– Suze, báñate de una buena vez. Es posible que mañana vaya al club y dé una paliza a los socios -se metió en el cuarto de baño y la oí chapotear en la bañera-. Si te pesco jugando con los patitos de goma, te ahogaré.
– Ten paciencia -gritó Susan-. Me estoy remojando en un baño de sales de hierbas que te volverá loco.
– Ya estoy bastante tocado del ala -respondí y me quité el pantalón de dril y las zapatillas.
Salió del cuarto de baño con una toalla que sujetaba con la barbilla y la cubría hasta las rodillas. Se la quitó con la mano derecha, del mismo modo que se abre una cortina, y dijo:
– Aquí me tienes.
– No estás mal -opiné-. Me gustan las personas que se mantienen en forma.
Dejó caer la toalla y se metió en la cama conmigo. Abrí los brazos y Susan se cobijó entre ellos. La abracé.
– Me alegro de que hayas regresado de cuerpo entero -murmuró pegando su boca a la mía.
– Yo también. Hablando de cuerpo entero…
– Ahora no estoy sudada -me provocó.
La besé. Se apretó un poco más contra mí y oí que respiraba profundamente por la nariz y expulsaba el aire en un prolongado suspiro. Me pasó la mano por la cadera y por el trasero. Se detuvo al tocar la cicatriz de la herida de bala. Con los labios ligeramente posados sobre los míos, preguntó:
– ¿Qué es esto?
– Una herida de bala.
– Supongo que no eras el atacante.
– Ahora lo soy.
Dejamos de hablar.
Capítulo 24
– ¿En el trasero? -preguntó Susan.
– Prefiero considerarla una herida en el tendón de la corva -respondí.
– Es muy propio de ti. ¿Fue grave?
– Fue indecorosa pero poco seria -aclaré.
Estábamos comiendo exquisitices y bebiendo champán en la cocina. Me había puesto el pantalón blanco y las Puma. Susan llevaba un albornoz. Afuera era de noche. Los sonidos nocturnos suburbanos se colaban por la puerta trasera abierta y los insectos zumbaban junto a la puerta de malla.
– Cuéntamelo todo desde el principio.
Puse dos lonchas de ternera sobre una rebanada de pan de centeno, añadí un toque de mostaza de Dusseldorf, acomodé otra rebanada de pan y di un mordisco. Mastiqué y tragué.
– Dos disparos en el culo y así me lancé a la mayor aventura de mi carrera -dije.
Di un mordisco a un encurtido agrio, que contrastaba ligeramente con el sabor del champán, pero la vida no es perfecta.
– Ponte serio -pidió Susan-. Quiero que me lo cuentes todo. ¿La has pasado mal? Pareces cansado.
– Estoy cansado -confirmé-. No he hecho más que devanarme los sesos.
– ¿De verdad?
– De verdad -repliqué-. ¿A qué vinieron tantos suspiros y gemidos?
– No eran suspiros y gemidos, sino bostezos de aburrimiento.
– Lo que dices es muy estimulante para un herido.
– Tengo que admitir que me alegro de que la bala no te atravesara de lado a lado.
Llené nuestras copas, dejé la botella de champán, alcé la mía y dije:
– Por verte, cariño.
Susan sonrió. Esa sonrisa me derritió, pero soy demasiado mundano para reconocerlo.
– Empieza por el principio -pidió Susan-. Después de dejarme subiste al avión y…
– Y aproximadamente ocho horas después aterricé en Londres. No me gustó separarnos.
– Ya lo sé.
– En el aeropuerto me recibió un tal Flanders, un hombre que trabaja para Hugh Dixon…
Se lo conté todo, le hablé de la gente que había intentado matarme y de la gente que me cargué, hasta el último detalle.
– No me extraña que parezcas cansado -comentó Susan cuando acabé de narrar mi historia.
Estábamos bebiendo la última botella de champán y casi no quedaba carne. Era fácil hablar con Susan. Entendía deprisa, colocaba las piezas que faltaban sin hacer preguntas y se interesaba. Estaba dispuesta a oír.
– ¿Qué opinas de Kathie? -inquirí.
– Necesita un amo y estructuración. Cuando destruiste su estructura y su amo la abandonó, se aferró a ti como a un clavo ardiendo. Cuando quiso consolidar la relación mediante una sumisión total, que para ella es eminentemente sexual, la rechazaste. Supongo que será de Hawk mientras él esté dispuesto a tenerla. ¿Qué opinas de este psicoanálisis de urgencia? Añade una botella de champán y se te subirá a la cabeza.
– Creo que tu enfoque es correcto.
– Si tu informe es exacto, y debo reconocer que sueles ser bastante objetivo en tus exposiciones, indudablemente Kathie posee una personalidad rígida y reprimida -opinó Susan-. Me refiero al estilo de su apartamento, a la ropa de colores apagados y la ropa interior de fantasía, al soterrado compromiso con una especie de autoritarismo nazi.
– Es verdad, Kathie tiene esas características. Es una especie de masoquista, aunque tal vez no sea ésa la palabra adecuada. Lo cierto es que cuando estaba atada y amordazada en la cama, sentía placer. Al menos la excitaba estar sometida de esa manera y tenernos allí. Se volvió loca cuando Hawk la cacheó.
– No estoy convencida de que masoquista sea la definición correcta, pero es evidente que Kathie establece alguna relación entre sexo y desamparo, desamparo y humillación y humillación y placer. La mayor parte de los seres humanos tenemos tendencias contradictorias hacia la agresión y la pasividad. Si tenemos infancias sanas y superamos bien la adolescencia, tendemos a resolverlas. En caso contrario, nos confundimos y solemos ser como Kathie, que no ha resuelto sus tendencias hacia la sumisión -Susan sonrió-. O tú, que eres muy agresivo.
– Pero galante -me defendí.
– ¿Cómo crees que la tratará Hawk? -preguntó Susan.
– Hawk carece de sentimientos, pero tiene reglas. Si Kathie se ajusta a alguna de sus reglas, la tratará muy bien. En caso contrario, dependerá del humor de Hawk.
– ¿Piensas realmente que Hawk carece de sentimientos?
– Nunca los expresa. En su trabajo es tan bueno como el mejor, pero nunca se muestra feliz, triste, asustado o entusiasmado. Hace veinticinco años que lo conozco y jamás ha mostrado el menor indicio de afecto o compasión. Nunca se ha puesto nervioso ni se ha encolerizado.
– ¿Es tan bueno como tú? -Susan había apoyado el mentón sobre las manos cruzadas y me observaba.
– Tal vez -repliqué-. Incluso podría ser mejor.
– El año pasado, cuando tendría que haberte matado en Cape Cod, no lo hizo. Debió de sentir algo.
– Creo que le caigo bien del mismo modo que le gusta el vino y le desagrada la ginebra. Me prefirió al tipo para el que trabajaba. Ve en mí una versión de sí mismo. Además, matarme por orden de un tipo como Powers violaba alguna regla. No estoy seguro. Yo tampoco lo habría matado.
– ¿Eres una versión de Hawk?
– Yo tengo sentimientos, me enamoro -respondí.
– Sí, es verdad -dijo Susan-. Y lo haces muy bien.
Propongo que llevemos la última botella de champán al dormitorio, nos acostemos, la bebamos, sigamos charlando y es posible que, como dicen los chicos de instituto, tal vez te interese hacerlo otra vez.
– Suze, soy un hombre entrado en años.
– Ya lo sé. Lo considero un desafío.
Fuimos al dormitorio, nos acostamos, bebimos champán y vimos la película de medianoche en la oscuridad refrescada por el acondicionador. Tal vez la vida no sea perfecta, pero a veces las cosas salen bien. Proyectaban Los siete magníficos. Cuando Steve McQueen miraba a Eli Wallach y decía: «El hierro es lo nuestro, amigo», lo murmuré con él.
– ¿Cuántas veces has visto esta película? -preguntó Susan.
– No estoy seguro, pero creo que seis o siete veces. La vi en muchas sesiones de medianoche de habitaciones de hotel de muchísimas ciudades.
– ¿Y soportas volver a verla?
– Es como ver ballet o escuchar música. La trama no cuenta, lo que importa es la pauta.