Puesto que yo era un joven excéntrico, superfrío, sofisticado, con experiencia de la vida y crecidito, no me dejé impresionar por el inmenso complejo que rodeaba el estadio olímpico. Tampoco me dejé impresionar por el hecho de asistir en vivo y en directo a los Juegos Olímpicos. La sensación circense que experimentaba en la boca del estómago no era más que la sensación natural que siente el cazador al aproximarse a su presa. Directamente delante se encontraban los pabellones de alimentación y diversos tipos de concesiones. Más allá se elevaba el Centro Deportivo Maisonneuve, a mi derecha la Pista Maurice Richard, a mi izquierda el velódromo y, un poco más lejos, cerniéndose como un coliseo, el gris e inconcluso estadio monumental. Oí aclamaciones. Ascendimos por la larga rampa serpenteante que conducía al estadio. Al entrar contuve la respiración.
– Kathie dice que Zachary es un rompehuesos -dijo Hawk.
– ¿Es muy grande?
– Kathie -la azuzó Hawk.
– Muy grande -replicó la chica.
– ¿Más grande que Hawk o que yo? -inquirí.
– Claro. Cuando digo grande, quiero decir realmente grande.
– Peso noventa kilos -dije-. ¿Cuánto dirías que pesa él?
– Pesa ciento treinta y ocho kilos. Lo sé porque una vez se lo dijo a Paul.
Miré a Hawk.
– ¿Ciento treinta y ocho kilos?
– Sólo mide dos metros -respondió Hawk.
– Kathie, ¿es gordo? -yo aún abrigaba esperanzas.
– No, en realidad, no. En otros tiempos era levantador de pesos.
– Bueno, Hawk y yo hacemos mucho ejercicio con los pesos.
– No, me refiero a lo que hacen los soviéticos. Ya sabes, un auténtico levantador de pesos. Fue campeón de no sé dónde.
– ¿Y tiene el mismo aspecto que un levantador de pesos soviético?
– Sí, exactamente. Paul y él solían verlos por la tele. Tiene ese tipo de gordura que uno sabe que es maciza.
– Al menos no será difícil reconocerlo.
– Aquí será más difícil que en el resto del mundo -dijo Hawk.
– Es verdad. Seamos cuidadosos y procuremos no tenderle una zancadilla a Alexeev ni a alguien parecido.
– ¿Ese petimetre también intenta salvar África? -preguntó Hawk.
– Sí. De… detesta a los negros más que cualquier otra persona que conozco.
– ¡Qué alegría! -ironicé-. Hawk, podrás hacerlo entrar en razones.
– Debajo de la chaqueta tengo algo que le ayudará a entrar en razones.
– Si nos topamos con él tendremos dificultades para disparar. Aquí hay demasiada gente.
– ¿Crees que deberíamos luchar cuerpo a cuerpo con él? -preguntó Hawk-. Chico, ya sé que somos buenos, pero no estamos acostumbrados a dárnoslas con gigantes. También tenemos que pensar en el otro maldito chupón.
Llegamos a la puerta. Entregamos las entradas y pasamos. Había varias gradas. Nuestras entradas eran para la grada número uno. Oí los aullidos de la multitud. Me moría de ganas de verlo.
– Hawk, Kathie y tú trazaréis un círculo por aquel lado y yo iré por aquí -propuse-. Comenzaremos por el primer nivel e iremos subiendo. Ten cuidado. No permitas que Paul os vea antes de que lo veáis.
– O el viejo Zach -apostilló Hawks-. Seré sumamente cuidadoso con respecto a Zach.
– Vale. Subiremos hasta la última grada y luego volveremos a bajar. Si los ves, quédate con ellos. Mientras permanezcamos dentro del estadio, seguro que volveremos a cruzarnos.
Hawk y Kathie se pusieron en marcha. Hawk dijo por encima del hombro:
– Si ves a Zachary y decides cargártelo, adelante. No hace falta que me esperes. Puedes acabar con él.
– Muy amable -respondí-. Creo que deberías ocuparte de ese cerdo racista.
Hawk se alejó con Kathie. Parecía deslizarse en lugar de caminar. No estaba tan seguro de que Hawk fuera incapaz de hacerle frente a Zachary. Tomé la dirección contraria e intenté deslizarme. Parecía irme bastante bien. Tal vez yo fuera capaz de acabar con Zachary. Estaba en condiciones óptimas para hacerlo. Levi’s azul claro, polo blanco, Adidas de ante azul con tres franjas blancas, chaqueta deportiva azul y una gorra de cuadros para ocultar mi cara. La chaqueta no pegaba, pero servía para ocultar el revólver que llevaba en la cadera. Sentí la tentación de cojear un poco para que la gente pensara que era un competidor momentáneamente fuera de juego. Tal vez un especialista en decatlón. Como nadie me hacía mucho caso, ni me tomé la molestia. Subí por la rampa hasta los asientos del primer nivel. Era mejor de lo que había imaginado. Los asientos del estadio eran de colores -azules, amarillos, etcétera- y al salir del pasillo vi una brillante llamarada multicolor. En el suelo del estadio se veía la brillante hierba verde, bordeada por la pista de atletismo roja. Directamente a mis pies y cerca del costado del estadio, las chicas competían por el salto de longitud. La mayoría lucía camisetas blancas con grandes números y pantalones muy cortos y ceñidos. El tanteador electrónico estaba a mi izquierda, cerca del foso donde acababan los saltos. En el punto de partida, en la salida y en el foso, vi jueces de chaquetas amarillas. Una chica de la República Federal de Alemania echó a correr por la pista con ese peculiar paso largo de los saltadores de longitud, casi con las piernas estiradas. Cometió un error en la salida.
En el centro del estadio, los hombres lanzaban el disco. Todos se parecían a Zachary. Un africano acababa de hacer su lanzamiento. No parecía muy bueno y resultó aun peor cuando un minuto después un polaco realizó un lanzamiento mucho más largo.
Alrededor del estadio había atletas con chándals de todos los colores, corriendo y practicando ejercicios, relajándose, manteniendo el calor y haciendo todo lo que los deportistas suelen hacer antes de participar en una prueba. Se movían, se masajeaban los músculos, daban saltitos y giraban los hombros.
En lo alto de ambos extremos del estadio había marcadores que disponían de un mecanismo de repetición instantánea. Volví a ver el larguísimo lanzamiento de disco del polaco.
– ¡Santo cielo, los puñeteros olímpicos! -exclamé para mis adentros.
No había pensado demasiado en mirar los juegos hasta que salí del metro. Me había ocupado de asuntos más inmediatos. Pero ahora que estaba allí, viendo materialmente la competición, se apoderó de mí una sensación tan completa de asombro y entusiasmo que me olvidé de Zachary, de Paul y de los muertos de Munich y presencié los juegos, pensando en Melbourne, Roma, Tokio, México y Munich, en Wilma Rudolph, Jesse Owens, Bob Mathias, Rafer Johnson, Mark Spitz, Bill Toomey. Todos los nombres volvieron a mi mente. Cassius Clay, Emil Zatopek, los puños cerrados en México, Alexeev, Cathy Rigby, Tenley Albright. ¡Caray!
– Señor, ¿busca su asiento? -preguntó un acomodador.
– No se preocupe -respondí-. Está aquí mismo. Simplemente quería detenerme un minuto aquí antes de sentarme.
– Por supuesto, señor -respondió.
Empecé a buscar a Paul. Me había puesto gafas de sol y ladeado la gorra sobre la frente. Aunque estuviera ahí, Paul no esperaba verme y Zachary no me conocía. Miré sección por sección, empezando por la primera fila y recorriéndolas lentamente, de a una por vez, hasta llegar al final de la sección. Después me moví. Era difícil concentrarse y no recorrer superficialmente los rostros. Pero me concentré y procuré ignorar las pruebas que se celebraban a mis pies. Los asistentes eran un público de deportes al aire libre, bien vestido y capaz de pagar las entradas. Había muchos chicos, cámaras fotográficas y prismáticos. Al otro lado del estadio un grupo de corredores se preparó para los cien metros. Distinguí los colores de mi bandera. Descubrí que quería que el estadounidense ganara. ¡Hijo de puta, patriota y nacionalista! El sistema de altavoces emitió un suave tintineo y a continuación un locutor dijo, primero en francés y luego en inglés, que la eliminatoria de clasificación estaba a punto de comenzar.