– Dickon, Jorge no te mintió. Él no sabe dónde está Ana. Ella se escapó, tal como dijo. Hace diez días.
– ¿Lo juras, Bella? -preguntó Ricardo con incertidumbre, y ella asintió.
– No te mentiría, Dickon, y menos tratándose de Ana. No sabemos dónde está, de veras. -Le tembló la voz-. Créeme, Dickon, nunca te mentiría sobre esto; está en juego la seguridad de Ana. De noche me desvelo pensando que está sola en una ciudad como Londres, sin dinero ni amigos… y pienso en todo lo que podría ocurrirle. Dickon, debes encontrarla. Por favor.
– ¿Ahora estás satisfecho? -gruñó Jorge-. Quizá creas a Bella, ya que no me crees a mí.
Ricardo escrutó a su cuñada con una larga mirada.
– Bella, ¿no hay nada que puedas decirme? ¿Nada en absoluto?
Vio que ella entreabría los labios, miraba a Jorge de soslayo. Isabel meneó la cabeza.
Él asintió, se dirigió a la puerta. Allí se giró sobre los talones, miró a su hermano.
– Si Ana sintió la necesidad de huir del Herber, sólo pudo ser porque se consideraba en peligro… y el peligro eras tú, Jorge. Si eso es verdad, ella me avisará, ahora que estoy de vuelta en Londres. Si no recibo noticias, sabré que mentiste, que la retienes contra su voluntad. Así que será mejor que pienses en lo que dije, pues nunca he hablado más en serio. Si has lastimado a Ana… -No concluyó la amenaza, pues el semblante de Jorge le indicaba que no era necesario.
Jorge le clavaba unos ojos llenos de odio. Respiró con un resuello.
– Feliz cumpleaños, Dickon -dijo amargamente.
8
Westminster. Octubre de 1471
Cecilia Neville miró compasivamente a su hijo. Él no había dicho nada, pero le conocía bien y veía el gesto de dolor.
– ¿Aún te molesta esa muela? Ah, Eduardo, entiendo por qué te resistes a hacerla extraer, pero me temo que así sólo postergas lo inevitable.
– Me temo que sí, ma mère. Hace casi una semana que el barbero rellenó el hueco con limaduras de oro y aún no siento el alivio que prometió. Dice que hay gusanos tan pequeños que el ojo no puede verlos y horadan la muela causando el dolor. Cuando el oro les impide respirar, mueren y el dolor cesa. Pero no ha cesado.
– Ni cesará mientras esa muela permanezca en tu boca. -Cecilia sonrió lánguidamente-. Tu padre era muy parecido. Podía afrontar cualquier horror conocido por Dios o por el hombre, pero rehuía las tenazas del barbero.
– No me extraña… La última vez que me extrajeron una muela, juré que nunca más. Debe de haber echado raíces hasta en mis entrañas. -Eduardo hizo una mueca-. Y no quiero terminar mis días como la mayoría de los que llegan a viejos, tan desdentados que deben comer avena y gachas. Mi gente comenta que se puede hacer un diente postizo con hueso de buey, pero Will dice que conoce a un hombre a quien le pusieron uno, se le aflojó y se tragó esa cosa, y casi se muere asfixiado.
Estiró las piernas hacia el hogar, usando como taburete a un mastín adormilado y complaciente.
– Me parece que me duele más desde que nos pusimos a hablar de ello -dijo cavilosamente-. Coméntame tu reunión con Jorge, ma mère. ¿Aún jura que es inocente, aún niega que haya provocado la desaparición de Ana?
Ella asintió.
– A juzgar por sus palabras -dijo con una sonrisa amarga y fatigada-, Ana decidió internarse a solas en el corazón de Londres. Y desde luego, no puede explicar por qué cometería semejante locura. Y lo jura por todos los santos, por Dios Padre y la Santa Cruz, incluso por las almas de tu padre y Edmundo.
Eduardo arqueó la boca.
– Él blasfema con la facilidad con que otros respiran -dijo àcidamente-. Soy un necio al esperar que sea de otro modo. Pero pensé que si alguien podía sonsacarle la verdad, serías tú, ma mère. Conmigo alardea y con Dickon devanea. Lo niega todo y escupe palabras increíblemente venenosas, y cada vez me cuesta más impedir que Dickon lo mate… o yo mismo. Dickon piensa que está loco, y empiezo a creer que tiene razón.
– Casi desearía que así fuera -murmuró Cecilia.
Era muy raro que ella bajara así las defensas, que dejara el dolor al desnudo. Eduardo, que había sido un testigo frustrado del sufrimiento de su hermano en los últimos diez días, veía que también ella pagaba el precio que Jorge había decidido cobrarle a Ricardo. Sabiendo que ella despreciaría la piedad, le ofreció distracción.
– Entiendo que apruebas la intención de Ricardo de desposar a esa muchacha -dijo.
– Desde luego. Creo que ella sería buena para Ricardo; sé que él sería bueno para ella. Sería una pareja más que adecuada. Ambos se aman, y aunque ella no sea la heredera que fue antes, a causa de la codicia de Jorge y de la traición de su padre, dudo que Ricardo se preocupe por esa carencia. Más aún, ella es Neville y Beauchamp, y no hay mejor sangre en Inglaterra.
Eduardo la miró con irritación al oír esas palabras. Conocía muy bien la opinión de su madre sobre el linaje de su esposa, su desprecio por la sangre Woodville que corría por las venas de Isabel. Ni siquiera el transcurso de siete años y el nacimiento de cuatro nietos la habían reconciliado con la mujer que él había escogido como reina. Sabía que a sus ojos Isabel estaba juzgada y condenada y nada cambiaría ni atemperaría ese dictamen glacial e implacable.
– Recuerdo la noche en que llevé a Ricardo y Jorge a los muelles para que abordaran un barco con destino a Borgoña… Regresé al castillo de Baynard y encontré a Ana escondida en la habitación de los niños. Como una avecilla perdida… Temo por ella, Eduardo, temo mucho por ella.
– También yo, ma mère -dijo él adustamente. Se puso de pie, se dirigió a la ventana, miró los jardines. Flores de otoño irradiaban brillantes destellos de color bajo un vivido cielo de octubre. Por distracción, se tocó la muela dolorida con la lengua; la súbita punzada le agrió aún más el humor. ¡Cielos, qué berenjenal! Un maldito pantano, y todos estaban atrapados hasta las rodillas y se hundían rápidamente.
– Habría encerrado a Jorge en la Torre hace una semana si pensara que así entregaría a Ana. Sí, sé lo que opinas sobre eso, ma mère. Y concedo que no hay pruebas de que él haya secuestrado a la muchacha. Pero quizá me vea obligado a hacerlo, y quiero que lo tengas presente.
– Espero que no lleguemos a eso. ¿Qué harás ahora?
– Veré a Dickon por la mañana. Entonces sabré si ha tenido alguna suerte en su búsqueda desde la última vez que hablamos. Me temo que lo único que ha logrado es desvelarse.
– ¿Jorge no se opuso a que los hombres de Ricardo entraran en sus tierras?
– No, pero no esperábamos encontrarla en las propiedades de Jorge. Ni siquiera él es tan tonto como para tenerla cautiva en sus propias tierras. No es necesario correr semejante riesgo, cuando nunca faltan hombres dispuestos a vender sus servicios o su alma si el precio es elevado. -Se apartó de la ventana-. Esta tarde ordené que llevaran a los sirvientes de Jorge a la Torre. Dickon los interrogó antes, desde luego, y dice que todos están ciegos, sordos y mudos. Pero nada me cuesta interrogarlos de nuevo. Y esta vez seré yo quien haga las preguntas.
Cecilia asintió con aprobación.
– ¿Crees que saben algo?
– Ni idea, pero a estas alturas estoy dispuesto a intentar cualquier cosa. Después, pienso ordenar que Jorge vuelva a verme. No me atrevo a permitir que Dickon lo encare a solas, y menos después de estos diez días que ha pasado… Primero no quería dejar el castillo de Baynard ni por una hora, temiendo que ella enviara un mensaje allí, y ahora sigue cada rumor que oye sobre su paradero, empeñándose en visitar hospitales, santuarios, cárceles, viejos servidores de Warwick, conventos. El martes llegó al punto de ir a Bedlam. Le he dicho que se atormenta en vano, que las probabilidades de que Ana esté sola en Londres son casi inexistentes. Pero supongo que él se cree obligado a hacer algo, por vano que sea… -Sacudió la cabeza, mirando a su madre con ojos sombríos y una sonrisa torva y fluctuante-. Te aseguro, ma mère, que no tengo grandes esperanzas en cuanto al desenlace de todo esto… Quizá el mayor logro de mi reinado consista en que impedí que uno de mis hermanos matara al otro, y ni siquiera sé si podré lograrlo. -Dejó de sonreír-. Sólo sé que cada vez tengo menos ganas de intentarlo.