos. Como es obvio, Kathie no regresará al apartamento. Hemos perdido a la chica y a Paul -saqué mi libreta del bolsillo-. Tengo una dirección de Amsterdam y otra de Montreal que copié de los pasaportes de Kathie. También tengo unas señas de Amsterdam que saqué del remitente de una carta que ella recibió y conservó. Son las mismas señas del pasaporte.

– Parece que nos vamos a Amsterdam -dijo Hawk. Bebió champán y vio pasar a una joven rubia de pantalones cortos muy ceñidos y blusa con la espalda descubierta-. Es una pena, Copenhague parece una ciudad interesante.

– Amsterdam es mejor -aseguré-. Te encantará -Hawk se encogió de hombros. Saqué unas cuantas libras esterlinas y se las di-. Será mejor que te compres algo de ropa. Mientras te ocupas de ello, organizaré nuestro viaje a Amsterdam. Probablemente en la estación de ferrocarril te cambien las libras por coronas. Queda enfrente.

– Chico, las cambiaré en el hotel. Será mejor que deje la escopeta en casa mientras me pruebo ropa. Ayer se cargaron a tres con una escopeta. Preferiría no tener que explicar a la policía danesa lo que estamos haciendo.

Hawk se marchó. Pagué la cuenta y me dirigí a la salida principal del parque del Tívoli. Enfrente se alzaba el enorme edificio de ladrillo rojo de la estación de ferrocarril de Copenhague. Crucé la calle y entré. Nada tenía que hacer allí, pero representaba todo lo que debería ser una estación de ferrocarril europea y quería deambular por ella. Era de altos techos, misteriosa, con una inmensa sala de espera central con arcadas, llena de restaurantes, tiendas, consignas, chicos con mochilas y una Babel de lenguas extranjeras. De los diversos andenes salían trenes para París y Roma, Munich y Belgrado. La estación estaba rebosante de entusiasmo, de idas y venidas. Me encantó. Di vueltas durante casi una hora, asimilando todo lo que veía. Pensé en la Europa del siglo xix, cuando estaba en su apogeo. La estación se veía exultante de vida.

«Ah, Suze -pensé-, tendrías que haber estado aquí, tendrías que haber visto todo esto.» Regresé al hotel y pedí al recepcionista que nos reservara plaza en el vuelo matinal para Amsterdam.

Capítulo 17

A las diez menos veinticinco de la mañana, el 727 de la KLM sobrevoló Holanda. Ya había visitado este país y me había gustado. Mientras contemplaba la tierra verde y llana, surcada de canales, tuve una sensación de amable familiaridad a pesar del espantoso café que nos había servido una azafata de axilas tremendamente peludas.

– No me preocupan los pelos de las axilas -murmuró Hawk.

– Ni a mí.

– ¿Sabes qué me recuerdan?

– Sí.

Hawk rió y dijo:

– Chico, lo sospechaba. ¿Crees que la vieja Kathie estará en Amsterdam?

– Ni idea, pero no se me ocurrió algo mejor. Me parece un lugar más probable que Montreal. Cae más cerca y obtuve la misma dirección de dos fuentes distintas. Aunque pudo haberse quedado en Dinamarca o viajado a Pakistán. Lo único que podemos hacer es buscarla.

– Tú mandas. Si me sigues pagando, sigo buscando. ¿Dónde nos alojaremos?

– En el Marriott, que está muy cerca del Rijksmuseum. Si nos sobra tiempo, te llevaré al museo y te mostraré los Rembrandt.

– ¡Fabuloso! -exclamó Hawk.

Se encendió la señal de abrocharse los cinturones, el avión siguió descendiendo y diez minutos más tarde pisábamos tierra firme. El aeropuerto Schiphol era brillante, acristalado y nuevo, como el de Copenhague. Tomamos un autobús hasta la estación de ferrocarril de Amsterdam, que no estaba mal pero no le llegaba a la suela de los zapatos a la de Copenhague, y de allí un taxi al Hotel Marriott.

El Marriott formaba parte de una cadena estadounidense y era un establecimiento grande, nuevo, moderno, con los colores combinados y el mismo encanto continental de una gasolinera.

Hawk y yo compartimos una habitación del octavo piso. No tenía sentido ocultar nuestras relaciones. Si topábamos con Kathie o con Paul, ellos ya lo conocían y estarían mirando por encima del hombro para ver si lo veían de nuevo.

Después de desempacar, salimos a caminar en busca de las señas del pasaporte de Kathie.

Casi toda Amsterdam se construyó en el siglo xvii y las casas que bordeaban los canales parecían un cuadro de Vermeer. Las calles que separaban las viviendas de los canales estaban empedradas y llenas de árboles. Seguimos la Leidsestraat hacia la plaza del Embalse, atravesando los canales concéntricos: Prinsengracht, Keisersgracht, Heerengracht. El agua era de un verde sucio, pero a nadie parecía importarle. Los pocos coches que circulaban eran pequeños y no molestaban. También vimos bicicletas y muchísimos viandantes. Diversas embarcaciones -con frecuencia barcos de recreo con techos de cristal- recorrían los canales. Buena parte de los viandantes eran jóvenes de pelo largo, tejanos y mochila que no ofrecían la menor pista sobre su nacionalidad y, menos aún, sobre su sexo. Cuando antaño se hablaba de esa manera, la gente solía decir que Amsterdam era la capital hippy de Europa.