– Podrías tenerlo a buen recaudo en la Torre, Ned. No tienes por qué tomar una medida tan extrema. No ahora, al menos. ¿Por qué no esperar? Ver si de hecho estallan revueltas en su nombre.
– Dickon, mientras él viva, será un emblema para los rebeldes, una causa de disenso dentro del reino. Mientras él viva, habrá descontentos dispuestos a utilizarlo, a fomentar la rebelión so pretexto de devolverle el trono, de usar su persona como símbolo de disconformidad, por muy encerrado que esté. Mientras él viva, Dickon.
Ricardo no podía esgrimir ningún argumento convincente contra eso; lo que decía Eduardo era muy cierto. Podía entender la fría lógica en que se basaba Eduardo, pero el asunto no le gustaba en absoluto.
– Sé que no me escucharás, pero ojalá no hicieras esto, Ned -murmuró-. No me importa Lancaster. ¿Cuánto puede interesarle la vida a un hombre que no sabe ni le importa si una semana lo aclaman rey y a la siguiente es un prisionero? No es por Lancaster, Ned. Es por ti.
Eduardo torció la comisura de la boca.
– ¿Mi alma inmortal, Dickon?
Ricardo asintió adustamente, observó a su hermano con ojos oscuros y perturbados, pero no vio indicios de que su súplica lo hubiera afectado.
– Quizá asumas una culpa que Dios no puede perdonar -advirtió en voz baja, y se sobresaltó cuando Eduardo se encogió de hombros.
– En cuanto a eso, Dickon, sólo lo sabré cuando comparezca a rendir cuentas ante el trono de Dios. Por ahora, lo que más me preocupa es el trono de Westminster.
Ricardo ensanchó los ojos. En ocasiones le parecía que Ned se acercaba peligrosamente a la blasfemia. Pensó turbadamente que cuando elevara plegarias por el reposo de las almas de sus difuntos padre y hermano, más valdría rezar también por Ned. Al fin asintió.
– ¿Cuándo se hará? -preguntó de mala gana-. ¿Esta noche?
– Después de la reunión del consejo.
Ricardo habría preferido no asistir a esa reunión. Se puso de pie, sintió una súbita fatiga, como si hubiera cabalgado tres días sin descanso.
– Como quieras, Ned. Pero… -Titubeó y luego barbotó con aflicción-: Pero no puedo olvidar lo que él te dijo aquel día en el palacio del obispo. Que sabía que su vida estaría a salvo en tus manos. Cielos, Ned, si yo no puedo olvidarlo, ¿cómo puedes olvidarlo tú, que eras el destinatario de esas palabras?
– ¡Basta, Dickon! ¡Es más que suficiente! -Su hermano demostró tanta furia que Ricardo se amilanó, arredrado por una cólera que había surgido de pronto, como un relámpago en un cielo despejado, repentina, intensa, abrasadora-. Te llamé para tener la cortesía de informarte antes que a los demás. Una cortesía, es todo. No quería discutir contigo. Yo tomo la decisión y tú debes aceptarla, y no quiero más comentarios. Ni ahora, ni esta noche. Sobre todo, esta noche. ¿Está claro?
Ricardo asintió en silencio. Nunca había afrontado la furia de Eduardo en su plenitud; aunque le costara confesarlo, le resultaba enervante.
Le habían ordenado que se marchara; lo sabía sin que se lo dijeran. Se detuvo en la puerta.
– Ned, lamento haberte decepcionado en esto -dijo desdichadamente-, No era mi intención, pero…
Vio que los ojos de Eduardo se ablandaban.
– Te veré esta noche, Dickon.
Ricardo aún vacilaba.
– Ned, preferiría no asistir, si no te molesta.
– Me molesta -dijo Eduardo con voz cortante-. La reunión se celebrará en esta cámara, a partir de las ocho. Sé puntual.
A Ricardo sólo le restaba marcharse. Cerró dando un portazo. No le ayudó. Al salir al patio de la Torre, le sorprendió descubrir que el sol del crepúsculo aún calentaba el día, ver rostros que se ensanchaban en sonrisas, complacidos por la entusiasta bienvenida que Londres había otorgado a la Casa de York.
La cámara de audiencia estaba alumbrada por antorchas, las ventanas abiertas al aire fresco de la noche. Reinaba silencio en la habitación. De los nueve hombres reunidos allí, siete observaban a Eduardo. Sólo Ricardo no lo miraba. Se mantenía apartado, apoyado en una pared, con expresión huraña; no había dicho media docena de palabras desde que se había iniciado el consejo. Eduardo lo miró brevemente y luego miró a los demás.
Jorge sólo demostraba indiferencia. Los demás, en cambio, compartían una expresión asombrosamente similar, disgusto rayano en el bochorno. Ambos cuñados de Eduardo, Suffolk y Anthony Woodville, habían sido leales a Lancaster en otros tiempos, habían jurado vasallaje al hombre que Eduardo se proponía asesinar. El recuerdo inquieto de una tenaz lealtad asomó fugazmente en su semblante, pero ninguno de los dos dijo nada. Eduardo sabía que callarían. El conde de Essex lo miraba consternado. Para un beato como Essex, lo que Eduardo se proponía hacer era un pecado mortal que pondría su alma en peligro. Pero también Essex callaba. El canciller de Eduardo, Robert Stillington, era obispo de Bath y Wells; él, precisamente, tendría que haberse opuesto a la muerte de un inocente. En cambio, sólo prestaba atención al chisporroteo de una vela, y raspaba industriosamente con la uña las pegajosas gotas de cera. Eduardo miró al sacerdote sin ocultar su desdén, posó la vista en Will Hastings y Jack Howard. Ambos eran realistas curtidos y entendían la necesidad de esa decisión. Eduardo lo sabía; también sabía que les gustaba tan poco como a Ricardo.
Con la posible excepción de Jorge, no había en esa cámara un solo hombre a quien le gustara. Todos habrían agradecido que Enrique de Lancaster muriera súbitamente mientras dormía, o se sofocara con un hueso de pollo, o pillara un resfriado que terminara por ser fatal. Pero ninguno se sentía cómodo con la idea de mandar a Enrique a mejor vida. Eduardo esperaba esa reacción, sin embargo, sabía que tendrían escrúpulos para ajusticiar a un hombre tan simple que muchos lo consideraban un santo.
Vio que John Howard se retorcía en la silla, miraba a Ricardo. Eso tampoco sorprendió a Eduardo. Ricardo se llevaba la copa de vino a la boca; le servía para ocultar sus pensamientos. Si reparó en el escrutinio de John, no lo demostró. Howard se volvió hacia Eduardo.
– ¿Es realmente necesario, Vuestra Gracia? -dijo, midiendo cada palabra.
– Jack, ¿crees que me avendría a hacerlo si no fuera así? -dijo Eduardo mordazmente, y vio que una tenue mancha roja cubría el rostro y el cuello del anciano.
Eso fue todo. Nadie se le oponía en esto, nadie protestaba ante este homicidio que aplacaba sus temores aunque les turbara la conciencia. Eduardo sabía que sería así, pues esa tarde se había encargado del único riesgo que podía prever. Si se lo hubiera revelado a Dickon en el consejo, el muchacho habría barbotado la misma objeción que había hecho tan acaloradamente en privado. Y bien podría haber arrastrado a los demás. Essex y Anthony, sin duda, quizá hasta Will y Suffolk. Después de todo, no habría habido riesgo en respaldar al hermano que todos consideraban su otro yo. Y luego habría tenido la ingrata tarea de contradecir al consejo, abogando por el homicidio mientras ellos pedían clemencia. Y allí, como una pestilencia que flotara en el aire, revolotearían las semillas del disenso, procurando echar raíz. No pensaba permitirlo. Había hablado con Dickon esa tarde para impedirlo, pero se permitió sentir cierto alivio, pues todo había salido como él quería.
– ¿Entonces coincidimos en cuanto a lo que debe hacerse? -Era una pregunta retórica, desde luego. Aguardó unos instantes y añadió-: Quiero que se le comunique esto a lord Dudley. Como condestable de la Torre, es responsable de que se cumplan mis órdenes. -Escrutó los rostros que rodeaban la mesa, uno por uno-. Will, tú y Anthony llevaréis mi mensaje a Dudley. Miró súbitamente a su hermano-. Tú también, Dickon.
John Howard parecía aliviado de que no lo hubieran designado, Jorge levemente ofendido por el mismo motivo. Había resignación en la cara de Will y de Anthony. Ricardo lo miraba con incredulidad.