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En la nevera encontré varias latas de la selecta cerveza Utica Club y abrí una mientras acomodaba las delicias que había comprado. Había llevado pan de ternera, de pimiento y salchichas a la cerveza, para no hablar del embutido de hígado de Karl, que se podía cortar en rodajas o untar y que me aceleraba el pulso.

Había comprado dos cajas de ensalada de patatas a la alemana, encurtidos, una barra de pan de centeno de Westfalia y un frasco de mostaza de Dusseldorf. Saqué la vajilla de diario y puse la mesa en la cocina. La vajilla de diario de Susan tenía dibujos azules y cada vez que la usaba me sentía en familia. Corté rodajas de embutido de hígado y acomodé los diversos cortes de carne fría en una bandeja, haciendo diseños. Puse el pan de centeno en una panera, los encurtidos en un cuenco de cristal tallado y la ensalada de patatas en un enorme cuenco de dibujos azules que probablemente era una sopera. Luego me dirigí al comedor, donde Susan guardaba la vajilla de las grandes ocasiones, saqué dos copas de champán que le había regalado para su cumpleaños y las puse a enfriar en el congelador. Habían costado veinticuatro dólares con cincuenta cada una. En la tienda me habían dicho que grabar las palabras Él y Ella en las copas resultaría «kitsch». Por eso no tenían talla. Pero eran nuestras copas y estaban destinadas para beber champán en ocasiones especiales. Al menos, eso pensaba yo. Siempre temía que algún día llegaría a casa de Susan y descubriría que estaba haciendo brotar un hueso de aguacate en una de las copas.

Al desplazarme por su cocina y su casa, en la que creía percibir débilmente su perfume, experimenté con más ahínco una sensación de cambio y extrañeza. Las comidas al aire libre, los jardines regados, la llegada de una tarde suburbana de día laborable ejercían ese efecto, y la casa en que ella vivía, leía y fregaba los platos, en que se bañaba, dormía y miraba por la tele el programa Today eran tan reales que lo que yo había estado haciendo se volvía irreal. Poco antes, ese mismo verano, había matado a dos hombres en un hotel de Londres. Resultaba difícil recordarlo. La herida de bala había cicatrizado. Esos hombres estaban bajo tierra. Y aquí, esto perduraba y el vecino de al lado, el que regaba el jardín con curvas acuáticas transparentes y graciosas, de nada estaba enterado.

Abrí otra lata de cerveza, fui al cuarto de baño y me di una ducha. Tuve que apartar dos pares de panties que Susan había puesto a secar en la barra que sostenía la cortina de la ducha. Usaba jabón Ivory. Tenía un champú que venía en un bote parecido al de la crema para la cara y que olía a flores. Lo usé.

Había unas zapatillas Puma, de nilón azul con una franja blanca, que solía ponerme cuando pasaba el fin de semana en la casa y un pantalón de dril blanco que Suze había lavado, planchado y colgado en un sector de uno de los armarios de su dormitorio que habíamos acabado por considerar mío. Me refiero al sector, no al armario. Me puse las Puma sin calcetines -se puede si tienes buenos tobillos- y el pantalón de dril. Me estaba peinando delante del espejo del dormitorio cuando oí el crujido de los neumáticos en la calzada de acceso. Me asomé por la ventana. Era ella. Entraría por la puerta trasera. Salté sobre la cama y me tendí sobre el lado izquierdo, de cara a la puerta, con la cabeza apoyada en la mano izquierda y una rodilla seductoramente doblada. Tenía la pierna izquierda totalmente extendida y los dedos del pie estirados. La puerta del dormitorio estaba entreabierta. El corazón retumbaba en mi pecho. «¡Cielos, trillado está todo esto! -pensé-. Pulso acelerado, boca seca, respiración entrecortada. Sólo te eché un vistazo, era lo único que pretendía hacer.» Oí cómo se abría la puerta trasera. Un instante de silencio. Luego se cerró. Sentí aprensión en pleno plexo solar. La oí deambular por la cocina hasta la sala. Luego se dirigió directamente a la puerta del dormitorio. El acondicionador de aire zumbaba. Entonces llegó. Llevaba vestido de tenis, la raqueta en la mano y el pelo negro apartado del rostro con una ancha diadema blanca. El color de su lápiz de labios era vivo y tenía las piernas bronceadas. El zumbido del acondicionador de aire pareció tornarse más ruidoso. El rostro de Susan estaba algo sonrosado de jugar al tenis y una ligera capa de sudor perlaba su frente. Desde que nos conocíamos, ésa era la vez que habíamos pasado más tiempo separados.

– El cazador regresa a casa desde las colinas -dije.

– A juzgar por el montaje de la cocina, da la sensación de que has estado de cacería en una tienda de especialidades alemanas -dejó la raqueta sobre la mesilla de noche y se lanzó sobre mí. Me abrazó, me besó en los labios y se quedó pegada a mí.

Cuando hizo un alto, dije:

– Las chicas educadas no besan con la boca abierta.

– ¿Te has operado en Dinamarca? -preguntó Susan-. Hueles a perfume.

– No, me lavé el pelo con tu champú.

– ¡Qué alivio! -exclamó y volvió a apretar su boca contra la mía.

Deslicé la mano por su espalda y bajo el vestido. Apenas tenía experiencia con este tipo de prendas y la suerte no me acompañó. Susan apartó su rostro del mío y añadió:

– Estoy sudada.

– Aunque no lo estuvieras, pronto lo estarías.

– No, primero tengo que darme un baño.

– ¡Por todos los santos! -exclamé.

– No puedo evitarlo, tengo que bañarme -la voz de Susan sonaba algo ronca.

– Por el amor de Dios, date una ducha en lugar de un baño. Podría cometer una ignominia con tu equipo estéreofónico mientras te bañas.

– La ducha me arruinaría el peinado.

– ¿Sabes cuál es mi ruina?

– Seré rápida -aseguró-. Hace mucho tiempo que yo tampoco te veo a ti.

Susan bajó de la cama y puso a llenar la bañera del cuarto de baño contiguo al dormitorio. Regresó, cerró las persianas y se desnudó. La observé. Llevaba bragas bajo el vestido de jugadora de tenis.

– Vaya, vaya -comenté-. Veo por qué mis progresos eran más lentos que de costumbre.

– Pobrecillo, sólo has seducido a una clientela de clase baja. Si tu educación fuera más completa, hace años que habrías aprendido a arreglártelas con un vestido de tenis -llevaba sostén y bikini blancos. Me miró de una manera peculiar, con esa mirada que era nueve partes de inocencia y la décima de perversión, y añadió-: Todos los chicos del club saben hacerlo.

– Ojalá supieran lo que hay que hacer después de quitar el vestido -respondí-. ¿Por qué llevas bragas?

– Sólo una fresca de tres al cuarto juega al tenis sin ropa interior -se quitó el sostén.

– O besa con la boca abierta.

– Ni soñarlo -murmuró mientras se quitaba las bragas-, en el club todas lo hacen.

La había visto desnuda tantas veces que había perdido la cuenta, pero jamás dejó de interesarme. Susan no era de aspecto frágil, sino fuerte. No tenía barriga ni se le caían los pechos. Era bonita y desnuda siempre parecía algo incómoda, como si alguien pudiera aparecer de pronto y soltar una exclamación.