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– ¿Qué hacías aquí?

– Fue un viaje de placer, vine con una señora.

– ¿Con Suze?

– Sí.

La Monjita conservaba el peculiar estilo que recordaba: suelo de piedra pulida, paredes encaladas, techos de vigas bajas, ventanas con detalles de vidrios de colores, flores y, sobre todo, un excelente menú. De postre nos sirvieron un enorme cacharro de barro con grosellas, cerezas, fresas, frambuesas y zarzamoras remojadas en cassis. Todos hablaban inglés. Por lo que había notado, en Holanda todos hablaban inglés y con muy poco acento.

Regresamos al Marriott satisfechos de la cena, pero preocupados por lo que nos aguardaba al día siguiente. Tenía la sospecha de que nos esperaba una larga caminata sin rumbo fijo.

Ocurrió lo previsto. Pasamos el día Kalverstraat arriba y abajo. Miré los escaparates del recorrido hasta que aprendí de memoria los precios de todos los artículos. Comí cinco broodjes, tres por hambre y dos para matar el tedio. El elemento más destacado de la jornada fueron dos viajes a los urinarios públicos de Rokin, cerca de la Oficina de Turismo de Holanda.

Por la noche tomamos un rijsttafel indonesio en el restaurante Bali de la Leidsestraat. Ofrecían veinticinco platos distintos de carnes, verduras y arroz. Bebí cerveza Amstel con la cena. Hawk también. El champán no combinaba bien con el rijsttafel. Hawk bebió unos tragos de Amstel y me preguntó:

– Spenser, ¿cuánto tiempo seguiremos caminando delante de los ardientes espectáculos sexuales?

– No tengo la menor idea -respondí-. Sólo llevamos dos días.

– Hombre, tienes razón, pero ni siquiera sabemos si Kathie está ahí. Quiero decir que podemos estar caminando delante de la vivienda de una abuelita holandesa.

– Nadie ha entrado ni salido de esa vivienda en dos días. ¿No te parece extraño?

– Tal vez está deshabitada.

Comí unos bocados de ternera con salsa de cacahuetes.

– Vigilaremos un día más y después entraremos a ver qué pasa. ¿De acuerdo?

Hawk asintió.

– Entrar a ver qué pasa me gusta mucho más que remolonear por la calle y mirar a los cuatro vientos.

– Ya sabía que eras un activista.

– Lo soy -coincidió Hawk-. Y me gustaría actuar de prisa.

Regresamos al Marriott inmersos en la vida nocturna y la música de la Leidsestraat. El vestíbulo estaba casi vacío. Vimos adormilados en los sillones a dos chicos de un equipo de fútbol sudamericano. Un botones estaba apoyado en el mostrador y hablaba con el recepcionista. Hasta los ascensores llegaba la música del club nocturno del hotel. Subimos al octavo piso en silencio. Del pomo de la puerta de nuestra habitación colgaba el letrero de no molestar. Miré a Hawk, que meneó la cabeza negativamente. Por la mañana no habíamos puesto el letrero. Apoyé la oreja en la puerta. Oí crujir los muelles de la cama y a alguien que parecía respirar con dificultad. Indiqué a Hawk que se acercara a la puerta y también apoyó la oreja en el panel.

Nuestra habitación estaba cerca de un recodo e hice señas a Hawk para que nos dirigiéramos en esa dirección.

– Suena como un ardiente espectáculo sexual -comentó Hawk-. ¿Crees que alguien se está dando el lote en nuestra habitación?

– No delires.

– Tal vez una camarera ha visto que pasamos fuera todo el día, por lo que decidió colarse con su amigo y hacer el amor en paz mientras no estamos.

– Si eres capaz de pensar que alguien puede hacerlo, allá tú -respondí-. No me lo creo.

– Podemos esperar un rato en el pasillo y ver si salen. Si en nuestra habitación alguien está jugando con su amiguita, no pasará toda la noche.

– Desde que llegué a Europa no he hecho más que esperar en pasillos de hotel y en esquinas. Estoy hasta las narices.

– Entremos -propuso Hawk y sacó la escopeta de debajo de la chaqueta.

Cogí la llave y nos acercamos a la puerta de nuestra habitación. En el pasillo no había persona alguna.

Hawk se despatarró en el suelo, delante de la puerta. Introduje la llave en la cerradura. Hawk apuntó con la escopeta, con los codos apoyados en el suelo, y me hizo una señal. Giré la llave desde un costado de la puerta, fuera de la línea de fuego y la abrí de par en par. Ya había desenfundado el revólver.

– ¡Santo cielo! -exclamó Hawk y señaló con la cabeza.

Franqueé la puerta pegado a la pared. En el suelo había dos cadáveres y sobre la cama estaba Kathie. No estaba muerta, sino atada. De una patada abrí la puerta del cuarto de baño. Nadie había allí. Hawk me pisaba los talones. Cerró la puerta de la habitación con la zurda. Con la derecha mantenía la escopeta semierguida delante de su cuerpo. Salí del baño.

– Nada de nada -dije y enfundé el revólver.

Hawk se agachó junto a los dos hombres tendidos en el suelo y declaró:

– Están muertos.

Asentí con la cabeza. Kathie yacía sobre la cama, con las manos sujetas a la espalda y los pies atados. Tenía cubierta la boca con cinta adhesiva y la cuerda que rodeaba su cintura la sujetaba a la cama.

Hawk miró a la chica y dijo:

– Lo que oíamos no era gente haciendo el amor, sino a Kathie intentando liberarse de sus ataduras.

Kathie lanzó una ronca y ahogada expresión de malestar y se retorció contra las cuerdas.

– ¿Qué mató a los fiambres que hay en el suelo? -pregunté.

– Alguien les disparó detrás de la oreja izquierda una bala de calibre corto.

– ¿Del veintidós?

– Es posible. Ocurrió hace rato, pues están bastante fríos.

En el muslo derecho de Kathie había un sobre sujeto con el mismo tipo de cinta adhesiva que le tapaba la boca. Lo cogí.

– Quizá la hemos ganado en una rifa -comenté.

– Doble contra sencillo a que no es así -dijo Hawk. Aún esgrimía la escopeta, pero al desgaire, flojamente colgando a un lado del cuerpo.

Abrí el sobre y saqué una nota. Kathie se retorció en la cama y emitió más quejas ahogadas. Hawk leyó por encima de mi hombro.

La nota decía:

Tenemos mucho que hacer y te interpones en nuestro camino. Si tuviéramos tiempo, te liquidaríamos, pero evidentemente es difícil matarte, y lo mismo puede decirse del Schwartze. Por ende, te hemos entregado lo que buscas. Los muertos son los dos que aún te faltaba encontrar. Probablemente me arrepentiré de haber dejado con vida a la muchacha, pero soy más sentimental de lo que debería. Nos hemos cuidado mutuamente y me resulta imposible matarla.

No tenéis motivos para seguir molestándonos. Si a pesar de todo insistís, nos ocuparemos a fondo de vuestras muertes.

Paul

– ¡Qué hijo de puta! -dije.

– ¿Schwartze? -preguntó Hawk.

– Creo que significa luto en alemán.

– Sé perfectamente qué significa -puntualizó Hawk-. ¿Estos dos se parecen a los de tus retratos?

– Lo comprobaremos -saqué los retratos robot del cajón superior del tocador. Con el pie, Hawk puso boca arriba a los dos cadáveres. Miré los retratos y los rostros de aspecto falsamente muerto que me contemplaban-. Yo diría que sí -entregué los dibujos a Hawk.

Asintió con la cabeza y dijo:

– Parecen los mismos.

Señalé a Kathie con el mentón.

– Ella hace el número nueve.

– ¿Qué piensas hacer?

– Podríamos desatarla.

– ¿Crees que estamos a salvo?

– Somos dos -declaré.

– Es muy peligrosa y está furiosa -opinó Hawk.

Tenía razón. Kathie tenía los ojos desmesuradamente abiertos y echaba chispas. Desde que entramos en la habitación, no había dejado de retorcerse, intentando liberarse. Nos gruñó furiosa.

– En realidad, será mejor que la registremos. Podría tratarse de una trampa muy refinada. La desatamos y entonces se abalanza sobre nosotros y nos vuela la tapa de los sesos.