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Ahora Kathie estaba sola, creo que ni siquiera era consciente de mi presencia. Respiraba con agudos siseos que se colaban entre sus dientes. Se retorció y se arqueó sobre la cama, convirtiendo las sábanas en húmeda maraña. Yo no sabía qué hacer. Tenía ganas de chuparme el pulgar, pero Hawk podía entrar y pescarme. Ojalá Susan estuviera aquí. Ojalá yo no estuviera. Me senté en la otra cama, con los dos pies apoyados en el suelo, preparado para saltar si ella venía a buscarme, y la observé.

La ventana se tornó gris y poco después rosa. Los silbidos de los pájaros aumentaron y por la calle pasaron algunos camiones, ni muchos ni con demasiada frecuencia. Salió el sol. En la otra mitad del dúplex había un grifo abierto. Kathie dejó de contonearse. Oí que Hawk se levantaba en el cuarto de al lado y que abría la ducha. La respiración de Kathie era serena. Me levanté, me acerqué a mi maleta, saqué una camisa y se la di.

– Toma -dije-. No tengo batín, pero podrás arreglarte con la camisa. Dentro de un rato te compraremos ropa.

– ¿Por qué? -quiso saber. Su voz era normal, pero sonaba llana y muy baja.

– Porque la necesitas. Llevas el mismo vestido desde hace dos días.

– Lo que quiero saber es por qué no me poseíste.

– Digamos que porque estoy comprometido -respondí.

– No me deseas.

– Una parte de mí, sí, me estaba volviendo loco. Pero no es mi estilo. Mi estilo tiene que ver con el amor. Además… tu… enfoque no fue acertado.

– Crees que soy corrupta.

– Creo que eres neurótica.

– Eres un jodido cerdo.

– Ese enfoque tampoco sirve -aseguré-. Aunque debo admitir que muchas personas lo han aplicado.

Kathie permaneció callada, pero un ligero rubor tiñó sus pómulos.

Se interrumpió el murmullo del agua de la ducha y oí que Hawk regresaba al dormitorio.

– Iré a ducharme -dije-. Cuando haya terminado, tendrás que haber salido de aquí y estar cubierta con algo. Luego tomaremos un buen desayuno y planificaremos la jornada.

Capítulo 22

Mi camisa casi le llegaba a las rodillas y Kathie desayunó cubierta con ella, muda, sentada en un taburete junto a la encimera, con las rodillas pegadas. Hawk tomó asiento del otro lado de la encimera, magnífico con una camisa blanca de mangas acampanadas. Lucía un pendiente de oro en la oreja derecha y una delgada cadena de oro le rodeaba el cuello. Los Boucher habían dejado algunos huevos y pan blanco. Preparé los huevos al vapor, con una pizca de vino blanco, y serví el pan tostado con puré de manzanas.

Hawk comió con gusto y con movimientos exactos y certeros, como los de un cirujano o, al menos, tal como yo suponía que debían ser los de un cirujano. Kathie comió sin apetito pero organizadamente, dejando en el plato la mayor parte de los huevos y media tostada.

– Hay una tienda de ropa bajando por el bulevar St. Laurent -dije-. La vi anoche cuando veníamos para aquí. Hawk, ¿por qué no llevas a Kathie y le compras ropa?

– Chico, quizá prefiere ir contigo.

Kathie intervino con voz átona y baja:

– Prefiero ir contigo, Hawk -fue la primera vez que la oí pronunciar su nombre.

– No pensarás jugarme una mala pasada en el coche, ¿verdad?

Kathie hundió la cabeza.

– Adelante -dije-. Ordenaré la casa y después me dedicaré a pensar.

– No te hagas daño -aconsejó Hawk.

– Kathie, vístete.

La chica ni se movió ni me miró.

– Vamos, nena, mueve el culo, ya lo has oído -la azuzó Hawk. Kathie se puso de pie y subió la escalera. Hawk y yo nos miramos-. ¿Crees que está a punto de franquear la barrera del color?

– No es más que el mito sobre tu aparato -respondí.

– Hombre, nada de mito.

Saqué de la cartera cien dólares canadienses y se los entregué a Hawk.

– Ten, cómprale cien dólares de ropa, lo que quiera, pero no permitas que los despilfarre en ropa interior de fantasía.

– Por lo que vi anoche, no piensa usarla.

– Quizás esta noche te toque el turno a ti.

– ¿No ha quedado satisfecha?

– No hice lo que me pedía -respondí-. Nunca lo hago durante la primera cita.

– Chico, te aseguro que admiro al hombre que tiene criterios. Suze debería estar orgullosa de ti.

– ¡Qué duda cabe!

– Por eso Kathie está tan enfadada contigo esta mañana y por eso yo empiezo a caerle un poco mejor.

– Hawk, Kathie es una psicópata.

– No es su psique lo que me propongo joder, chico.

Me encogí de hombros. Kathie bajó la escalera cubierta con el arrugado vestido de hilo blanco. Salió con Hawk sin siquiera mirarme. En cuanto se largaron fregué los platos, ordené la casa y llamé a cobro revertido a Jason Carroll, el hombre de Dixon.

– Estoy en Montreal -informé-. Me he ocupado de todas las personas de la lista de Dixon y supongo que debería volver a casa.

– Así es -afirmó Carroll-. Flanders nos ha enviado informes y recortes. El señor Dixon está totalmente satisfecho respecto de los primeros cinco. Si puede confirmar los cuatro restantes…

– Nos ocuparemos de eso cuando vuelva a la ciudad. Ahora lo que quiero es hablar con Dixon.

– ¿Para qué?

– Quiero seguir adelante. Tengo la punta de un asunto y me gustaría tirar del hilo y desmadejarlo antes de terminar el trabajo.

– Spenser, ya ha cobrado una elevada suma de dinero.

– Por eso quiero hablar con Dixon, usted no puede autorizarme.

– Bueno, yo no…

– Hable con Dixon, dígale que quiero hablar con él y vuelva a llamarme. No me mandonee. Los dos sabemos perfectamente que usted no es más que un lameculos pagado de sí mismo.

– No es verdad, Spenser, pero tampoco hace falta que discutamos el tema. Me pondré en contacto con el señor Dixon y le llamaré. ¿A qué número?

Le leí el número que figuraba en el teléfono y colgué. Después me repantigué en la sala apenas amueblada y pensé.

Si Paul y Zachary estaban aquí -y probablemente estaban-, tenían entradas para los Juegos Olímpicos. Kathie no tenía ni idea de a qué pruebas asistirían. Era harto probable que se presentaran en el estadio. Existía la posibilidad de que fueran fanáticos del deporte, pero era más probable que, fanáticos o no del deporte, tuvieran un plan para cargarse algo o a alguien durante los Juegos Olímpicos. Buena parte de los equipos africanos habían boicoteado los juegos, pero no todos. Dado el historial del grupo, sabía que apenas se preocupaban de las personas a las que hacían daño en nombre de la causa. No obtendría grandes cosas apelando a la policía canadiense. Controlaban tanto como podían las cuestiones de seguridad después del espantoso espectáculo de Munich. Si hablábamos con ellos, nos dirían que no nos metiéramos. Y nosotros queríamos meternos, de modo que tendríamos que actuar sin apelar a la policía.

Si Paul quería dejar su impronta, el mejor lugar era el estadio olímpico. Era el punto de mira de los medios de comunicación. También era el sitio donde debíamos buscarlo. Para hacerlo necesitábamos entradas y supuse que Dixon se podría ocupar de ello.

Sonó el teléfono. Era Carroll.

– El señor Dixon lo recibirá -informó.

– ¿Por qué no un telefonazo?

– El señor Dixon no hace negocios por teléfono. Lo recibirá en su casa tan pronto pueda desplazarse hacia allí.

– Está bien. Sólo es una hora de avión. Llegaré esta tarde. Tendré que consultar los horarios.

– El señor Dixon estará en su casa a la hora que sea. Nunca sale y rara vez duerme.

– Iré hoy mismo, pero no sé a qué hora.

Colgué, llamé al aeropuerto, reservé plaza en un vuelo de después del almuerzo, telefoneé a Susan Silverman y nadie respondió. Hawk regresó con Kathie. Acarreaban cuatro o cinco bolsas. Hawk aguantaba un gran paquete envuelto en papel marrón.