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Cerré cuidadosamente la puerta por encima de la delgada capa de talco y me llevé el bote. Junto a los ascensores había una papelera y allí lo tiré. Compraría otro bote de talco por la noche, cuando emprendiera el regreso al hotel.

Caminé hasta Piccadilly Circus y cogí el metro a Régenos Park. Llevaba en el bolsillo el mapa de Londres. Lo saqué y le eché un vistazo, procurando no parecer un turista. Calculé cuál era la mejor caminata por el parque, asentí sagazmente por si alguien me observaba -como si estuviera confirmando lo que ya sabía- y me dirigí hacia la puerta norte. Quería reconocer el territorio antes de presentarme al día siguiente.

Pasé delante de las grullas, las ocas y los buhos de la entrada de la puerta norte y crucé el puente del canal Regent's. Debajo traqueteaba un transporte fluvial. Junto a la casa de los insectos aparecía un túnel que pasaba por debajo de un edificio de oficinas del zoo y reaparecía al lado del restaurante. A la izquierda había una cafetería y, a la derecha, un restaurante y un bar. Más allá de la cafetería se veían algunos flamencos en un pequeño parque de hierba. ¡Vaya, flamencos en la hierba! Si se proponían hacerme el viaje, el túnel era el mejor lugar. No era un gran túnel, pero era recto y no tenía huecos. No había dónde esconderse. Si alguien se acercaba hacia mí desde ambos extremos, me harían picadillo sin demasiadas dificultades. Era mejor que me mantuviera lejos del túnel.

En la tienda de fotografía de la cafetería compré una guía del zoo en cuya contratapa figuraba un mapa. La puerta sur, bajando por el bosque de los lobos, parecía un buen sitio para presentarme al día siguiente. Deambulé un rato para estudiar el terreno. Más allá de la jaula de los papagayos y frente a algo con un letrero en el que se leía Periquitos, un grupo de chiquillos se paseaba en camellos y se desternillaba de risa ante el ondulante paso asimétrico de los animales con joroba.

La puerta sur estaba poco más allá de la pajarera de las aves de rapiña, que me pareció de mal agüero, más allá de los perros salvajes y los zorros, y junto al bosque de los lobos. Éste tampoco era demasiado alentador. Regresé y estudié la situación de la cafetería. Vi una glorieta con mesas. Servían la comida en un edificio abierto que parecía una arcada. Si me sentaba en la glorieta, en una mesa al aire libre, me convertiría en blanco fácil, prácticamente desde cualquier ángulo. Apenas existía protección. Pedí en la cafetería un pastel de ternera y riñones y me lo llevé a la mesa. Estaba frío y tenía el mismo sabor que una pelota de tenis. Mientras procuraba tragarlo, evalué mi situación. Si pretendían dispararme nada había que lo impidiera. Tal vez no pensaban dispararme, pero no podía confiar demasiado en eso.

– No puedes confiar en las intenciones del enemigo -dije-. Tienes que basarte en lo que es capaz de hacer, no en lo que podría hacer.

El muchacho que limpiaba las mesas me miró estupefacto.

– ¿Cómo dice, señor?

– Sólo era un comentario sobre estrategia militar. ¿Nunca lo haces? ¿Nunca te sientas y hablas contigo mismo sobre estrategia militar?

– No, señor.

– Pues haces bien. Ten, llévate esto.

Dejé caer casi todo mi pastel de ternera y riñones en su cubo de la basura. El chico siguió con su trabajo. Yo quería dos cosas, quizá tres, según cómo se hicieran los cálculos. Quería que no me mataran. Quería desactivar a algún miembro del enemigo. Quería que, como mínimo, uno de ellos lograra escapar para poder seguirlo. Desactivar: bonita palabra. Suena mejor que matar. Pero en este caso estoy pensando en matar a un par de personas. Decir desactivar no mejorará la situación. De todos modos, la elección está en manos de ellos. No dispararé si no me veo obligado a repeler el fuego. Si intentan matarme, lucharé. No les estoy tendiendo una celada, ellos me la están tendiendo a mí… Mejor dicho, les estoy tendiendo una celada para que me tiendan una celada a fin de poderles tender una celada. ¡Qué complicado! Chico, sea un lío o no, lo harás, de modo que no tiene mucho sentido ahondar en sus repercusiones éticas. Sí, supongo que sí. Me limitaré a comprobar si después me siento bien.

Ellos tenían experiencia con explosivos y les importaba un bledo a quién herían. Eso ya lo sabíamos. Si estuviera en el lugar de ellos, esperaría que yo me internara por el túnel, haría estallar unos cuantos explosivos y me convertiría en una pintura rupestre. También podían despacharme al otro mundo desde el puente que cruzaba el canal.

Yo sabía quiénes eran ellos. Conocía a la chica y disponía de los retratos que Dixon me había entregado. Sólo la chica sabía quién era yo. Tendría que estar presente para identificarme. Tal vez yo los descubriera primero. ¿Cuántos enviarían? Si pensaban atraparme en el túnel, un mínimo de dos más la chica. Querrían contar con un hombre en cada punta. Sin embargo, cuando volaron a las Dixon eran nueve, y Dixon los vio. No hacían falta nueve personas. Seguramente se debió a su sentido comunitario: el grupo que pone bombas unidos se mantiene unido.

Sospechaba que aparecerían en pleno y que tendrían cuidado. Estarían atentos a un montaje policial; cualquiera lo haría y ellos no podían ser tan estúpidos. En consecuencia, también estarían vigilantes. Me levanté. Nada podía hacer salvo tropezar con ellos. Me mantendría lejos del túnel y, tanto como fuera posible, de las zonas abiertas, amén de vigilar todo cuidadosamente. Yo los conocía y ellos no lo sabían. Sólo la chica me había visto. Era el único margen que tendría a mi favor. Me molestaba la funda bajo la chaqueta. Me hubiera gustado contar con más potencia de fuego.

El pastel de ternera y riñones se agitó como un bolo en mi estómago, mientras me dirigía a la calle Prince Albert y cogía un autobús rojo de dos pisos para regresar al Mayfair.

Capítulo 7

En el trayecto de regreso al hotel me apeé del autobús en Piccadilly y entré en una tienda de artículos teatrales. Compré una peluca rubia, un bigote del mismo color y pegamento para maquillaje. Spenser, el hombre de las mil caras. En el suelo, junto a la puerta de mi habitación, había una bonita huella de talco. Pasé de largo y continué pasillo abajo. Cuando éste se cruzó con un pasillo transversal giré a la derecha y me apoyé contra la pared. No había indicios de que alguien estuviera al acecho. El enfoque corriente ante una situación como ésta consistiría en apostar un hombre adentro y otro afuera, pero no parecía ser ése el caso.

Claro que la huella la podía haber dejado un inocente empleado del hotel que hubiese entrado por alguna razón. Pero debía de tratarse de alguien que quería verme muerto. Dejé la bolsa con el disfraz en el suelo y desenfundé el revólver. Lo agarré con la mano derecha y crucé los brazos a la altura del pecho para mantenerlo oculto. En el pasillo no había nadie. Me asomé en el recodo: en el otro pasillo tampoco había nadie.

Caminé de puntillas hasta mi habitación. Saqué la llave del bolsillo con la mano izquierda. En la derecha llevaba el revólver, ahora a la altura del pecho y perfectamente visible. Los débiles sonidos de la amortiguada maquinaria del hotel ronroneaban alrededor de mí. Los ascensores subían, bajaban y se detenían. El zumbido de un acondicionador de aire y, a lo lejos, un televisor que sonaba a un volumen muy bajo. La puerta era de roble, y los números de la habitación de bronce.

Me detuve junto a la puerta de mi habitación y presté atención. No oí sonido alguno. Me situé a la derecha de la puerta, estiré el brazo izquierdo, introduje la llave con suma delicadeza en la cerradura y la giré. Nada sucedió. Abrí ligeramente la puerta para liberar el pestillo. Luego quité la llave y me la guardé en el bolsillo. Respiré hondo. Me costaba trabajo tragar saliva. Abrí la puerta de par en par con la mano izquierda y me aplasté contra la pared, a la derecha de la puerta. Tenía el revólver amartillado. Nada sucedió. Nadie hizo el menor sonido.