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– Ah, tendrías un juicio, Jorge. Y sospecho que hasta obtendría una confesión.

Por un instante, Jorge no pudo creer que hubiera oído bien, no pudo creer que Eduardo hubiera dicho eso. Ante sus ojos se elevó el oscuro espectro de la Torre. Se había pasado la noche atormentado por lo peor que podía concebir una imaginación perturbada. Había visto a sus sirvientes encerrados en celdas donde la luz no brillaba nunca, donde las paredes siempre estaban húmedas, impregnadas con los hedores que llegaban del río, con tufo a cuerpos sucios, vómito y miedo. Había visto a sus hombres temblando en la oscuridad, aguardando la llamada a la cámara subterránea de la Torre Blanca, que contenía todos los horrores del infierno.

Ahora era él quien estaba en la cámara de tortura, el que era amarrado al potro, el que era aplastado con pesas y punzado con hierros candentes. Miró a Eduardo con la azorada incredulidad de alguien que se encuentra en una pesadilla que de pronto se hace realidad. Ni siquiera en sus momentos de mayor pánico, mientras permanecía despierto hasta el alba y se convencía de que no podía permitir que Ana le contara su historia a Dickon, Jorge había imaginado una amenaza como ésta. Hasta ahora, había dado por sentado que su sangre lo eximiría de los horrores que podían acechar a otros hombres.

– Ned, no puedes… ¡Por Dios, soy tu hermano!

– Conque eres mi hermano, ¿eh? Eso es muy cómico, viniendo de ti, Jorge.

Eduardo estiró la mano, anudó los dedos en la gruesa cadena de oro que Jorge llevaba alrededor del cuello; sus rostros estaban muy cerca.

– ¿Crees que es una relación destinada a tu beneficio, que la puedes invocar cuando te conviene e ignorarla cuando no? ¿Qué has hecho para que te considere un hermano? ¿De veras creías que porque nacimos del mismo vientre estarías siempre a salvo del castigo, que nunca deberías rendir cuentas por tus crímenes, tus pecados, tus traiciones?

Eduardo retorció la cadena con brusquedad. Jorge se amilanó y tensó los músculos de la mandíbula, pero no presentó resistencia. Eduardo tiró de golpe; el broche cedió y el colgante le cayó en la mano. Tenía cincelada la Rosa Blanca de York. Eduardo la miró y se enderezó, y dijo en un tono mesurado que para Jorge resultó más temible que una furia desatada:

– Quiero a la muchacha, Jorge.

– Ned, lo juro… ¡Juro por la sangre de Cristo que no la tengo! ¡Lo juro por Dios!

– Entonces será mejor que la encuentres, ¿verdad? Sé que tus hombres la están buscando. He pensado que quizá no la estés buscando en bien de Dickon. ¡Ah, claro que se me ocurrió! Pero será mejor que olvides cualquier plan desesperado de hallarla primero y cerrarle la boca con agua de mar o con tierra. Sólo una cosa se interpone entre tu persona y el tajo del patio de la Torre, el delgado hilo de la vida de Ana Neville. Reza para que no se corte, Jorge.

Eduardo volvió a mirar el colgante que sostenía en la mano, la Rosa Blanca yorkista, y lo arrojó a los pies de Jorge.

– Ahora llévate esa bagatela cuyo emblema no tienes derecho a reclamar, y lárgate de aquí. Me da asco mirarte. Ve a tu casa, enciende velas y ruega a Dios que no fuera Ana esa muchacha que tan gozosamente le mencionaste a Dickon. Si no lo es, tienes otro día de vida. Pero no muchos, Jorge. A menos que encuentren a Ana viva e ilesa. Te lo prometo.

9

Londres. Octubre de 1471

Ese verano Hugh y Alice Brownell habían celebrado veinticinco años de matrimonio. Habían tenido más suerte que la mayoría; de sus diez hijos, seis habían sobrevivido al peligroso viaje por la infancia y ahora había cuatro fornidos varones y dos niñas saludables en el hogar, ayudando en el manejo de la posada y prometiendo una vejez tranquila para los padres.

Estaban bastante apretujados ese domingo por la mañana en la estancia de Hugh y Alice Brownell, mientras escuchaban una historia que de pronto ya no era tan fácil de narrar como Véronique había creído. Tartamudeó ante ese círculo de rostros confiados y sintió remordimiento al ver que sus titubeos sólo servían para que la historia les resultara más creíble.

– Así que no podíamos quedarnos allí, una vez que supe lo que él… lo que él quería de mí. No sabía qué otra cosa hacer. No tenía adonde ir. Sois los únicos amigos que tengo en Londres, en toda Inglaterra. Sé que os pido demasiado, pero… Por favor, ¿nos ayudaréis?

Todos los ojos se volvieron hacia Hugh Brownell, pues él tomaría la decisión. Era un hombre canoso y curtido que aparentaba mucho más que sus cuarenta y pico años, tan esmirriado que parecía incongruente que hubiera engendrado cuatro varones tan vigorosos y corpulentos. Se levantó con la lentitud que por fuerza había cultivado para equilibrar su rígida pierna derecha, secuela de una caída que había sufrido en la juventud.

– Tu historia no me sorprende. No esperaría nada bueno de Clarence, como no lo esperaría de Judas. Pero no te preocupes. Tú y tu hermana sois bienvenidas aquí, por el tiempo que deseéis.

Era lo que todos esperaban, y Véronique y Ana se encontraron rodeadas de calidez. Véronique sintió que le ardían lágrimas en los ojos al mirar a esas gentes tan dispuestas a ofrecer techo, refugio, amistad.

Stephen, de veintitrés años, era el hijo mayor de los Brownell; Véronique recibió un tímido abrazo y una sonrisa de Celia, su rubia esposa, que era muy joven y estaba muy embarazada. Matthew, de dieciséis años, miraba a Ana con un interés poco atenuado por la noticia de que ella entendía poco inglés y apenas lo hablaba. Catherine, de diecisiete, palpaba la falda del vestido de Véronique, diciendo que era demasiado fino para usarlo todos los días pero estaba segura de que ella y su madre encontrarían una prenda más rústica en su arcón de telas.

Verónique se lo agradeció con un murmullo, mientras Ana se derretía bajo la solicitud maternal de Alice Brownell, y respondía las preguntas con un suave oui o non. Sonrió y se sintió muy culpable, por las mentiras que ellos habían aceptado sin cuestionamientos y por los tremendos problemas que podían causarles.

Era temprano, poco después de las ocho. Hacía varias horas, sin embargo, que había ajetreo en las calles, pues la vida de Londres se reanudaba con la llegada de la luz. El cesto de Véronique empezaba a rasparle la muñeca y se detuvo para pasarlo al otro bazo. Estaba complacida con su ahorro y sabía que también complacería a Alice Brownell, pues había conseguido seis onzas de mantequilla por medio penique y un queso grande por un chelín. En general las mujeres Brownell batían la mantequilla, pero el domingo venidero era el festivo de San Eduardo el Confesor y Alice estaba acumulando provisiones porque esperaba más viajeros que de costumbre.

Al principio habían discutido si Véronique debía hacer compras como Catherine. Los Brownell tenían muy presente que Véronique no era de su clase; era hija de un caballero, había tenido el privilegio de servir a su malhadada reina. No les agradaba que Véronique recogiera huevos, acarreara agua o ayudara a Alice y Celia en la fabricación de cerveza. Pero distaban de ser opulentos. La posada les dejaba magras ganancias; era vieja y destartalada, y los chicos Brownell le confiaron a Véronique la sospecha de que también los había perjudicado su conocida lealtad a la Casa de Lancaster. Sintieron evidente alivio cuando Véronique insistió en que quería aportar su trabajo.

Su hermana Marthe también estaba dispuesta, les aseguró, pero debía solicitarles que no le encargaran quehaceres que la llevaran fuera de los límites de la posada, dado su desconocimiento del inglés. Los Brownell miraron el delicado perfil de Ana, confundiendo su asombro ante la extrañeza de ese entorno con timidez extrema, y convinieron en que Marthe debía permanecer dentro de la posada, bajo la mirada protectora de Alice.