– Compré una escopeta nueva en una tienda de artículos deportivos -explicó-. La adaptaré después del almuerzo.
Kathie subió las bolsas a la planta alta.
– Esta misma tarde volaré a Boston y regresaré mañana por la mañana.
– Dale mis recuerdos a Suze.
– Si la veo…
– No te entiendo. ¿Para qué vas a Boston?
– Necesito hablar con Dixon y es un hombre que no hace tratos por teléfono.
– Te has ganado su pasta -dijo Hawk-. No estás obligado a hacer lo que no quieres.
– Kathie y tú podéis rondar el estadio. Si encuentras un revendedor, compra entradas y date una vuelta por el interior. Sospecho que es allí donde se presentará Paul.
– ¿Para qué quiero a Kathie?
– Es posible que, en lugar de Paul, se presente Zachary. O quizás otra persona que ella puede conocer. Además, no me gusta dejarla sola.
– No es eso lo que dijiste esta mañana.
– Ya sabes a qué me refiero.
Hawk sonrió.
– ¿Por qué quieres hablar con Dixon?
– Necesito su influencia. Necesito entradas para el estadio. Necesito que ponga en juego su poder si, como suele decirse, transgredimos la ley. También le debo una explicación sobre lo que estoy haciendo… Este asunto le importa y no tiene otra cosa de qué ocuparse.
– Chico, Ann Landers y tú, el problema común.
– Mi fuerza equivale a la de diez porque mi corazón es puro -declaré.
– ¿Qué quieres que haga con Paul, Zachary o quien sea, si es que me topo con alguien?
– Debes hacer un arresto a manos de un ciudadano.
– ¿Y si se resisten porque se dan cuenta de que no soy ciudadano de este país?
– Tú mismo, Hawk.
– A todos nos gusta que nos reconozcan por nuestro trabajo, jefe, muchísimas gracias.
– Quédate el coche -añadí-. Cogeré un taxi al aeropuerto.
Dejé mi revólver en la casa. No llevaba equipaje ni quería problemas en la aduana. Eran poco más de las dos de la tarde cuando sobrevolamos Winthrop y nos dirigimos hacia la pista del aeropuerto Logan.
Cogí un taxi del aeropuerto a Weston y a las tres y veinte volví a tocar el timbre de la casa de Hugh Dixon, tal como había hecho un mes atrás. Me abrió la puerta el mismo oriental, que dijo:
– Por aquí, señor Spenser.
No está mal, pensé, sólo me ha visto una vez hace un mes, aunque seguramente me esperaba.
Dixon estaba en el patio, contemplando las colinas. También estaba el gato, durmiendo. Fue como cuando vuelves de la guerra y ves que los jardines están como siempre, la gente prepara la cena y te das cuenta de que han seguido haciendo lo mismo mientras tú estabas fuera.
Dixon me miró pero no dijo palabra.
– He atrapado a la gente de su lista, señor Dixon -dije.
– Lo sé. Cinco con toda seguridad y doy por buena su palabra con respecto a los demás. Carroll lo está comprobando. Quiere dinero por esos cinco. Carroll le pagará.
– Ya arreglaremos más tarde esa cuestión -dije-. Quiero continuar en el caso.
– ¿A costa mía?
– No.
– Entonces, ¿por qué ha venido a verme?
– Necesito ayuda.
– Carroll me ha dicho que contrató un ayudante, un negro.
– Necesito otro tipo de ayuda.
– ¿Qué se propone? ¿Por qué quiere continuar? ¿Qué ayuda necesita?
– Me ocupé de su gente, pero mientras me encargaba de ellos descubrí que sólo eran las hojas de la hierba rastrera. Sé quién es la raíz y me gustaría arrancarla.
– ¿Tuvo algo que ver con la matanza?
– Con la suya, señor, no.
– ¿Y por qué habría de preocuparme por él?
– Porque ha participado en muchas otras matanzas y porque probablemente acabará con la familia de alguien más y luego con la de otros.
– ¿Qué quiere?
– Quiero que me consiga entradas para los Juegos Olímpicos, concretamente para las pruebas de pista y por equipos que se celebran en el estadio. Y quiero poder decir que trabajo para usted en el supuesto de que me metiera en líos.
– Cuénteme lo que está ocurriendo y no excluya un solo detalle.
– Está bien. Hay un hombre llamado Paul, cuyo apellido ignoro, y probablemente otro llamado Zachary. Dirigen una organización terrorista denominada Libertad. Sospecho que están en Montreal y que se proponen cometer una locura durante los Juegos Olímpicos.
– Empiece por el principio.
Le conté la historia con pelos y señales. Dixon me miró a la cara, sin moverse ni interrumpir, mientras le explicaba lo que había hecho en Londres, Copenhague, Amsterdam y Montreal.
Cuando terminé, Dixon accionó un botón del brazo de su sillón de ruedas y un minuto más tarde se presentó el oriental. Dixon dijo:
– Lin, tráeme cinco mil dólares -el oriental asintió y se retiró. Dixon se dirigió a mí-: Correré con los gastos de esta operación.
– No es necesario. Ya me ocuparé yo.
– No -Dixon negó con la cabeza-. Nado en dinero y me faltan fines en la vida. Correré con los gastos de esta operación. Si la policía plantea problemas, haré lo que esté en mis manos para quitarla de en medio. Supongo que no habrá dificultades para conseguir las entradas. Antes de irse, déle a Lin sus señas en Montreal. Haré que envíen las entradas a esa dirección.
– Necesitaré tres entradas para cada jornada.
– Muy bien -Lin regreso con cincuenta billetes de cien dólares. Dixon le dijo-: Entrégaselos a Spenser -Lin me los dio y los guardé en la cartera. Dixon añadió-: Cuando todo esto haya terminado, vuelva aquí y explíquemelo personalmente. Si usted muere, que venga el negro.
– Así se hará, señor.
– Espero que no muera -concluyó Dixon.
– Yo también. Buenas tardes.
Lin me acompañó hasta la salida. Le pregunté si podía pedirme un taxi y dijo que sí. Me senté en un banco del vestíbulo empedrado a esperar el taxi. Cuando apareció, Lin me acompañó al coche. Subí al taxi y le dije al chófer:
– Lléveme a Smithfield.
– Hombre, es una carrera bastante larga -opinó el taxista-. Le costará unos cuantos pavos.
– Tengo unos cuantos pavos.
– Perfecto.
Bajamos por la serpenteante calzada de acceso, salimos a la carretera y nos dirigimos a la carretera 128. Smithfield estaba aproximadamente a media hora de viaje. El reloj del salpicadero funcionaba: marcaba las cinco menos cuarto. Pronto ella volvería a casa de la escuela de verano, si es que aún asistía a la escuela de verano.
– Oh, Susanna, no llores más por mí, vengo de Montreal…
– ¿Qué ha dicho? -preguntó el taxista.
– Estaba cantando para mí.
– Ah, creía que me hablaba. Si quiere, siga cantando.
Capítulo 23
Aunque quedaba lejos, pedí al taxista que me llevara a la carretera 1. Hice un alto en Karl's Sausage Kitchen para comprar especialidades alemanas, y otro en Donovan's Package Store para adquirir cuatro botellas de Dom Perignon. Casi acabé con el dinero para gastos de Dixon.
El taxi me llevó de la carretera 1 al centro de la ciudad a través del ardiente túnel verde de los árboles en julio. Todo el mundo estaba regando jardines, llamando perros, paseando en bici, cocinando al aire libre, chapoteando en la piscina, tomando un trago y jugando al tenis. La Biblia de los suburbios. Había una especie de barbacoa en marcha en el terreno comunal que rodeaba el templo. El humo de los carritos con las barbacoas pendía sobre las mesas plegables, en medio de una ligera bruma aromática. Vi perros, niños y un vendedor de globos. No lo oí silbar con todas sus fuerzas. Si lo hubiera hecho, no habría sido para llamarme.
Había lilas blancas en el jardín delantero de la casa de Susan y los guijarros del pequeño promontorio habían adquirido un bonito color gris plateado. Pagué al taxista y le dejé una generosa propina. Me dejó allí, con el champán y la carne fría, en el verde jardín de Susan, en medio de la tarde que transcurría perezosamente. El pequeño Nova azul de Susan no estaba en la calzada de acceso. El vecino de al lado estaba regando el jardín y el agua trazaba un largo bucle desde la pistola rodadora, bucle que se enroscaba lánguidamente sobre el césped. El aspersor habría sido más eficaz pero ni remotamente tan divertido. Me gustaba un hombre capaz de resistirse a la tecnología. Me saludó mientras subía hacia la puerta de la casa. Susan nunca cerraba con llave. Entré por la puerta principal. La casa estaba solitaria y en silencio. Guardé el champán y la carne en la nevera. Fui al dormitorio y conecté el acondicionador de aire. El reloj de la cocina marcaba las seis y diez.