– Claro que no -respondió-. En cuanto corrimos detrás de Zachary, Kathie cogió el fusil y lo agujereó. Sabes perfectamente bien que lo hizo.
– Sí, lo sospechaba.
– Creo que ellos también lo sospechan. Morgan no parece tonto, pero no cuenta con alguien que pueda jurar que no ocurrió tal como Kathie lo cuenta. Apuesto a que todos nos miraban a ti, a mí y a Zach el encantador, mientras Kathie cumplía con su cometido.
– Sí, creo que tienes razón.
Tres horas y cuarto después, se abrió la puerta. Hugh Dixon entró en una silla de ruedas propulsada a motor y se detuvo junto a mi cama.
– No esperaba verlo a usted aquí.
– No esperaba verlo a usted aquí-dijo.
– No está tan mal, las he tenido peores -señalé la cama contigua y añadí-: Éste es Hawk, éste es Hugh Dixon.
– Encantado de conocerlo -dijo Hawk.
Dixon asintió una vez con la cabeza, sin pronunciar palabra. Tras él, en el umbral, se encontraba el oriental que me había abierto la puerta las dos veces que estuve en su casa. Un par de enfermeras se asomaron por la puerta entreabierta. Dixon siguió observándome.
– En cierto sentido, es realmente lamentable -afirmó-. Ahora nada tengo.
– Lo sé -reconocí.
– Pero usted no tiene la culpa. Hizo lo que se comprometió a hacer. Mi gente ha comprobado hasta el último detalle. Tengo entendido que la última persona de la lista está aquí, en la cárcel.
Negué con la cabeza.
– No, la chica nada tiene que ver. Se me escapó la última persona -Hawk me miró sin decir palabra. Dixon me contempló largo rato. Pregunté-: ¿Cómo se las ingenió para venir tan rápido?
– En mi avión, un reactor Lear -respondió Dixon-. ¿La chica no es la persona buscada?
– No, señor, me equivoqué con la chica.
Dixon siguió mirándome.
– Está bien. De todos modos, le pagaré la cifra total acordada -sacó un sobre del bolsillo interior de la chaqueta y me lo entregó. No lo abrí-. He enviado a Carroll a la policía, para que hable con ellos. No tendrán dificultades. Tengo cierta influencia en Canadá.
– Saque también a la chica -pedí.
Volvió a mirarme. Prácticamente sentí el peso de su mirada. Luego asintió una vez con la cabeza y dijo:
– Lo haré -permanecimos en silencio, aunque se percibía el débil zumbido de la silla de ruedas. Dixon añadió-: Carroll se hará cargo de las facturas del hospital.
– Muchas gracias -dije.
– Soy yo quien le está agradecido -aseguró Dixon-. Hizo todo lo que le pedí. Me siento orgulloso de haberlo conocido -me ofreció su mano y estrechó la mía. Deslizó la silla hasta la cama de Hawk y también le dio la mano. Luego se dirigió a los dos-: Son ustedes buenos hombres. Si en algún momento necesitan mi ayuda, cuenten con ella.
Giró la silla y salió. El oriental cerró la puerta y Hawk y yo quedamos a solas. Abrí el sobre, que contenía un cheque de cincuenta mil dólares.
– Multiplicó por dos los honorarios -comuniqué a Hawk-. Te daré la mitad.
– Nanay -respondió Hawk-. Sólo cogeré lo que acordado.
Permanecimos en silencio. Al rato, Hawk preguntó-: ¿Dejarás en libertad a la psicópata?
– Sí.
– Eres un estúpido sentimental. No estás en deuda con ella.
– Fue un señuelo, mejor dicho, fue mi señuelo -añadí-. No quiero mandarla al matadero. Tal vez pueda quedarse contigo.
Hawk volvió a mirarme y exclamó:
– ¡Ni lo sueñes!
– Está bien, sólo era una sugerencia.
– Debería estar en chirona o en el manicomio -opinó Hawk.
– Sí, probablemente tienes razón, pero yo no pienso encerrarla.
– Alguien lo hará.
– Quizá.
– Y Kathie podría cargarse a alguien antes de que la encierren.
– Es posible.
– Estás loco, Spenser, y lo sabes. Estás rematadamente loco…
– Tal vez.
Capítulo 30
El Támesis brillaba firmemente a nuestros pies. Susan y yo nos encontrábamos en el puente de Westminster. Aún llevaba el brazo izquierdo escayolado y lucía una chaqueta clásica azul con cuatro botones de cobre en el puño, colocada sobre los hombros al estilo David Niven. Podía pasar la escayola por la manga de la camisa, pero no por la chaqueta. Susan llevaba un vestido blanco con lunares de color azul marino. Un ancho cinturón blanco ceñía su cintura y calzaba altos tacones blancos. Sus brazos desnudos estaban bronceados y su pelo negro brillaba en el crepúsculo británico. Estábamos apoyados en el pretil, mirando cómo se deslizaban las aguas. No iba armado. Olía su perfume.
– Ah, esta isla con cetro, esta Gran Bretaña -dije.
Susan se volvió hacia mí, con los ojos ocultos tras las enormes gafas de sol. Había débiles arrugas que parecían dejar entre paréntesis sus labios, y se ahondaron cuando me miró.
– Llevamos tres horas aquí -dijo-. Has cantado Un día brumoso en Londres, Un ruiseñor cantó en la plaza Berkeley, Gran Bretaña se balancea como un péndulo y Habrá azulejos sobre los blancos acantilados de Dover. Has citado a Samuel Johnson, a Chaucer, a Dickens y a Shakespeare.
– Es verdad -reconocí-. También te ataqué en la ducha del hotel.
– Así es.
– ¿Dónde te gustaría cenar?
– Tú eliges -respondió.
– En la Torre de Correos.
– ¿No es un antro para turistas?
– ¿Acaso somos residentes?
– Tienes razón. A la torre y no se hable más.
– ¿Quieres que vayamos caminando?
– ¡Queda lejos?
– Sí.
– No llevo los zapatos adecuados.
– De acuerdo, tomaremos un taxi. Estoy forrado. Nena, quédate conmigo y te vestiré de armiño.
Llamé a un taxi. Subimos y le di las señas al conductor.
– ¿Hawk no quiso aceptar la mitad del dinero? -preguntó Susan.
Una vez acomodados en el coche, Susan apoyó delicadamente una mano en mi pierna. ¿Notaría algo el taxista si la atacaba en el coche? Probablemente se daría cuenta.
– No -respondí-. Me pasó la factura de los gastos y los honorarios por el tiempo dedicado al trabajo. Considera que de ese modo sigue siendo libre. Como ya he dicho, tiene algunas reglas.
– ¿Y Kathie?
Me encogí de hombros y se me cayó la chaqueta. Susan me ayudó a acomodarla.
– Dixon logró que la pusieran en libertad y no volvimos a verle el pelo. No regresó a la casa alquilada. Tampoco he vuelto a verla.
– Creo que te equivocaste al dejarla en libertad. No debería andar suelta por la calle.
– Probablemente tienes razón, pero acabará poniéndose de nuestro lado. No fui capaz de dejarla entre rejas. Si lo analizas a fondo, Hawk tampoco debería andar suelto.
– Supongo que no. ¿Cómo tomaste esa decisión?
Estaba a punto de volver a encogerme de hombros cuando me acordé de la chaqueta, así que me quedé quieto.
– A veces parto de una suposición, otras confío en mi intuición y algunas me da igual. Hago lo que puedo.
– Ya lo creo -Susan sonrió-. Lo noté en el hotel, cuando intenté ducharme. Incluso con un solo brazo.
– Soy muy poderoso -añadí.
– Mucha gente murió en este viaje.
– Así es.
– Y eso te preocupa…
– Sí.
– Esta vez ha sido peor.
– Hubo mucha sangre, demasiada -dije-. La gente muere. Probablemente algunas personas deben morir, pero esta vez fue excesivo. Necesitaba sacármelo de encima, depurarme.
– La pelea con Zachary -dijo Susan.
– ¡Maldita seas! Nada se te escapa, ¿verdad?
– Casi nada de lo que te ocurre se me escapa. Te quiero y he llegado a conocerte a fondo.
– Sí, la pelea con Zachary. Fue una especie de… bueno… tal vez fue como expulsar el veneno. No estoy seguro. Creo que a Hawk le ocurrió algo parecido. Aunque tal vez para Hawk sólo fue una competencia. No le gusta perder, no está acostumbrado a perder.