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Capítulo 20

Hawk regresó en menos de una hora. Entró meneando la cabeza.

– ¿Se ha ido? -pregunté.

– Sí.

– ¿Alguna pista?

– ¿Alguna pista? -repitió Hawk.

– Ya me entiendes, por ejemplo, un horario de aviones que tenga subrayado el vuelo a Beirut, la confirmación de una reserva en el Hilton de París, unos folletos turísticos del distrito de Orange, en California. Un piano que suena en el apartamento de al lado. Pistas.

– Ni una sola pista.

– ¿Alguien los vio partir?

– Nanay.

– Por lo tanto, lo único que sabemos con certeza es que Paul no está en su apartamento del Prinsengracht ni en esta habitación.

– No estaba cuando miré. ¿Ella dijo algo?

– Todo lo que sabe.

– Chico, puede que tú te lo creas, pero yo no.

– Lo hemos intentado. ¿Quieres una copa de vino? Pedí otra botella mientras estabas fuera.

– Me vendrá bien.

Serví vino a Hawk y a Kathie.

– Muy bien, nena. Paul se ha ido y sólo contamos contigo. ¿Dónde puede estar?

– En cualquier parte -respondió Kathie. Su rostro estaba encendido. Había bebido mucho vino-. Puede ir a cualquier lugar del mundo.

– ¿Con pasaporte falso?

– Sí. Ignoro cuántos tiene, pero sé que son muchos.

Hawk se había quitado la chaqueta y colgado la funda de la escopeta de una silla. Estaba estirado con los pies cruzados sobre el tocador y la copa de vino tinto equilibrada sobre el pecho. Tenía los ojos casi cerrados.

– ¿Cuáles son los sitios a los que no iría?

– No entiendo.

– ¿Voy muy rápido para ti, querida? Observa atentamente mis labios. ¿Adonde no iría?

Kathie bebió vino. Miró a Hawk como se supone que los gorriones contemplan a las serpientes. Fue una mirada de temerosa fascinación.

– No sé.

– Ella no lo sabe -me dijo Hawk-. Chico, deberías saber con qué bueyes aras.

– ¿Qué diablos te propones, Hawk, ir eliminando los sitios a los que no acudirá hasta que sólo quede uno?

– ¿Se te ocurre algo mejor?

– No. Kathie, ¿cuáles son los lugares menos probables?

– No lo sé.

– Piensa un poco. ¿Iría a Rusia?

– Claro que no.

– ¿Y a la China Popular?

– No, no, a ningún país comunista.

Hawk hizo un gesto triunfal alzando las manos extendidas.

– Como ves, chico, de un plumazo queda excluido medio mundo.

– ¡Fantástico! -exclamé-. Parece un viejo numerito de Abbott y Costello.

– ¿Se te ocurre algún juego más divertido? -quiso saber Hawk.

– ¿Ya se han celebrado los olímpicos? -preguntó Kathie.

Hawk y yo la miramos.

– ¿Los Juegos Olímpicos?

– Sí.

– Se están celebrando en este momento.

– El año pasado Paul encargó entradas para los Juegos Olímpicos. ¿Dónde se celebran?

– En Montreal -respondimos Hawk y yo casi simultáneamente.

Kathie bebió más vino, soltó una risilla y añadió:

– En ese caso, probablemente fue a Montreal.

– ¿Por qué demonios no nos lo dijiste? -pregunté.

– No se me ocurrió. Nada sé de deportes. Ni siquiera estaba enterada de cuándo o dónde se celebraban. Sólo sé que Paul tenía entradas para los Juegos Olímpicos.

– Chico, cae bastante cerca de casa -comentó Hawk.

– En Montreal hay un restaurante llamado Bacco que te encantará -comenté.

– ¿Qué hacemos con Bragas de Fantasía? -preguntó Hawk.

– Te agradecería que no seas grosero.

El vestido de hilo blanco era muy sencillo, de escote cuadrado y recto. Kathie lucía una gruesa cadena de plata alrededor del cuello y zapatos blancos, de tacón alto, sin medias. Tenía las muñecas y los tobillos enrojecidos e hinchados a causa de las cuerdas. Su boca era roja y sus ojos estaban rojos y abotargados. Tenía el pelo enmarañado y enredado a causa del forcejeo.

– No sé -respondí a Hawk-. Ella es lo único que tenemos.

– Iré contigo -dijo Kathie en voz muy baja.

Era un tono muy distinto al que había empleado cuando declaró que nos mataría en cuanto pudiera. No quería decir que hubiera cambiado de idea, pero tampoco todo lo contrario. Llegué a la conclusión de que Hawk y yo podríamos evitar que nos matara.

– Cambia de camisa con suma rapidez -comentó Hawk.

– Se la han cambiado -opiné-. La llevaremos, puede ser útil.

– También podría timarnos cuando no estemos vigilantes.

– Uno de nosotros estará siempre de guardia -afirmé-. Kathie conoce a Zachary y nosotros no. Si está metido en esto, puede que se encuentre en Montreal. Quizás haya más gente. Ella es lo único que tenemos en relación con Paul. La conservaremos -Hawk se encogió de hombros y bebió más vino-. Por la mañana pagaremos la cuenta, nos largaremos y cogeremos el primer vuelo a Montreal.

– ¿Qué hay de los dos fiambres?

– Los tiraremos por la mañana.

– Espero que no empiecen a apestar.

– Tendremos que soportarlos hasta la mañana. De lo contrario, la policía tomaría por asalto el hotel y nunca saldríamos de aquí. ¿Qué hora es?

– Las tres y media.

– En Boston son las nueve y media. Demasiado tarde para llamar a Jason Carroll. Además, sólo tengo el número del despacho.

– ¿Quién es Jason Carroll?

– El abogado de Dixon. A su manera, está a cargo de este asunto. Me sentiré mejor cuando haya hablado con Dixon sobre nuestros planes.

– Creo que tu bolsillo también se sentirá mejor.

– No, este asunto correrá por mi cuenta, pero Dixon tiene derecho a saber lo que ocurre.

– Y yo tengo derecho a dormir. ¿Con quién se acuesta la chica?

– Echaré un colchón en el suelo y Kathie podrá dormir en el somier de muelles.

– Parece desilusionada. Creo que tenía otros planes.

– ¿Puedo darme un baño? -preguntó Kathie.

– Por supuesto -respondí.

Quité el colchón de la cama más cercana a la puerta y lo coloqué atravesado en el umbral. Kathie entró en el cuarto de baño y cerró la puerta. El pestillo encajó en su sitio. Podía oír cómo se llenaba de agua la bañera.

Hawk se quedó en calzoncillos y se metió en la cama. Escondió la escopeta bajo la sábana. Me acosté en el colchón con los pantalones puestos. Guardé el revólver bajo la almohada. Hacía bulto, pero no tanto como el que produciría en mi cuerpo si Kathie lo cogía durante la noche. Las luces estaban apagadas y sólo se filtraba una delgada raya luminosa bajo la puerta del cuarto de baño. Permanecí tendido en la oscuridad y empecé a percibir, de momento vagamente, un olor que ya conocía: el de cuerpos que llevan demasiado tiempo muertos. Habría sido mucho peor sin aire acondicionado y no mejoraría hasta la mañana siguiente.

Aunque estaba agotado, no me dormí hasta que Kathie salió del cuarto de baño, cruzó por encima de mí y se acostó en el somier de la cama más próxima.

Capítulo 21

Por la mañana, después de pagar la cuenta, Hawk robó una cesta de la lavandería de un armario de artículos de limpieza cuya cerradura me ocupé de reventar. Metimos ambos cadáveres en la cesta, los tapamos con ropa de cama sucia, introdujimos la cesta en un ascensor vacío y lo enviamos al último piso. Lo hicimos sin quitar ojo de encima a Kathie, que no dio la menor señal de querer largarse ni de matarnos. Parecía tener tantas ganas de quedarse con nosotros como nosotros de quedarnos con ella. O al menos, yo. Creo que, de haber estado solo, Hawk la habría arrojado a un canal.

Cogimos un autobús de la terminal de la KLM en Museumplein y alcanzamos el vuelo de la KLM de las nueve cincuenta y cinco, de Schiphol a Londres, que enlazaba con el vuelo de mediodía de Air Canadá a Montreal. A la una y cuarto, hora de Londres, estaba repantigado en el asiento del pasillo, con Kathie a mi lado y Hawk junto a la ventanilla, bebiendo una cerveza Labatt 50 y esperando a que me sirvieran la comida. Seis horas más tarde -a comienzos de la tarde según hora de Montreal-, aterrizamos en Canadá, cambiamos dinero, recogimos el equipaje y a las tres en punto hacíamos cola delante de la oficina de alojamientos olímpicos de la plaza Ville Marie, aguardando a que nos asignaran una vivienda. A las cuatro y cuarto llegamos junto al encargado y a las seis menos cuarto estábamos saliendo del bulevar St. Laurent en un Ford de alquiler, rumbo a unas señas próximas al bulevar Henri Bourassa. Me sentía como si hubiera librado quince asaltos con Diño, el rinoceronte boxeador. Hasta Hawk parecía cansado y daba la sensación de que Kathie dormía en el asiento trasero del coche.