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Ricardo había vuelto a apoyar la cabeza en Gareth; alzó la vista con un destello irónico.

– ¿Debo ofrecerte mi enhorabuena o mi pésame, Francis?

– Ninguno de ambos -advirtió Francis-. Dada la enmarañada situación de tus propios asuntos en el presente, milord, no deberías aventurarte en un terreno tan peligroso.

– Ambos estáis locos -observó Rob afablemente-. Lógicamente, uno debe felicitar a un hombre por ganar una esposa, Francis, y condolerse de él cuando pierde una amante, Dickon, y ambos habéis puesto las cosas del revés.

Eso mereció una risa renuente de Ricardo y de Francis y una sonrisa intrigada de Dick Ratcliffe, que sabía muy poco sobre la relación de Ricardo con Nan, y menos sobre el matrimonio de Francis con Anna Fitz-Hugh. Se hizo otro cálido silencio, y Dick le puso fin con una pregunta.

– Dickon, quiero preguntarte algo, aunque sé que no me incumbe. ¿Por qué decidiste traer a tu hijo a Middleham y no a Sheriff Hutton? Tengo entendido que piensas instalarte en Middleham.

– Pensé seriamente en ello, Dick. De hecho, fue lo primero que pensé. Tardé un tiempo en comprender que no sería justo traer a Johnny a Middleham. -Ricardo sonrió con cierta amargura-. No tengo derecho a pedirle tanto a Ana. ¿Qué esposa recién casada querría encargarse de criar a un hijo concebido en el lecho de otra mujer?

Francis iba a conceder que Ricardo decía la verdad, y de pronto cayó en la cuenta de lo que su amigo había dicho.

– ¡Dickon! ¿Ana y tú? Me alegra enterarme, de todo corazón.

Rob llegó tardíamente a la misma conclusión.

– ¿Ana? ¿Te refieres a la hija de Warwick? -preguntó, agradablemente sorprendido-. Vaya que eres constante, Dickon. Y Dios sabe que esa muchacha siempre te amó. -Se levantó para servir la última ronda de coñac, y dijo con gran satisfacción-: Será agradable que todos estemos de vuelta en Middleham, como en los días del conde. Excepto que no será el conde quien gobierne el norte en nombre del rey. Serás tú, Dickon. Recuerdo cuando llegaste para sumarte a la servidumbre del conde. Moreno como un gitano y flaco como una estaca, sin una palabra que decir.

– No es sorprendente que hablara tan poco, Rob, pues siempre acaparabas la conversación.

– Bien, me alegra que yo me dedicara a protegerte -sonrió Rob-, en aquellos días en que eras demasiado insignificante para que recelaras de mis motivos. -Ricardo se levantó y arrojó los dados perdidos en la copa de Rob. Sin dejarse amilanar por la risa de sus amigos, Rob escrutó la copa para quejarse afablemente-: Me siento obligado a decirte, milord, que acabas de arruinar un estupendo brindis que iba a hacer, y que sin duda te hubiera gustado. Iba a beber a tu salud, Dickon, como nuevo señor del norte.

Ricardo reflexionó y sonrió.

– Tienes razón, Rob, me gusta.

– Puedo pensar en algo que te gustará aún más -ofreció Francis-. Bebamos, en cambio, a la salud de Ana de Warwick.

Ricardo tendió el brazo por encima de Gareth para coger su copa.

– Tienes razón a medias, Francis -dijo, y rió, alzando un brazo para desviar la afectuosa embestida del perro-. Pero preferiría beber por Ana de Gloucester.

6

Londres. Septiembre de 1471

La vida había sido grata en el Herber ese verano. Para Ana y Véronique, se debía en gran medida a la ausencia de Jorge. Tres días después de que Ricardo partiera hacia el norte, Jorge había viajado al oeste para supervisar sus propiedades de Wiltsire, y desde allí había ido al norte, a Tewkesbury. La abadía de Santa María Virgen había permanecido cerrada un mes entero para permitir que el abad Streynsham volviera a consagrar la iglesia una vez que los yorkistas capturaron a los lancasterianos que habían pedido asilo, y Jorge consideraba diplomático realizar una visita conciliatoria como nuevo señor de Tewkesbury.

Esos calurosos días estivales fueron felices para Ana. Con la indulgente bendición de Isabel, se dedicó a mostrarle Londres a Véronique, y recorrieron el rio en la engalanada barca de Isabel, fueron escoltadas a los jardines de Southwark (donde Véronique presenció su primera lucha con osos), visitaron la Torre para mirar el real zoológico con sus leones, leopardos, tigres y su enorme oso blanco de Noruega. De noche, practicaban los últimos peinados, hurgaban en la provisión de terciopelos y sedas de Isabel y preparaban patrones para vestidos con las mangas largas y ceñidas y las faldas anchas con volantes que se habían puesto de moda. Se gastaban travesuras tontas entre ellas; Ana llevó tintura de raíz de rubia de la lavandería para teñir el agua de baño de Véronique de un brillante rojo sangre y Véronique llevó dos cachorros de alano recién destetados para ocultarlos con sigilo en la cama de Ana. Por la noche compartían confesiones cada vez más íntimas; Véronique habló de su malogrado idilio con Ralph Delves y Ana le contó a Véronique todo sobre Ricardo de Gloucester, quizá más de la cuenta.

Pero en agosto la alegría se disipó. Jorge regresó de Tewkesbury y, con su llegada, la atmósfera del Herber se agrió. La manifiesta felicidad de Ana parecía enfurecerlo. De inmediato puso fin a sus excursiones por la ciudad, confiscó las monedas que Isabel le había dado como regalo de su santo, monedas que ella usaba para pagar a los correos que le llevaban cartas a Ricardo, y cuando ella protestó, él vació el cofre que contenía sus pocas joyas y también se las quitó.

La furia de Ana fue tan fútil como intensa. Estaba bajo el techo de Jorge, sometida a sus órdenes, y si él optaba por impedir que escribiera a Ricardo, nada podía hacer ella para evitarlo. Aunque no le gustara confesarlo, tenía miedo de Jorge. Sus rabietas a veces se salpimentaban con crueldad. Era mejor no irritarlo innecesariamente, eludirlo todo lo posible y aguardar el regreso de Ricardo.

Ella habría podido atenerse a esta resolución si cinco días después no hubiera llegado un mensajero con una carta que ella nunca logró leer. Por casualidad se cruzó con el hombre en el patio, vio el Jabalí Blanco de Gloucester en su manga. Él confirmó sus sospechas, diciéndole que sí, que le había llevado una carta del duque de Gloucester; la había recibido el duque de Clarence, diciendo que él se encargaría de entregarla. El mensajero no quería dársela, pero el duque había insistido. Ana dejó de escuchar, regresó a la casa.

Encontró a Jorge en el gabinete, con la carta abierta en la mano. La indignación la cegó, y exigió la carta. Él no demostró el menor embarazo, se negó secamente y, ante la insistencia de Ana, se aproximó a una mesa, cogió una vela y acercó la carta a la llama.

Ana jadeó; su furia era tan grande que tartamudeaba al hablar.

– Tú… tú crees que porque soy mujer puedes maltratarme y robar mis tierras sin que nadie te pida cuentas por ello. ¡Pero te equivocas, maldición, te equivocas! Recurriré a Ricardo y Ned. Y sabes que me escucharán… -De pronto supo que había ido demasiado lejos, que había dicho demasiado. Él adoptó una expresión temible. Ella empezó a retroceder, gritó con voz ahogada-: ¡No, Jorge, déjame en paz! Si me tocas, se lo contaré a Ricardo, te lo juro.

Había llegado a la mesa y, cuando él se lanzó hacia ella, intentó ocultarse detrás. Lo habría logrado, pero esa mañana se había lavado el cabello. Lo tenía suelto, y él atinó a coger un mechón con el puño. Tironeó con tal violencia que Ana creyó que se le partía el cuello. Lanzó un grito de dolor y de miedo.

Véronique había seguido a Ana al gabinete. Hasta ahora había sido una testigo paralizada, pero salió de su trance y huyó hacia la puerta. Temblaba tanto que apenas logró abrirla, a tiempo para que el segundo grito de Ana llegara a la escalera. No se le ocurría hacer otra cosa, ni esperar nada, sólo que suficientes testigos pudieran hacer entrar en razón al colérico Jorge.