Выбрать главу

– Durante un tiempo fue sirviente mío y de Edmundo, en Ludlow -continuó, como si ella realmente tuviera interés-. Y siendo un joven con pocos más años que nosotros, no tenía una tarea fácil, la de tratar de impedir que Edmundo y yo nos ahogáramos en el Teme o bajáramos desde las almenas del castillo con cuerdas, o cualquier otra locura que se nos ocurriera.

»Un verano (creo que yo tenía alrededor de once años) los tres descubrimos lo que parecía ser un nido de halcón entre los peñascos de Whitcliffe. Yo decidí escalar y confirmarlo con certeza mientras todavía estaba desprotegido. Nunca me había molestado la altura, pero nunca me había encontrado aferrándome a un peñasco como una sanguijuela, buscando asideros en lo que súbitamente parecía ser roca lisa. Pronto caí rodando, y aterricé a los pies de ellos sin aliento y con la boca llena de sangre.

»Bien, ellos perdieron todo interés en halcones, nidos y afines. Pero yo seguía empecinado en adueñarme de uno de esos pichones para transformarlo en ave de cetrería. Pero no me animaba a escalar de nuevo. Edmundo no quería saber nada; él siempre tuvo sensatez suficiente para los dos. Así que le dije a Nicholas que él tendría que trepar y traernos el nido.

Eduardo volvió la cabeza, miró a su esposa.

– Él no quería hacerlo, pero le ordené que lo hiciera, y creo que temía perder prestigio al confesar que tenía miedo. Así que lo intentó, y a medio camino perdió el equilibrio y cayó. Pensé que estaba muerto. No era así, pero se partió algunas costillas, se abrió la cabeza y… bien, tuvo suerte, teniendo en cuenta lo que pudo haber ocurrido.

»Mi padre montó en cólera al enterarse, como te imaginarás. No recuerdo cómo me castigaron, una azotaina, probablemente. Pero nunca olvidé lo que dijo ma mòre cuando tuve que contarle lo que había hecho: «Nunca, Eduardo, ordenes a un hombre hacer algo que tú no harías».

– ¡Caramba, Ned! -Isabel estaba tan sorprendida que se irguió, se puso de rodillas para mirarlo-. ¿Tanto te molesta haber ordenado la ejecución de Enrique?

Él la encaró con súbita severidad.

– ¿Qué esperabas, que me complaciera hacerlo? ¿Crees que me gustaba la idea de asesinar a semejante hombre? Un tonto simple y bondadoso que sólo se dedicaba a rezar y alimentar a los gorriones que atraía a su ventana. ¡Cielos, mujer, claro que me molesta!

Los hombres, pensó Isabel, eran los mayores tontos del mundo. Ahora se pondría a hablar del honor y la caballería y otros dislates… ¡Como si hubiera honor en la muerte! Pero si él quería aplacar su conciencia ahora que podía hacerlo sin peligro, no sería ella quien le negara ese dudoso consuelo. No duraría más allá del alba, de todos modos… No estaba en la naturaleza de Eduardo dedicarse a la penitencia.

Él la miraba con el ceño fruncido, y pronto encontraría alguna crítica, para atenuar su remordimiento a expensas de ella. Pero ella no cometería la necedad de brindarle el consuelo azucarado que podría haber calmado el temperamento de otro hombre. Él la conocía demasiado, sabría que la conmiseración era falsa, sabría que mentía. Ella evaluó sus opciones y sonrió, se inclinó para darle un cálido beso en la boca. Entre ellos, eso nunca era mentira.

Pero no obtuvo una reacción alentadora. Él se limitó a aceptar el beso, y ella pronto tuvo una prueba incontrovertible de que el cuerpo de él era indiferente. Se apartó un poco, frunciendo el ceño, y él le tocó la mejilla.

– No te aflijas, tesoro -le dijo para calmarla-, esta noche estoy demasiado cansado para que mi cuerpo ansíe otra cosa que el sueño, pero mañana lo compensaré, te lo prometo.

Isabel echó la cabeza hacia atrás, sacudió la aureola de luz que se derramaba sobre sus senos y sus hombros. No era frecuente que él demostrara menos avidez que ella, y le dolía, máxime esa noche. Necesitaba que él la deseara con un hambre caliente que sólo ella pudiera satisfacer; ése era el talismán que Isabel usaba para compensar las infidelidades, el odio de sus súbditos. Además, pensaba amargamente en esas treinta y tres noches. ¡Sabía muy bien que él no se había abstenido en esas semanas! Bien, que hiciera lo que pudiera para satisfacerla. Después de todo, ella era la reina, no una de esas pelanduscas que sólo servían para complacerlo a él.

Los rencorosos destellos de esta vieja rencilla no enfriaban su deseo; algunos de sus juegos más excitantes habían nacido de riñas. Se inclinó de nuevo sobre él, le besó la boca.

– No puedo esperar hasta mañana, Ned.

Él se rió; no había modo más seguro de devolverle el buen humor que confesarle que lo deseaba. Reaccionó mejor cuando ella volvió a besarlo, pero actuaba más para complacerla a ella que para satisfacer su propio apetito. Ella quería algo más; quería que él le hiciera el amor, no sólo que la atendiera.

– Sospecho, Ned, que no estás tan cansado como crees -murmuró Isabel-. Más aún, sospecho que tu sangre está tan caliente como la mía y apuesto a que no me costaría nada demostrarlo.

Notó que eso despertaba su interés. Él le hociqueó la garganta.

– ¿Es una amenaza o una promesa?

– Júzgalo por ti mismo -dijo ella, y se metió riendo bajo las mantas. Ella también estaba de mejor humor; pisaba un terreno conocido, tan conocido como el cuerpo que se proponía despertar. Su confianza no era errada, y no resultó tan difícil. Uno de los aspectos más agradables de la naturaleza de su marido, reconoció, era que podía excitarlo aun en su lecho de muerte. Se deslizó más abajo, le oyó decir con una carcajada:

– ¡Por Dios, tu pelo me hace cosquillas, tesoro!

No estaba indiferente cuando ella volvió a erguir la cabeza. Ella nunca se sentía tan confiada como cuando podía despertar una necesidad tan apremiante.

– Reclamo una prenda, mi señor -dijo sin aliento-. ¿Reconoces que he ganado la apuesta?

Las sábanas y mantas estaban en el suelo y ambos estaban envueltos en la marea de su cabello; él se sentía como si se ahogara en seda.

– Bruja -le dijo, y jadeó ante lo que ella hizo a continuación, la aferró ávidamente, la puso encima de él.

Ya no pensaba en la fea imagen que lo había rondado desde la medianoche, la de una silueta frágil y encorvada derribada a la sombra del oratorio preparado para sus oraciones. Ya no recordaba la repulsión controlada de Will cuando le relató lo que había visto al entrar en la torre Wakefield, que el asesinato se había cometido ante el altar mismo de Nuestro Señor Jesucristo, Hijo Unigénito. Tampoco veía los ojos de Dickon, que lo acusaban de traición. Sólo pensaba en Lisbet, que ahora gemía y lo aferraba con uñas afiladas. Y luego ni siquiera pensó en Lisbet, sólo en las sensaciones físicas que reclamaban su cuerpo.

Al día siguiente los londinenses se sorprendieron al enterarse de que Enrique de Lancaster había muerto súbitamente la noche del martes en la torre Wakefield. Como era habitual, el cuerpo se exhibió públicamente en San Pablo y luego en Backfriars, y luego fue sepultado discretamente en la abadía de Chertsey. Algunos sugirieron que la pesadumbre por la pérdida de su hijo había destruido la frágil salud de Enrique, otros que era la clemencia de Dios. La mayoría, sin embargo, intercambiaban miradas suspicaces, sonreían con cautela. Algunos se encogían de hombros, otros imprecaban y rezaban en secreto por el alma del infortunado demente, de pronto visto como mártir. Pero todos se apresuraron a proclamar en alta voz su lealtad a Eduardo de York, al monarca que ahora era dueño de Inglaterra, ungido nuevamente en la sangre de Barnet y Tewkesbury.

4

Londres. Mayo de 1471

Véronique de Crécy era la tardía hija segunda de un caballero, vasallo del duque Renato de Anjou. No poseía herencia. Cuando su padre murió de una afección pulmonar en la primavera de 1459, las modestas fincas de los De Crécy habían ido a su único hijo varón, Guillaume, y la escasas joyas y objetos de plata que su padre había logrado acumular se habían usado el año anterior al nacimiento de Véronique para la dote de su hermana Marthe. No quedó nada para Véronique, hija del error de cálculo, nacida cuando se consideraba que ya habían pasado los años fértiles de su madre.