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Un silencio expectante descendió sobre la plaza mientras todos contenían el aliento. Francis se preparó. Por el rabillo del ojo, vio a Rob, sintió un aguijonazo de envidia, pues Rob permanecía totalmente impasible. No se podía decir lo mismo de Dickon. Ricardo estaba tenso, y estiraba la boca y entornaba los ojos grises. Claro que Fauconberg moría en esa tarde de septiembre por orden de Ricardo, y no era una urden que un hombre pudiera impartir con indiferencia.

Francis sabía que él no sería capaz de impartirla. Coincidía con Ricardo en que Fauconberg tenía que morir. Su nueva traición con los escoceses era tan artera como estúpida. Pero aunque pensara que Fauconberg merecía la muerte, Francis sabía que él no habría podido ajusticiarlo. Habría optado por algo más fácil, lo habría mandado bajo arresto a Londres para permitir que Eduardo cobrara la deuda que Fauconberg había contraído.

El hacha subió, envió astillas de luz solar al cielo ante los ojos de Francis. Un suspiro recorrió la multitud mientras iniciaba el descenso, y de pronto Francis saltó siete años en el tiempo, estuvo de vuelta en un matadero en penumbra, mientras la vida de un hombre llegaba a un final abrupto y sangriento ante los ojos horrorizados de un niño de diez años. Pestañeó y regresó al presente, pudo mirar con disgusto controlado el cadáver de un traidor empedernido.

Ricardo impartió las órdenes necesarias y los aldeanos echaron a andar hacia la taberna para comentar lo que acababan de presenciar. Francis notó que era una bella tarde de otoño. Espoleó el caballo para seguir a Ricardo, lo alcanzó en el puente levadizo del castillo. Ahora que todo había terminado, el semblante de Ricardo estaba más demudado. Se le notaba lo que Francis ya había adivinado: leer una sentencia de muerte a Somerset y hombres ya condenados no era lo mismo que condenar a un hombre cuya traición era inexcusable, pero que podría haber sido perdonado.

No había sido un buen verano para Dickon, todo lo contrario. Él sabía que Dickon no había querido ir al norte, que estaba más interesado en buscar la paz con Ana Neville que en acordar una tregua con los escoceses. Había sido una bendición que Tewkesbury hubiera llegado tan pronto después de Barnet, dando a Dickon poco tiempo para llorar a sus muertos, Thomas Parr y Tom Huddleston, el primo que había amado y el que aún amaba. Ahora disponía de tiempo, y su pesar era aún más doloroso por haber estado reprimido. Había lidiado con su padecimiento concentrando sus energías en el aplastamiento de las incursiones fronterizas, con una resolución tenaz que pronto obtuvo los resultados que buscaba. A principios de agosto, Jacobo de Escocia indicó que estaba dispuesto a llegar a una solución negociada.

Desmontando en el patio interior, Francis recordó lo que Ricardo había hecho en cuanto pudo seguir su propia inclinación, recordó esa incómoda peregrinación que habían hecho para visitar a Isabella, la viuda de Juan Neville.

Francis no quería ir, y lamentó haberse dejado convencer. Ella había sido cortés, excesivamente cortés. Pero había poco que decir y mucho que recordar. Y estaban las niñas, las cinco hijas de Juan Neville. Sus caritas cautelosas, fruncidas en desconcertado dolor, habían turbado a Francis en demasía. Si él se sentía así, ¿cómo se sentiría Dickon?

Sin embargo, lo que más había molestado a Francis era el niño ausente, el hijo varón de Juan. Lo habían enviado a Calais para protegerlo, y sólo había regresado a Inglaterra en julio. Ahora estaba en Londres e Isabella Neville estaba desesperada por tenerlo consigo. Ricardo había podido aplacar un poco su angustia, asegurándole que era muy probable que Eduardo le permitiera conservar la custodia de su hijo. Sería una generosidad inusitada, pues a las mujeres rara vez se les permitía ese tutelaje. Francis deseaba que Ricardo tuviera razón, que no desarraigaran al niño, que no se encontrara bajo la tutela de extraños. Sólo tenía diez años, la misma edad que tenía Francis al perder a su padre.

No, la visita no había sido fácil. En los días siguientes Francis había pensado en los huérfanos de Neville más de lo que deseaba, y por una semana Ricardo no podía pasar por una iglesia de aldea sin detenerse para comprar misas para los difuntos, para su primo Johnny.

Francis entregó las riendas a un palafrenero, se demoró en el sol de septiembre. Resultaba extraño estar de vuelta en Middleham, y aún más extraño que resultara extraño, ya que había pasado gran parte de su vida entre esas macizas paredes de piedras sillares. Vio que el enorme perro lobero de Ricardo merodeaba en el patio, buscando a su amo. No, no había sido un verano feliz.

También se había presentado el problema del hijo de Ricardo. Al niño le faltaba una semana para cumplir seis meses, y ahora estaba a salvo en el castillo Sheriff Hutton, el baluarte de los Neville, diez millas al norte de York. Pero no había sido sencillo; el futuro del niño había sido otra preocupación para Ricardo en ese verano lleno de preocupaciones.

En esos días Ricardo no era tan parco como antes, y ahora Francis contaba con datos sobre el idilio de la madre del niño con Ricardo. La muchacha, joven y bonita, había enviudado recientemente y había compartido con Ricardo una pasión pasajera y la mala suerte que dio existencia al hijo que ninguno de ambos quería. Francis se imaginaba que ella se habría puesto frenética al encontrarse encinta cuando Ricardo era de pronto un fugitivo condenado a muerte. Ahora todo había cambiado. Ricardo había tomado medidas para velar por la seguridad de la joven y para asegurar el futuro del niño, a quien bautizó Juan y llamaba Johnny.

En su viaje hacia el norte en julio. Ricardo le había confiado que Nan quería casarse, y se rió de la sorpresa de Francis.

– ¡No, gracias a Dios, está pensando en alguien que no soy yo! -le dijo. A Francis no le asombraba que ella hubiera encontrado esposo ion tal facilidad, si era tan bonita como decía Ricardo, y si Ricardo había sido tan generoso como él sospechaba. Una esposa agraciada con una buena dote no carecería de candidatos dispuestos a pasar por alto el daño que Ricardo hubiera causado a su nombre.

A Francis le parecía un giro afortunado para todos los afectados, y no calló su opinión. Ricardo asintió, pero luego refunfuñó:

– Lo sería, Francis, salvo que el hombre que desea desposarla no esta dispuesto a aceptar a Johnny.

Añadió escépticamente que Nan le había asegurado que esto no sería un problema; tenía una tía que recibiría con gusto al bebé, que lo criaría como propio. Cuanto más pensaba en ello, menos le gustaba a Ricardo. Comentó que a menudo esos niños pasaban de mano en mano como una copa en un campamento, y a veces encontraban gente que los quería y a menudo todo lo contrario. Y si ya era lastre suficiente para un niño abrirse paso en este mundo sin ser legítimo, negarle un sentido de pertenencia era un pecado mucho mayor que el pecado de fornicación que le había dado existencia. Sólo entonces Francis cayó en la cuenta de que Ricardo se proponía quedarse con Johnny.

Previsiblemente, Nan había aceptado y ella y Johnny se habían trasladado al norte, a Sheriff Hutton, y ahora estaban cómodamente instalados en lo que sería el nuevo hogar de Johnny. Nan debía quedarse con él hasta que hallaran una nodriza competente y Ricardo acababa de regresar esa semana de una breve visita para cerciorarse de que todo estaba bien. Al volver a Middleham se había topado con pruebas irrefutables de la nueva traición de Fauconberg, esta vez con los escoceses.

Al subir la escalera del torreón, Francis echó otro vistazo al cielo, pensando que parecía más azul en Yorkshire que en otras partes, y luego se internó en las sombras del salón. Sería bueno regresar a Londres, pensó. Sería bueno para todos.