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Margarita decía a menudo que el diablo favorecía a York. Ahora Véronique pensaba que también Dios los favorecía. En menos de un mes, había terminado. El rey yorkista había vencido. El príncipe Eduardo había muerto y por él sentía cierta piedad, recordando cuán joven y apuesto era. Pero no sentía la menor piedad por Margarita, que había desfilado en un carro abierto por las calles de Londres entre muchedumbres burlonas. Lo único que le importaba era que Ana estaba a salvo. Estaba a salvo e iría al Herber, el palacio de su hermana, donde sus heridas sanarían y empezaría a olvidar. Véronique encendió velas de gratitud, aguardó con impaciencia la llegada de Ana de Coventry.

El día del espectacular ingreso del rey Eduardo en Londres sería inolvidable para Véronique. Ana no tenía interés en salir a presenciar la procesión de la victoria. Tras insistir en vano, Véronique decidió escabullirse por su cuenta, pues ansiaba observar la bienvenida de los señores yorkistas.

Era la primera vez que estaba sola en Londres, una ciudad que la intimidaba aun en los días comunes, y no tardó en lamentar su impulso. Bajo la superficie de celebración acechaba una desagradable corriente de intolerancia. Los londinenses acababan de pasar un buen susto, y por un tiempo habían temido que Fauconberg capturase la ciudad. Fauconberg, un primo bastardo del conde de Warwick, era visto como el hombre de Margarita, a quien culpaban por el daño causado cuando él bombardeó la Torre. La gente no había tardado en recordar que ella nunca había dado un bledo por Londres, que era ante todo una francesa.

No era un día apropiado para que una muchacha como Véronique se paseara sin escolta, pues delataba su origen extranjero en cuanto abría la boca. De pronto la rodearon jóvenes socarrones que se mofaban de su acento y le derramaban vino en el vestido. Afortunadamente, había testigos dispuestos a socorrerla. Sus salvadores, un posadero de Aldgate y sus hijos, no sólo habían amenazado con moler a palos a sus acosadores, sino que se ofrecieron a recibirla en su casa.

Casi sin que ella se percatara, apareció sentada ante un hogar, le ofrecieron cerveza y comprensión, y esto contribuyó a aplacar su histeria. La esposa del posadero también era una buena samaritana, e insistió en limpiar el vestido manchado de vino, y Véronique no pudo menos que aceptar cuando sus nuevos amigos la invitaron a cenar. Pronto descubrió que eran partidarios de Lancaster, y pudo retribuir su amabilidad relatando varias anécdotas aceptablemente verosímiles sobre Koeur y la reina que lo había perdido todo en el Prado Sangriento de Tewkesbury.

Era tarde cuando la acompañaron de vuelta hasta el Herber por las calles silenciosas. Eran casi las diez y hacía ocho horas que se había marchado pero, para su sorpresa, Ana no le hizo preguntas, y no parecía haber reparado en su ausencia. Aún más le sorprendió la apariencia de Ana. Había abandonado su ropa de luto y llevaba su prenda más bonita, un veraniego vestido de seda color zafiro con bordados de terciopelo azul claro. Le habían cepillado el cabello, que relucía como satén, y lo habían soltado en una cascada sobre la espalda en cambiantes tonos de oro oscuro, rojo y pardo. Obviamente había pasado largo tiempo ante el espejo de su alcoba, lo cual era extraño en una muchacha que prestaba poca atención a su apariencia.

Véronique cerró la puerta, se acercó para estudiar intrigada a la muchacha más joven. Era evidente que Ana no había salido del Herber; una mujer nunca llevaba el cabello suelto fuera de la intimidad de su hogar. Y sin duda no se había vestido con tanta elegancia para quedarse a solas en su alcoba.

– ¿A quién agasajaste esta noche, chérie? -bromeó Véronique-. ¿A Su Gracia el rey?

– Yo esperaba… -La voz de Ana era tan baja que Véronique apenas le oía-. Esperaba que pasara mi primo.

– ¿Tu primo? ¿Te refieres al duque de Gloucester? -Véronique sintió curiosidad, recordando que Ana le había hablado de una propuesta de casamiento con su primo de Gloucester, aunque su hermano Eduardo lo había prohibido-. Ana, no quiero fisgonear, pero hace tiempo me intriga tu relación con tu primo. Te cambia la voz cuando pronuncias su nombre, se torna más suave. Lo amas, ¿verdad?

– Lo amo -dijo Ana-. Siempre lo he amado. Desde que era niña… Mi padre quería que nos casáramos, y yo crecí con esa idea en mente. Parecía tan natural que nunca me imaginé que pudiera ser de otro modo. Siempre fue Ricardo, Véronique, sólo Ricardo.

– ¿Y qué hay de él, Ana? ¿Qué siente por ti?

– No sé, no estoy segura. La tez clara de Ana se oscureció, la sangre le coloreó el rostro y la garganta-. El día en que estuvimos juntos en Coventry, él fue muy tierno conmigo, Véronique. Me hizo sentir a salvo, de un modo que yo había olvidado, y me atreví a creer… que él aún me tenía afecto, que podría quererme aun ahora, después de Lancaster. Pero luego lo estropeé todo, le dejé ver mi miedo…

No era preciso que fuera más explícita, pues hacía tiempo le había confiado a Véronique cuán desagradables eran las noches que había pasado en el lecho de Lancaster.

– Chère Ana, escúchame. Deduzco que él intentó ir demasiado lejos demasiado pronto, ¿verdad? Tal vez hayas lastimado su orgullo, pero sanará. Y si es tan valioso como crees, comprenderá que la culpa no fue sólo tuya sino de él, quizá más de él.

– Ojalá estuviera tan segura como tú, Véronique. Si hubiera venido esta noche…

– Si lo amas, Ana, debes tenerle más fe. Y ahora debo hacerte una pregunta. Sabes que deseas que Lancaster quede en el pasado. ¿Entonces por qué sigues usando su sortija?

Ana se sorprendió, se miró la mano con ojos pensativos.

– Sí -dijo lentamente-, ¿por qué?

Tironeó del anillo, se lo quitó. Por un instante lo sostuvo en la palma, sopesando las posibilidades, pero los postigos abiertos eran una atracción irresistible. Se levantó de la cama, corrió a la ventana y arrojó el anillo por los aires, miró con torva satisfacción mientras desaparecía en la oscuridad, sin dejar rastro de su paso.

Ana no se alegraba de que su cuñado hubiera regresado al Herber, pero sus temores parecían infundados. Jorge le prestaba poca atención; no hubo repeticiones de su confrontación en Coventry. Junio pasó sin incidentes.

Julio llegó con una lluvia violenta, y los establos estaban rodeados por un mar de fango. Véronique se detuvo consternada. Una de las valoradas hembras de alano del conde de Warwick había parido y a Véronique le agradaba observar a los cachorros movedizos y chillones que trepaban a su paciente madre, se mordían enérgicamente la cola y exploraban los confines del mundo del pesebre. Pero, por encantadores que fueran los cachorros, Véronique no pensaba vadear el pantano en que se había transformado la zona de los establos, y regresó a la casa.

Había caballos amarrados en el patio, y aminoró la marcha al verlos. Echó una ojeada a los hombres que remoloneaban y notó que llevaban un Jabalí Blanco en la manga. A estas alturas Véronique sabía algo sobre heráldica inglesa. Subió a la carrera la escalera que conducía al salón.

Una cincuentena de hombres merodeaba, la mayoría pertenecientes al duque de Clarence, que tenía un séquito de trescientos. Aguardaban las órdenes del duque, y presenciaban fascinados la acalorada discusión que había estallado entre el duque y el hermano.

– Te digo, Dickon, que no puedes verla. Está enferma, ha guardado cama toda la semana. Te lo dije la última vez que estuviste aquí. Tendrás que regresar en otra oportunidad.

– Sabes que mañana parto hacia la frontera escocesa, Jorge.

– Entonces tienes un problema, pero no es cosa mía. No me culparás por la enfermedad de Ana.

– No, si creyera que realmente está enferma.

– No me importa lo que creas. Querías ver a Ana; estaba enferma. Todavía está enferma. ¿Qué quieres que haga, dejarte compartir su lecho de convaleciente? Mi médico te ha dicho que ella no puede recibir visitas. Decídselo de nuevo, doctor Randall, quizá esta vez lo entienda.