– Ella espera que yo esté bien -dijo con una sonrisa desganada-, y también espera que yo te exhorte a ayudarla a recobrar sus propiedades.
Él le había asido la mano, y la sostuvo entre las suyas.
– Ana -le dijo-, debes saber que Ned no parece dispuesto a escuchar esa solicitud. Haré lo que pueda, pero…
Ella asintió. Entendía lo que él era reacio a decir. Ned se proponía mantener a su madre en la abadía. A causa de Jorge. Jorge, que estaba empecinado en adueñarse de las tierras de los Beauchamp, a toda costa. Debía sentir pena por su madre, pero no sentía nada. No estaba tan resentida como Isabel, que repetía que su madre podía podrirse en Beaulieu, si por ella fuera. Pero le costaba sentir compasión.
Lo que sentía, ante todo, era alivio de no tener que compartir el confinamiento de su madre. Veía que sus primeros temores habían tenido un firme arraigo en la realidad. Si Ned accedía a despojar a su madre de sus propiedades para apaciguar a Jorge, también habría accedido a hacerla enclaustrar dentro de los muros de un convento, habría permitido que Jorge hiciera lo que quisiera con ella. Era Ricardo quien se interponía entre ella y ese destino, sólo Ricardo.
– Te agradecería que intercedieras por ella, Ricardo -dijo, liberándose así del deber filial que su madre le había impuesto-. Serías muy amable en tomarte esa molestia, pues sé que nunca le tuviste gran estima.
– No lo hago por mi prima Nan. Lo hago por ti, Ana.
– Oh -jadeó ella, mirando las manos de ambos, entrelazadas sobre el asiento, los dedos unidos en un lazo que parecía inquebrantable. Santa María Virgen, no me hagas esto, pensó brumosamente. No me hagas creer que él me quiere si no es así. No podría soportarlo.
– He pensado mucho en ti en estas semanas.
– ¿De veras, Ricardo? -Le costaba respirar, y él debió de notar que se le había acelerado el pulso, pues le apoyó los dedos en la muñeca. Le acariciaba la palma con el pulgar provocando sensaciones que la distraían, tan enervantes como desconocidas. Ella quería apartar la mano y, al mismo tiempo, que él la abrazara, que la apretara contra su corazón y la llamara «amor» fervientemente.
Obviamente, eso era lo que él se proponía. Le había ceñido el talle con el brazo. Le dedicó la sonrisa que siempre había reservado para esas ocasiones en que quería persuadirla de actuar con imprudencia.
– Siéntate junto a mí, Ana.
La sonrisa aún obraba la misma magia. Ella rió nerviosamente, se le acercó.
– Cielos, Ricardo, si me siento más cerca, estaré encima de ti.
Sintió la boca de él en la sien, el aliento cálido de su risa.
– No me molestaría en absoluto, amor mío -dijo él.
– Tampoco a mí -susurró ella, sin saber si deseaba o temía que él lo oyera, y supo que la había oído cuando él la estrechó con más fuerza. Qué raro, pensó, que su cuerpo fuera tan conocido pero tan extraño para ella. Su ropa estaba perfumada con raíz de lirio y azafrán. Un corte en la barbilla indicaba que él se había tomado el trabajo de rasurarse antes de ir a verla. Sintió el impulso de besar la herida, pero se limitó a acariciar con suavidad esa prueba de la prisa del barbero. Su cabello lustroso caía en el cuello del jubón, y ella descubrió que tenía esa airosa suavidad que el pelo de ella tenía cuando estaba recién lavado.
– Quiero besarte, Ana.
La única sorpresa era que él hubiera optado por pedirlo. Quizá los temores de Ana fueran tan difíciles de superar para Ricardo como lo eran para ella. Asintió tímidamente, irguió la cara. Él no sabía a tomillo, como en el jardín del priorato, pero su boca era cálida, tal como ella recordaba. Deseaba que su corazón dejara de latir con tal fuerza, sin duda él podía oírlo.
– No tendrás miedo de mí, ¿verdad, amada Ana?
– No, Ricardo -susurró ella-. Nunca de ti…
Sus ojos se encontraron.
– Tengo algo para ti -dijo él, y hurgó en el zurrón que le colgaba del cinturón, extrayendo un paquete envuelto en terciopelo verde-, Al principio esperaba tenerlo para tu cumpleaños, y luego para tu santo, pero parece que también deberé perdérmelo.
Ana miró en silencio lo que sostenía en la mano, un relicario finamente labrado, con forma de óvalo dorado y perfecto. Era una exquisita obra artesanal, pero lo que le quitó el aliento fueron las iniciales entrelazadas, talladas tan cerca que no se distinguía dónde terminaba la A enjoyada y dónde empezaba la R. No se imaginaba cómo él había encontrado el tiempo para hacerlo confeccionar en medio del ajetreo de las últimas semanas, y pensó aturdidamente que debía de haber ordenado a un orfebre que trabajara día y noche para hacerlo en tan poco tiempo, para poder entregarle esto, que sólo se podía considerar una prenda de amor.
Palpó la traba hasta que el relicario se abrió, se lo acercó.
– Pon un rizo de tu cabello… por favor.
Él no dijo nada, sólo desenvainó la daga, se la entregó. Ella se levantó, anudó algunos mechones de cabello oscuro alrededor de la hoja. Mientras envainaba la daga, él cogió el relicario y se lo ciñó a la garganta.
– Para que me recuerdes -dijo, y sólo entonces sonrió. Ella quería decirle que todos sus pensamientos serían para él.
– Dame un beso de despedida -dijo en cambio.
Estaban tan cerca que él sólo tuvo que bajar la boca. Fue un beso delicado, más tierno que apasionado. Luego ambos se miraron, y él vio en los ojos de ella reflejada su propia renuencia a hablar, a exponerse a las palabras. Ella se le acurrucó en los brazos y él la estrechó. Por el momento, era suficiente.
Él estaba en el camino del sol y cerró los ojos para protegerse del resplandor; sentía las manos de ella en la espalda. Ana le parecía temiblemente frágil y pensó que era fácil lastimarla con un mínimo esfuerzo, que bastaría un soplo. Se puso a besarle la cara, se tomó su tiempo para llegar a la boca. Notó que estaba tensa, insegura; había cierta rigidez en el cuerpo esbelto que sostenía. Pero ella entreabría los labios por su propia voluntad, invitándolo a tomar su boca en besos apasionados. Era una invitación que no podía resistir, y no veía motivos para resistirla.
Al cabo de un rato, ella protestó suavemente.
– Ricardo… Ricardo, no puedo respirar… Espera, amor…
Pero parecía feliz de estar en sus brazos, y eso lo tranquilizó.
– Está bien, querida -murmuró contra su cabello-. Te lo prometo: nunca te lastimaré, nunca…
Los ojos de Ana eran más oscuros de lo que él recordaba, y ofrecían un refugio umbrío a los recuerdos que ella no podía olvidar, ni siquiera ahora. Que Dios maldijera a Lancaster y Warwick por lo que le habían hecho. Que Dios los maldijera a todos, pensó con súbita y amarga ternura, y la besó de nuevo, jurando que ella olvidaría, que él le haría olvidar, por mucho tiempo que necesitara, por alto que fuera el precio, pues ella merecía la pena, valía ese esfuerzo y mucho más.
5
Middleham. Septiembre de 1471
Un silencio tenso embargaba a la pequeña multitud reunida delante de la cruz del mercado para presenciar la muerte de un hombre. El caballo de Francis corcoveó, alzó las patas delanteras, y él notó que había tensado las riendas sin darse cuenta. Apresurándose a dominar su montura, miró de soslayo a Ricardo, posó los ojos en el perfil de su amigo, y volvió a mirar al hombre que estaba de rodillas ante el tajo.
El sacerdote de la iglesia de la aldea había invocado los nombres de San Alkelda, santo de Middleham, y San Mateo, cuyo día era hoy; hizo la señal de la cruz sobre el condenado. Gracias al Señor Jesús que Fauconberg optaba por morir bien. Cuando Eduardo había ejecutado al aliado de Fauconberg, el levantisco alcalde de Canterbury, a finales de mayo, todo había degenerado en un espectáculo que aún hoy obsesionaba a Francis. Claro que ese desdichado había sido condenado a ser colgado y descuartizado, y una muerte tan pavorosa quebrantaba hasta los espíritus más estoicos. Francis se había horrorizado de sólo mirar; al menos Fauconberg sólo se enfrentaba al hacha.