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Hawk soltó una carcajada.

– Pareces una mamá desconfiada -dejó la escopeta en la mesilla de noche-. De todos modos, la registraré.

Me asomé por la ventana y miré la calle, ocho pisos más abajo. Todo estaba en calma. Enfrente, a la luz de las farolas, fluía el canal. Pasó una embarcación de recreo que hacía un crucero a la luz de las velas. En los cruceros a la luz de las velas servían vino y queso. Si estuviera con Suze, podríamos navegar por la encantadora ciudad antigua, beber vino, comer queso y pasarlo de maravillas. Pero Suze no estaba aquí. Probablemente Hawk me acompañaría, aunque no creo que le interesara cogerme de la mano.

Miré a Hawk, que estaba palpando a Kathie concienzudamente en busca de un arma oculta. Mientras la registraba, Kathie comenzó a girar y a retorcerse y a través de la cinta adhesiva se oyó el sonido de una nube de langostas. Cuando llegó a los muslos, Kathie arqueó la espalda y, apretándose contra las cuerdas, echó la pelvis hacia delante. Estaba roja como un tomate y respiraba a bufido limpio.

Hawk me miró y dijo:

– No está armada.

Me agaché y, con sumo cuidado, le quité la cinta adhesiva de la boca. Kathie jadeó con la boca abierta y enrojecida a causa del roce de la cinta.

– ¿Serás capaz… -jadeó-, serás capaz de violarme? ¿O él…? -miró a Hawk.

La nube de langostas de su voz se había convertido en una especie de siseo. En la comisura izquierda de la boca burbujeaba un poco de saliva. Su cuerpo seguía arqueado contra las cuerdas.

– No estoy seguro de que se tratase de violación -respondí.

– Si decidís poseerme, volved a amordazarme. ¿Me poseeréis mientras estoy indefensa, sin voz, atada y retorciéndome en la cama? -tenía la boca abierta y paseaba frenéticamente la lengua por el labio inferior-. No puedo moverme -jadeó-. Estoy atada y desvalida. ¿Rasgaréis mi ropa, me usaréis, me degradaréis y me volveréis loca?

– No -replicó Hawk.

– Quizá más tarde -dije.

Hawk sacó una navaja del bolsillo derecho y la liberó. Tuvo que dar la vuelta para cortar las cuerdas que sujetaban las manos de Kathie y le aplicó una palmada en el trasero, ligera y amistosa, como las que se propinan los futbolistas. Kathie se incorporó bruscamente.

– Negro -dijo-. Negro, no vuelvas a tocarme.

Hawk me miró con el rostro encendido y preguntó:

– ¿Negro?

– Creo que significa luto en inglés.

– Sé perfectamente qué significa -replicó Hawk.

– ¿Qué ha pasado con el tomadme, destrozadme? -pregunté.

– Tan pronto como pueda os mataré -aseguró Kathie.

– Tendrás que esperar tu turno, encanto -dijo Hawk-. Será mejor que te pongas en la fila.

Estaba sentada en el borde de la cama. Su vestido de hilo blanco se había arrugado a causa del forcejeo contra las cuerdas.

– Quiero ir al lavabo -pidió.

– Tú misma -respondí-. Tómate todo el tiempo que quieras.

Caminó rígidamente, hasta el cuarto de baño y cerró la puerta. Oímos que echaba el pestillo y que abría el grifo del lavabo. Hawk se acercó a uno de los sillones de vinilo rojo, pasando primorosamente por encima de los dos cadáveres.

– ¿Qué haremos con el corpus delicti? -preguntó Hawk.

– Oh -murmuré-, ¿tú tampoco lo sabes?

Capítulo 19

Mientras Kathie permanecía en el cuarto de baño, Hawk y yo arrastramos los cadáveres y los acomodamos bajo las camas gemelas.

El grifo del lavabo seguía abierto, encubriendo cualquier otro sonido.

– ¿Qué estará haciendo? -preguntó Hawk.

– Supongo que nada. Probablemente intenta decidir qué hará cuando salga.

– Tal vez se está emperifollando por si quisiéramos violarla.

– ¡Vaya mentalidad! -exclamé-. Sospecho que está pensando en que lo bueno sería ser golpeada por Benito Mussolini con un ejemplar de Mein Kampf.

– O ser violada por nosotros -insistió Hawk.

– Sobre todo por ti, amigo. Ya sabes las voces que corren sobre los negros.

– Y deprisa -añadió Hawk-, muy rápida y rítmicamente.

– Eso he oído decir…

Cogí un bote de quitamanchas del estante superior del armario y rocié los restos de sangre de la alfombra.

– ¿Sirve para algo?

– En mis trajes da resultado -respondí-. Cuando se seca, lo quito con el cepillo.

– Chico, algún día serás una buena ama de casa. Y por si esto fuera poco, cocinas bien.

– Es verdad, pero siempre he soñado con tener mi propia carrera.

Kathie cerró el grifo y salió del cuarto de baño. Se había peinado y estirado el vestido tanto como pudo.

Yo estaba a gatas, frotando las manchas de sangre.

– Siéntate -le dije-. ¿Quieres comer o beber algo?

– Tengo hambre -reconoció.

– Hawk, pide algo al servicio de habitaciones.

– En este hotel ofrecen un especial de última hora -intervino Hawk-. Paté de la casa, queso, pan y vino. ¿Te apetece?

Kathie asintió con la cabeza.

– Parece muy interesante -le dije a Hawk-. ¿Por qué no comemos todos juntos?

– Ése es el problema de la comida indonesia -opinó Hawk-. Pasada una hora vuelves a tener hambre.

Kathie se sentó en una de las sillas de respaldo recto próximas a la ventana, con las manos sobre el regazo y las rodillas juntas. Bajó la cabeza para mirarse los pulgares cruzados. Hawk llamó por teléfono y encargó el especial de última hora. Quité el polvillo del quitamanchas y apliqué agua fría a lo que quedaba de las manchas de sangre.

Apareció el camarero del servicio de habitaciones con el especial de última hora, Hawk lo recibió en la puerta, y entró la mesa redonda con el paté, el queso, el pan francés y el vino tinto.

– Adelante, chica -animó Hawk a Kathie-. Acércate y comamos.

Kathie caminó hasta la mesa y se sentó sin decir palabra. Hawk le sirvió vino. Ella bebió un trago, pero le temblaba tanto la mano que derramó unas gotas sobre su barbilla. Se limpió con una servilleta. Hawk cortó un trozo de paté, partió un trozo de pan y me preguntó:

– ¿Qué haremos con Kathie?

– No lo sé -respondí. Bebí un poco de vino. Tenía un sabor exquisito que llenaba la boca. Tal vez la gente que no enfriaba el vino tinto sabía de qué iba la cosa.

– ¿Qué puedes decir de lo que estamos haciendo aquí? Quiero decir, ¿haremos caso de lo que decía la nota? ¿Hemos acabado el trabajo para el que te contrataron?

– No lo sé -repetí-. Este paté es insuperable.

– Es verdad -reconoció Hawk-. ¿Has probado los pequeños pistachos?

– Sí -repuse-. ¿Tú quieres volver a casa?

– ¿Yo? Hombre, no tengo casa a la que volver. Eres tú el que está en la luna con respecto a Susan y todo lo demás.

– Claro.

– Además, Paul me cae gordo -añadió Hawk.

– A mí también.

– No me gusta cómo pensaba matarnos, no me gusta lo que dijo que nos haría si lo seguíamos ni me gusta el modo en que abandonó a su amiga cuando le pisamos los talones.

– No, a mí tampoco me gusta. No me agradaría perderlo de vista.

– Además, me llamó Schwartze -el rostro de Hawk se abrió en una sonrisa brillante y carente de humor.

– Es un cerdo cabrón -declaré.

– Propongo que le digamos que no aceptamos el trato.

Kathie comía y bebía en silencio.

– Kathie, ¿sabes dónde está Paul?

La chica negó con la cabeza. Aparentemente, su furia se había agotado.

– Seguro que lo sabes -afirmó Hawk-. Seguramente tenéis un sitio en el que establecer contacto cuando hay problemas.

Kathie volvió a negar con la cabeza. Las lágrimas rodaban por sus mejillas.

Hawk bebió un sorbo de vino, dejó la copa y le dio una bofetada. La chica balanceó la cabeza de un lado a otro y pareció caer sobre sí misma, encogiéndose en la silla. Las lágrimas se convirtieron en sollozos y estremecieron su cuerpo. Se tapó las orejas con las manos, hundió el rostro entre los brazos y lloró. Hawk siguió bebiendo vino y la contempló casi sin interés.