Las señas correspondían a la mitad de un dúplex de una calle lateral, situado a una manzana del bulevar Henri Bourassa. El apellido de los propietarios era Boucher. El marido hablaba inglés y la esposa y la hija sólo francés. Pasarían el verano en su casa del lago y se embolsarían dos semanas de renta alquilando su vivienda a los visitantes que acudían atraídos por los Juegos Olímpicos. Les entregué el resguardo de la oficina de alojamientos olímpicos. Sonrieron y nos mostraron dónde guardaban las cosas. La esposa habló con Kathie en francés y le mostró el lavadero y el sitio de los cacharros de cocina. Kathie puso los ojos en blanco. Hawk le respondió en francés con suma amabilidad.
En cuanto nos entregaron las llaves y se fueron, pregunté a Hawk:
– ¿Así que sabes francés?
– Chico, pasé una temporada en la Legión Extranjera cuando las cosas se pusieron difíciles en Boston, ¿entiendes?
– Hawk, eres un pozo de sorpresas. ¿Y Vietnam?
– Sí, y Argelia y todo lo demás.
– Beau Geste -comenté.
– La señora creyó que Kathie era tu esposa -dijo Hawk y sonrió de oreja a oreja-. Le dije que era tu hija y que no entiende mucho de cocina y esas cuestiones domésticas.
– Le dije al marido que te trajimos para que montaras guardia junto a la puerta vestido de jockey y refrenaras los caballos.
– Jefe, también soy muy bueno para sentarme en una bala de algodón y cantar Old Black Joe.
Kathie estaba sentada en la encimera de la pequeña cocina y nos miraba sin comprender.
La casa era pequeña y la habían arreglado con mucho amor. La cocina estaba revestida de paneles de pino y los armarios eran nuevos. El comedor contiguo tenía una mesa antigua y, colgada de la pared, había una cornamenta -indudable trofeo conquistado por los dueños de la casa-. La sala contaba con pocos muebles y una alfombra gastada. Todo estaba limpio y cuidado. En una esquina había un viejo televisor con la pantalla bordeada de blanco, lo que creaba la ilusión de que era más grande. En el primer piso había tres dormitorios pequeños y un cuarto de baño. Uno de los dormitorios era claramente un cuarto para niños, con camas gemelas, dos cómodas e infinidad de fotografías de la fauna y animales disecados. El cuarto de baño era de color rosa.
Era una casa amada por sus dueños. Me perturbó estar allí con Hawk y Kathie. Nada teníamos que hacer en esa casa.
Hawk salió y regresó con cerveza, vino, queso y pan francés. Comimos y bebimos casi en silencio. Después de cenar, Kathie subió a uno de los dormitorios pequeños, llenos de muñecas y de fundas contra el polvo, y se acostó vestida. Aún llevaba el vestido de hilo blanco. Estaba bastante arrugado, pero no tenía muda. Hawk y yo vimos algunas pruebas olímpicas en la cadena CBC. No estábamos bien situados para captar los canales estadounidenses y la mayor parte de los reportajes se referían a los canadienses, pero no había muchos que compitieran por una medalla.
Acabamos la cerveza y el vino y nos acostamos antes de la once, agotados por el viaje, en silencio e incómodos en medio de ese tranquilo suburbio, rodeados de objetos de familia.
Me acosté en el cuarto de los niños y Hawk en el dormitorio principal. Aunque oí silbar a algunos pájaros, la habitación aún estaba a oscuras cuando desperté y vi a Kathie a los pies de mi cama. La puerta del dormitorio estaba cerrada. Kathie encendió la luz. En medio del silencio, su respiración sonaba agitada y pesada. No estaba vestida. Era el tipo de mujer que debe quitarse la ropa siempre que puede. Tenía mejor aspecto desnuda y sus proporciones eran más agradables que cuando estaba vestida. No parecía acarrear un arma oculta. Yo estaba desnudo y encima de la sábana porque hacía mucho calor. Me sentí molesto. Me deslicé bajo la sábana hasta quedar tapado de cintura para abajo y me puse boca arriba.
– Es difícil conciliar el sueño cuando hace tanto calor, ¿no crees? -pregunté.
Kathie atravesó la habitación, se arrodilló junto a la cama y apoyó las nalgas en los talones.
– Tal vez un poco de leche tibia -sugerí.
Kathie cogió mi mano izquierda, que tenía apoyada sobre mi pecho, la acercó a ella y la dejó entre sus senos.
– A veces contar corderos da resultado -dije y noté que mi voz sonaba algo ronca.
La respiración de Kathie era muy agitada, como si hubiera estado saltando, y el hueco entre sus senos estaba húmedo de sudor. Dijo:
– Hazme lo que quieras.
– ¿No es el título de un libro? -pregunté.
– Haré lo que me pidas -añadió-. Puedes poseerme. Seré tu esclava. Pídeme lo que quieras.
Se agachó sin apartar mi mano de sus senos y se dedicó a besarme el pecho. Sus cabellos olían fuertemente a champú y su cuerpo a jabón. Seguramente se había bañado antes de venir.
– Kathie, los numeritos de esclavos no me interesan -aclaré. Sus besos bajaban por mi vientre. Me sentía como un macho cabrío púber-. Kathie, apenas te conozco. Quiero decir que pensaba que sólo somos amigos.
Siguió besándome. Me incorporé en la cama y aparté la mano de su esternón. Kathie se coló entre las sábanas cuando me moví, insinuando su cuerpo contra el mío y pasándome la mano izquierda por la espalda.
– Fuerte -jadeó-. Fuerte, muy fuerte. Presióname, fuérzame.
Le sujeté las manos por las muñecas y se las puse delante de la cara. Kathie giró y se dejó caer boca arriba, con las piernas abiertas. Entreabrió los labios y emitió débiles gorgoteos. La puerta del dormitorio se abrió y apareció Hawk en calzoncillos, ligeramente agazapado, listo para reaccionar ante cualquier dificultad. Relajó la expresión y sonrió de placer mientras nos miraba.
– ¡Maldita sea! -exclamó.
– Todo va bien, Hawk, no hay problemas -dije con voz muy ronca.
– Eso espero -respondió. Cerró la puerta y oí su risa grave y aterciopelada en el pasillo. Desde el otro lado añadió-: Escucha, Spenser, ¿quieres que me quede aquí y tararee Botas y sillas de montar mientras tú… bueno, mientras sometes a la sospechosa?
Dejé pasar ese comentario. Kathie no se dio por aludida.
– Él también -jadeó-. Si quieres, los dos al mismo tiempo.
Despatarrada sobre la cama, con los brazos y las piernas estirados y el cuerpo bañado en sudor, parecía una persona sin huesos.
– Kathie, será mejor que encuentres otro modo de relacionarte con la gente. Matar y follar tienen su lugar, pero también existen otras opciones -cacareé. Tosí ruidosamente. Sentía que mi cuerpo contenía demasiada sangre. Estaba casi a punto de piafar y relinchar.
– Te lo ruego -dijo con tono apenas audible-, te lo ruego.
– No te ofendas, querida, pero tengo que negarme.
– Por favor -su voz era apremiante. Retorció el cuerpo sobre la cama. Arqueó la pelvis tal como lo había hecho en Amsterdam, cuando Hawk la cacheó-. Por favor.
Aún la sujetaba de las manos. Cuanto más la sujetaba y la rechazaba, más parecía reaccionar Kathie. Era un estilo de intercambio masoquista que la excitaba. Me gustara o no, debía levantarme. Aparté la sábana y salí de la cama, pasando por encima de las piernas de Kathie. Aprovechó el espacio que dejé vacío para adoptar una posición de vulnerabilidad ampliada. Cualquier conductista especializado en animales diría que Kathie se hallaba en un estado de extrema sumisión. Yo me encontraba en un estado de cachondez extrema. Cogí mis Levis de la silla y me los puse. Tuve sumo cuidado a la hora de subir la cremallera. Con los pantalones puestos me sentí mejor.