– ¿Yo?
– Eres lord condestable de Inglaterra, ¿o no?
– Sí, pero…
– ¿Pero qué, Dickon? ¿De quién esperaría Dudley semejante orden, sino de mi lord condestable?
Ricardo estaba atrapado y lo sabía. Dirigió a Eduardo una mirada de súplica, y al ver que no servía de nada, de cólera.
– ¿También queréis que examine el cadáver, majestad? -murmuró, y por un instante Eduardo se preguntó si no había ido demasiado lejos, si no había pedido más de la cuenta.
No había querido que el consejo se preguntara por qué no había recurrido, como sería normal y natural, a la persona que ostentaba el título de condestable y gozaba de su confianza. Pero ahora pensó que habría sido mejor dejar que se lo preguntaran. Tuvo un pensamiento desagradable e imprevisto. ¿Acaso se vengaba de Dickon por sus palabras de esa tarde, por recordarle algo que él había preferido olvidar? «Sé que en tus manos mi vida no correrá peligro.» Para colmo, Lancaster lo había dicho en serio, era totalmente franco en su inocencia.
Reparó en el silencio tenso, notó que todos le clavaban los ojos. Se preguntó cuánto habría revelado con su expresión. Más de lo que deseaba, sospechó. Bien, ya estaba hecho… o casi. En cuanto a Dickon, podía compensarle el mal momento, y lo haría. Sentía impaciencia por terminar con el asunto, por dejarlo en el pasado y olvidarlo.
Will lo notó, se levantó de mala gana.
– Quiero deciros algo a todos -dijo abruptamente Eduardo-, y es que no deseo volver a hablar de esto. No soy Enrique Fitz-Empress y no diré de Lancaster lo que Enrique dijo del mártir Tomás Becket: «¿Nadie me librará de este cura alborotador?». La decisión de esta noche es mía, la responsabilidad y la culpa, si la hay, también es mía. Ahora bien, Will y Dickon, id a ver a Dudley. Decidle que se debe hacer rápidamente, y con limpieza. También decidle que no debe haber una herida visible. Después de todo, habrá una capilla ardiente.
El silencio se profundizó aún más, si era posible. Fue entonces cuando Jorge decidió hacer su primera aportación a la conversación.
– La torre donde se aloja Lancaster se llama Wakefield, ¿verdad?
Eduardo nunca había estado de peor humor para los delirios de Jorge.
– ¿A qué viene eso, Jorge?
– Sólo pensaba que el terreno sangriento donde murieron nuestro padre y nuestro hermano se conoce como Wakefield Green. Bastante apropiado, ¿verdad?
Eduardo le clavó los ojos.
– Sí -dijo lentamente-, me figuré que pensarías eso.
Esa noche Isabel había puesto gran cuidado en su apariencia. Sus damas aplicaron hábilmente kohl y belladona para resaltar el verdor de los ojos, esparcieron polvo de oro sobre el cabello aclarado con limón y bruñido con seda. Se había bañado en agua de rosas y escogido un perfume recién importado de Alejandría, y luego se tendió cómodamente en la cama para esperar a su esposo.
Él no apareció. Transcurrieron las horas. Al principio se impacientó y luego se enfureció, y después se inquietó. Hacía treinta y tres días que Ned no se acostaba con ella. Sin duda no habría cambiado su lecho por los brazos de una ramera, justo esa noche.
Rabió, sin conseguir nada. Al fin el agotamiento triunfó sobre la furia y se durmió. En algún momento de la noche, rodó sobre sí y se encontró contra una piel cálida. Conque él había ido, después de todo. Tenía demasiado sueño para regañarlo; se estiró y se acurrucó contra él en una somnolienta bienvenida. Ya no estaba de ánimo para retozar, pero eso no le preocupaba; sabía que él encendería su ardor fácilmente. Prefería que él la despertara en medio de la noche para complacerse a que Eduardo no hubiera acudido, en la noche de su retorno.
Pero no sintió el esperado contacto de esas manos en el cuerpo. Ya despejada, abrió los ojos, vio que él yacía de espaldas, mirando el vacío.
– ¿Ned?
Había dejado antorchas encendidas para él; aún ardían, pero la luz no era benévola. Él tenía la boca cuarteada, y profundas arrugas le aureolaban los ojos. Ya no sospechaba que se hubiera entretenido con una de las mujerzuelas de la corte. Estaba ojeroso, y no tenía la cara del hombre que ha saciado sus apetitos en otra parte.
Él movió la cabeza al oírla, le rodeó los hombros con los brazos, pero nada más.
– Te estaba esperando, mi amor -dijo ella, y buscó su boca con los labios.
Fue un beso muy insatisfactorio, a juzgar por la reacción de él. Apenas le había llamado la atención, y no le había despertado el menor interés.
– ¿Ned? ¿Qué sucede? ¿Pasa algo malo?
– Nada. -Él se puso una almohada detrás de la cabeza, se acomodó. Al cabo de un rato, dijo: Esta noche hice ejecutar a Enrique de Lancaster en la Torre.
Isabel no sabía qué se esperaba de ella. Optó por la franqueza.
– Me alegra, Ned. Era la única decisión racional.
– ¿Entonces lo apruebas?
– Estoy segura de que sepultaremos nuestros problemas en la tumba de Lancaster. ¿Pero qué hay de la muchacha, Ned? La hija de Warwick. ¿No estará encinta del príncipe?
– A veces me olvido del rápido cerebro que se aloja bajo esas trenzas sedosas -dijo él, acariciando el suave cabello derramado sobre la almohada-. Pero en eso tenemos suerte. No creo que Ana esté embarazada.
– ¿Qué habrías hecho si lo estuviera? -preguntó ella con curiosidad, y él se apartó el pelo de la frente.
– ¿Qué podría haber hecho, Lisbet? -preguntó, con defensiva impaciencia-. Me habría encargado de que pusieran al niño en manos de los benedictinos, de que lo ordenaran monje y le enseñaran a desear una vida entregada a Dios.
– Hablando de ello -sugirió Isabel pensativamente-, creo que un convento es el lugar más adecuado para la hija de Neville. Que tome los hábitos, Ned. ¿Para qué recordar a la gente innecesariamente la existencia del príncipe lancasteriano, que afortunadamente ha muerto? Si ella es olvidada, todos se olvidarán más pronto de él.
Él sonrió torvamente; sabía muy bien que ella detestaba a todos los que llevaban el apellido Neville.
– Eso complacería demasiado a mi hermano Jorge, tesoro, y sabes que no doy ninguna satisfacción a Jorge si puedo evitarlo. Por lo demás, Dickon ama a la muchacha.
– ¿Y piensas entregársela? -exclamó ella, sobresaltada.
– Pienso entregarle lo que él quiera.
Ella abrió la boca, la cerró bruscamente. Esto era nuevo, esta súbita predilección por Gloucester, una peste que Ned había contraído en Borgoña. Nunca le había gustado Gloucester, aunque lo prefería a él y no a ese canalla de Clarence, pero podía aprender a odiar a Gloucester sin dificultad si Ned se empeñaba en preferirlo. Él aún hablaba de Gloucester:
– Se tomó a mal este asunto de Lancaster. Pero me lo esperaba. Mi primo Warwick, que en ocasiones acertaba con la verdad, dijo una vez que Dickon era doblemente desdichado, pues era un moralista y un idealista.
Rió en voz baja, con más afecto que ironía, e Isabel apretó los labios. La sola mención del nombre de Warwick bastaba para ofuscarla.
– Quizá me equivoqué al pedirle que viera a Dudley. Will regresó después, pero Dickon no. -Suspiró-. Will es un buen hombre. A él tampoco le gustó mucho. En realidad, no le gustó a nadie.
Era insòlito que Eduardo cavilara de esta manera. Isabel se incorporó, se apoyó en la almohada, lo miró con ojos inquisitivos.
– Will ordenó a Dudley que lo llevara a la torre Wakefield, una vez que se hizo. Will es leal. Dijo que Dickon se negó a ir. Tampoco fue Anthony, desde luego.
Al mencionar al hermano de Isabel, su voz cambió y cobró un tono que distaba de ser halagüeño. Isabel sintió una punzada de resentimiento. ¿Cómo podía hablar con tanta tolerancia de la negativa de Gloucester y luego culpar a Anthony por hacer lo mismo?
– ¿Alguna vez te hablé, Lisbet, sobre el día en que estuve a punto de provocar la muerte de Nicholas Downell?
– ¿Quién diantre es Nicholas Downell? -rugió ella, aún irritada por lo que consideraba un comentario injusto sobre su hermano, pero él no pareció reparar en el tono.