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Hawk lo miraba todo. Caminaba sin hacer ruido, en apariencia ensimismado, como si escuchara alguna música interior. Noté que la gente le cedía el paso instintivamente, sin pensárselo dos veces.

Leidsestraat era la zona comercial. Las tiendas eran elegantes y la ropa muy de moda. Vimos cerámica de Delft y una buena cantidad de imitación de esa cerámica. También había queserías, librerías, restaurantes y un par de delicatessens de aspecto maravilloso, cuyos escaparates contenían jamones enteros, ocas asadas y cestas con uvas pasas. En la plaza, cerca de la Torre de la Casa de la Moneda, había un puesto de venta de arenques.

– ¡Pruébalos, Hawk, a ti te gusta el pescado -propuse.

– ¿Crudos?

– Por supuesto, la última vez que estuve aquí, la gente se volvía loca por este tipo de pescado.

– ¿Por qué no lo pruebas tú?

– Detesto el pescado.

Hawk compró un arenque crudo. La mujer del puesto cortó el pescado, lo roció con cebollas crudas y se lo entregó. Hawk dio un mordisco y sonrió.

– No está mal -aseguró-. No son tripas, pero tampoco está mal.

– Hawk, apuesto lo que quieras a que no sabes qué son las puñeteras tripas -afirmé.

– Jefe, sospecho que tienes razón. Me criaron a base de pasteles de maíz y zumos. Se lo conoce como alma del gueto.

Hawk terminó su arenque. Giramos a la izquierda, después del puesto de pescado, y bajamos por la Kalverstraat. Era una calle peatonal, sin coches, dedicada a las tiendas.

– Se parece a la plaza Harvard -comentó Hawk.

– Es verdad, la mayoría de las tiendas venden Levi, botas Frye y blusas con estampados campesinos. ¿Qué demonios hacías por la plaza Harvard?

– Viví una temporada con una señora de Harvard -respondió Hawk-. Era muy inteligente.

– ¿Una estudiante?

– Por favor, hombre, no me atraen las jovencitas. Era profesora y me dijo que yo poseía un poder primitivo que la calentaba. ¡Chúpate esa mandarina!

– ¿Cómo te llevabas con su perro guía?

– ¡Vete al cuerno! No era ciega. Me consideraba fascinante y me llamaba su buen salvaje. Hombre, incluso decía que Adán debió de parecerse a mí.

– Para ya, Hawk, si sigues un minuto más vomito.

– Ya lo sé. Fue espantoso. No duramos mucho. Era una mujer demasiado rarilla para mí. Pero sabía moverse en la cama. Tenía una pelvis poderosa, ya me entiendes, poderosa.

– Me doy cuenta. Creo que hemos llegado.

Estábamos delante de una librería con la entrada abierta a la calle. Había libros y publicaciones en estantes y mesas de la entrada y en las estanterías del interior. La mayoría de los textos estaban en inglés. De la pared colgaba un cartel que decía tres ardientes espectáculos sexuales por hora y una flecha que señalaba hacia la trastienda. En el fondo aparecía otro letrero igual y una flecha que señalaba hacia abajo.

– ¿Qué tipo de libros venden? -quiso saber Hawk.

Había de todo un poco, obras de Faulkner y Thomas Mann y libros en inglés, francés y holandés. Había obras de Shakespeare y Gore Vidal y una colección de revistas de sadomasoquismo en cuyas cubiertas aparecían mujeres desnudas tan cubiertas de cadenas, cuerdas, mordazas y trabas de cuero que resultaba difícil verlas. Allí podías comprar Hustler, Times, Paris Match, Punch y Gay Love. Era una de las características de Amsterdam que nunca logré superar. En los Estados Unidos podías encontrar una tienda especializada que vendía pornografía sadomasoquista confiscada en la zona de combate. En Amsterdam, la librería con el letrero que decía tres ardientes espectáculos sexuales por hora se encontraba entre una joyería y una panadería. También vendía las obras de Saúl Bellow y de Jorge Luis Borges.

– Si crees que Kathie vive aquí, podemos mirar en el estante de la letra K -propuso Hawk.

– Tal vez sea arriba -dije-. Las señas coinciden.

– Vale -aceptó Hawk-. Ahí hay una puerta.

Estaba a la derecha de la librería, casi oculta por el toldo.

– ¿Crees que ella está aquí?

– Sé como averiguarlo.

Hawk sonrió.

– Ya lo sé, montando guardia. ¿Quieres hacer el primer turno mientras compruebo que Kathie no está mezclada con las cintas de sexo ardiente?

– Hawk, jamás pensé que fueras un mirón, siempre te consideré un activista.

– Tal vez descubra uno o dos trucos nuevos. Nunca se es demasiado viejo para aprender. Nadie es perfecto.

– Tienes razón.

– Oye, chico, ¿vigilaremos las veinticuatro horas seguidas?

– No, sólo durante el día.

– Me alegro. Doce horas de guardia y doce libres no es lo peor del mundo.

– Esta vez será muy duro. Si Kathie está aquí nos reconocerá a los dos y se pondrá muy nerviosa.

– Además, si acampamos aquí afuera mucho rato, un poli holandés vendrá a preguntar qué estamos haciendo -añadió Hawk.

– Si es que sirven para algo.

– Claro.

– Circularemos -propuse-. Me quedaré media hora junto a la tienda de ropa, luego bajaremos hasta la que vende broodjes y tú subirás andando a la tienda de ropa. Cambiaremos de lugar aproximadamente cada media hora.

– De acuerdo, pero circulemos de manera irregular. Cada vez que cambiemos de lugar, decidiremos cuánto tiempo pasará hasta el siguiente cambio. Lo digo para romper el ritmo.

– Tienes razón, lo haremos así. A no ser que haya una salida trasera, Kathie tendrá que pasar por delante de nosotros.

– Chico, si te quedas un rato aquí, intentaré averiguar si hay alguna salida trasera. Recorreré la tienda, daré la vuelta a la manzana y veré qué descubro.

Asentí con la cabeza.

– Si aparece Kathie y tengo que seguirla, nos reuniremos en el hotel.

– Perfecto -dijo Hawk y entró en la librería.

Se perdió en la trastienda y bajó la escalera. Cinco minutos más tarde apareció escaleras arriba y salió de la librería, demudado de risa.

– ¿Has averiguado algo? -inquirí.

– Sí, por supuesto. He hecho grandes progresos, ya sé lo que tengo que hacer.

– Estos europeos son muy sofisticados.

Capítulo 18

Hawk no encontró una salida trasera. Pasamos el resto del día caminando arriba y abajo el corto tramo de la Kalverstraat, pegados a la pared de debajo de las ventanas del apartamento de Kathie, si es que lo eran, para que no nos viera, si es que se asomaba, si es que estaba arriba.

Esa temporada la tienda de ropa ofrecía un modelito de fajina color verde que parecía una especie de abrigo largo e informe, sujeto en la cintura por un cinturón. Ni siquiera le quedaba bien al maniquí del escaparate. La tienda de broodjes ofertaba un panecillo con rosbif coronado por un huevo frito. Evidentemente, broodje quería decir bocadillo. En el mostrador figuraba una lista de treinta y cinco tipos distintos de broodjes, pero la gran oferta era el de rosbif con huevo frito.

La calle estuvo muy concurrida toda la tarde. Había muchos turistas, grupos de japoneses y alemanes con sus cámaras fotográficas. También había una considerable cantidad de marineros holandeses. Al parecer, en Holanda fumaba más gente que en mi país. Y no había tantos hombres corpulentos. Sandalias y zuecos estaba a la última, sobre todo para los hombres, y de vez en cuando pasaba un poli de uniforme azul grisáceo con ribetes blancos. Nadie nos molestó.

A las ocho en punto le dije a Hawk:

– Será mejor que vayamos a comer antes de que estalle en lágrimas.

– Me solidarizo plenamente -respondió Hawk.

– Muy cerca hay un lugar llamado La Monjita. Comí en este restaurante la última vez que estuve en Amsterdam.