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– ¿Y tu madre? ¿No puedes acudir a ella?

Ana sacudió la cabeza.

– A veces me olvido que sabes muy poco de Inglaterra. Beaulieu está muy al sur, cerca de Southampton. Daría lo mismo que estuviera en Gales.

El apremio ahora impulsaba a Véronique a una febril actividad mental.

– ¿Y tu tío, el arzobispo de York? Él tiene una residencia en Londres, ¿no?

– ¿Mi tío? ¡No, por Dios!

– Chère Ana, sé que lo culpas por abandonar a tu padre como lo hizo. Pero tu necesidad es…

– No, no entiendes. No es eso. Mi tío ha trabado amistad con Jorge. Nunca podría confiar en él, nunca. Si acudiera a él en busca de ayuda, me traicionaría tal como traicionó a mi padre.

Véronique pensó que Ana había sido singularmente desdichada con los parientes que Dios le había dado.

– Pero Ana… Ana, no se me ocurre ningún otro.

Ana había empezado a pasearse.

– Podría haber acudido a mi tía Cecilia, si aún estuviera en el castillo de Baynard. Sé que me ayudaría, aunque Jorge sea su hijo. Pero se encuentra en Berkhampsted desde julio y Berkhampsted está… ¡Dios, Véronique, Berkhampsted está en Hertfordshire!

– Ana, ¿no podrías recurrir al rey?

– ¿Cómo, Véronique? Apenas estuvo en Westminster en todo el verano, estuvo en Shene y Eltham, y según las últimas noticias, él y la reina fueron en peregrinación a Canterbury. Regresará a Londres cuando se reúna el parlamento, pero entonces será tarde. Demasiado tarde.

– Ana, no desesperes. Tiene que haber alguien. Tiene que haber.

– Quizá, si hablara con los sacerdotes de San Martín -dijo Ana dubitativamente-. Quizá, si entendieran mi situación, podrían eximirme de pagar el alquiler de una casa de asilo.

Véronique lo ponía muy en duda; en su experiencia, los siervos de Dios no eran menos mercenarios que el resto de la humanidad. Más aún, Ana tenía razón. Jorge no tendría escrúpulos en profanar una iglesia. Para él, el único pecado mortal era que lo descubriesen. Nom de Dieu, había muy poca gente dispuesta a correr el riesgo de ganarse la enemistad de un hombre tan poderoso como Clarence. Uno tenía que ser muy poderoso, o muy santo, o enemigo de la real Casa de York. Y de pronto se le ocurrió, y jadeó, tan alborotada que se puso a hablar en francés, y tardó un instante en recobrar el aliento y el inglés.

– ¡Ana! Ana, tengo la respuesta. Sé dónde puedes esconderte, el único lugar donde Clarence no pensará en buscarte. -Se echó a reír-. ¿Recuerdas a los Brownell, que me ayudaron en el día de la procesión de la victoria yorkista?

– Claro que sí. Pero no entiendo…

– La posada, Ana. Tienen una posada. Puedes ir allí, aguardar a Ricardo a salvo mientras Clarence te busca por toda la ciudad.

Ana no quedó convencida.

– No tengo dinero para alojarme en una posada, Véronique, y aunque lo tuviera, eso también se le ocurriría a Jorge.

– Quizá piense en buscarte como huésped, Ana, sí. Pero no como camarera.

– ¿Camarera? -exclamó Ana, estupefacta.

Véronique rió convulsivamente.

– Si a ti te parece tan inconcebible, chérie, ¿crees que Clarence pensaría en ello?

Al cabo de un instante, Ana sonrió, aunque inciertamente.

– No, confieso que no. Pero este posadero… ¿haría eso por mí?

Véronique vaciló sólo un instante.

– No, por ti no. No por la hija del conde de Warwick. Pero lo haría por mí. Me tienen simpatía, Ana, me consideran… una de ellos. Como verás, los Brownell son lancasterianos. Cuando les dije que estuve al servicio de Margarita de Anjou, dieron por sentado que yo compartía esa lealtad. Si les pido ayuda, no creo que me la nieguen. Ahora bien… ¿qué les diremos a los Brownell?

Intercambiaron varias sugerencias, pero fue Véronique quien dio con la estratagema más viable.

– Les diré que no puedo permanecer más en el Herber, que el duque de Clarence está en empeñado en meterse en mi cama por la fuerza.

– Eso no mejorará la reputación de Jorge -dijo Ana, riendo.

– Pero me creerán. La gente espera oír esas historias de los duques, chérie, y aunque finjan escándalo, en secreto les complace confirmar sus sospechas. -Estiró la mano, cogió un mechón del pelo de Ana y lo comparó con sus trenzas oscuras-. El color no es el mismo, pues el tuyo es castaño y el mío marrón oscuro, pero creo que se parecen lo suficiente como para no despertar sospechas. Y nuestros ojos también son parecidos, pardo y castaño.

Ana entendió al instante, pero sacudió la cabeza dubitativamente.

– Coincido en que podemos pasar por hermanas. De hecho, mi color se parece más al tuyo que al de mi hermana. Pero no funcionaría, Véronique. ¿Has olvidado que yo soy inglesa y tú francesa?

– Dado que yo no puedo pasar por inglesa, hay un solo modo de superar esa dificultad. Ana, tendrás que ser francesa para los Brownell. No, no pongas esa cara de escéptica. Puede funcionar. Tu francés es muy aceptable y, para los oídos de personas que sólo hablan su propio idioma, sonaría bastante convincente. No se me ocurre otra idea, Ana. Si digo que eres mi hermana menor, no habrá necesidad de explicar por qué decidiste huir conmigo del Herber. Y si no hablas inglés, chérie, habrá menos probabilidades de que te delates. Para ti no es fácil mentir, Ana, todo se te ve en la cara. Además, eres hija de un conde. El mundo que conociste en el castillo de Warwick, incluso en Amboise, es muy diferente de lo que encontrarás en una posada de Aldgate. Creo que será mucho más seguro si damos una razón plausible para justificar que mantengas la boca cerrada.

Ana reflexionó y rió nerviosamente.

– Entiendo a qué te refieres.

Véronique se levantó de la cama, puso una vela en el suelo junto a un arcón.

– Bien, está decidido. Serás Marthe de Crécy. Es el nombre auténtico de mi hermana, y nos ayudará a recordarlo. Ahora debemos encontrar el vestido más sencillo que tengas. Cuanto más aparentemos necesidad de ayuda, más probable es que la obtengamos.

Ana se reunió con ella ante el arcón, empezó a inspeccionar ropa.

– Véronique… Véronique, ¿qué le digo a mi hermana? No quiero preocuparla, y sin embargo…

Véronique estaba sacudiendo los pliegues de un vestido de luto. Lo soltó, se volvió hacia Ana con súbita urgencia.

– Ella no debe saber dónde estás, Ana. Por tu bien y por el suyo. Tiene que poder jurarle a Jorge que ignora tu paradero, ser convincente para ser creída. Lo entiendes, ¿verdad?

– Sí. Sí, yo…

Véronique vio su aprensión y dijo resueltamente:

– No temas, chérie. El duque de Gloucester pronto regresará a Londres y todo se arreglará.

Ana asintió.

– Dios quiera que así sea -susurró.

7

Londres. Octubre de 1471

– ¿Esperas que me crea semejante historia?

– Francamente, Dickon, no me importa lo que creas. Te digo que la muchacha desapareció, no está en el Herber desde el domingo posterior al día de San Mateo.

– No sé en qué juego perverso te has liado, Jorge, pero sé una cosa. Necesitaré mucho más que tu dudosa palabra para creer que Ana huyó del Herber.

– Pues mi dudosa palabra es todo lo que obtendrás. Ahora bien, ya he soportado tu presencia más de la cuenta y… Dickon. ¡Maldición, detente!