Выбрать главу

Ana había resultado ser más hábil para el engaño de lo que Véronique esperaba. Siempre respondía cuando la interpelaban como Marthe, y se había adaptado al extraño hábito de los Brownell de hablarle como si ella dominara el inglés, aunque sintiéndose en libertad de hacer comentarios como si ella no entendiera una palabra. Eso, le había dicho con risas a una desconcertada Véronique, era un derivado de la arraigada convicción de los ingleses de que uno podía lograr que cualquier extranjero le entendiera si uno le hablaba en voz lo bastante alta.

Pero era innegable que la vida en una posada de Aldgate distaba mucho del mundo que habían conocido en el Herber. Ana estaba acostumbrada a comer en platos de plata; ahora debía conformarse con un cuenco y una cuchara de madera. Ahora llevaba frisa, una lana tosca, cuando antes sólo llevaba terciopelo y satén. Desde la infancia, se había acostado en mullidas camas de plumas; ahora se tendía en un jergón relleno de paja en el cuartucho que ella y Véronique compartían bajo los aleros del techo.

No había hogar, desde luego, y la única calefacción del cuarto consistía en un pequeño brasero lleno de carbón. Los baños frecuentes eran un placer que Ana había dado por hecho toda la vida; en La Rosa y la Corona, un baño era un asunto engorroso, que requería arrastrar una enorme y aparatosa bañera hasta el fuego de leña de la cocina, calentar ollas de agua de antemano y, lo más difícil, contar con el raro lujo de la intimidad.

En la posada no había sillas, sólo taburetes, arcones y un par de bancos, una gran mesa de caballetes para las comidas familiares y varias mesas más pequeñas para cocinar y coser. Las habitaciones tenían camas, baúles, lavamanos y poco más. En las paredes no había paños de Arrás, ni espejos, ni vidrio en las ventanas, que permanecían abiertas a la intemperie cuando no cerraban los postigos, o bien se tapaban con lino encerado, que impedía el paso del viento pero también de la luz. No había excusado, sólo bacías y un retrete al aire libre.

Las comidas también eran una novedad para ambas. Ana estaba acostumbrada a comer pan amasado con harina blanca. Véronique había adquirido un gusto similar en el Herber, pero en Aubépine desayunaba con un tosco pan hecho con harina de cereal sin descascarillar. Ahora ambas comían pan de cebada y hogazas de bellota. Véronique estaba segura de que Ana no conocía los nabos asados antes de buscar refugio en casa de los Brownell; ninguna de las dos había probado el repollo hervido.

Ana no se quejaba de estos platos inusitados; comía sin hacer comentarios el arenque salado y la avena que servían para el desayuno. Y en esos días soleados de finales de septiembre y principios de octubre, incluso aprendió a preparar esos desayunos.

Ana no ignoraba las artes culinarias. Ese conocimiento se esperaba en todas las muchachas. Ana, como Véronique en Francia y Catherine Brownell en Aldgate, había aprendido a sazonar las carnes con hierbas y a hervir manzanas con almendras, azafrán y sal, a guisar frumenty y a hornear natillas y tarta de queso. Pero allí terminaban las similitudes entre las tres.

La educación de Catherine se había restringido al aprendizaje de los quehaceres domésticos. No sabía leer ni escribir, ni lo sentía como una carencia. En el mundo de Catherine, bastaba con cocinar y coser, con tener un conocimiento elemental de las hierbas medicinales, con cuidar de los hijos y conformar al esposo.

La educación de Véronique había sido más amplia que la de Catherine, aunque se parecía mucho a un edredón de retazos, con una mezcla de conocimientos fragmentarios procedentes de las fuentes más variadas. Su hermano no podía darse el lujo de alojarla con las monjas que en general se encargaban de la educación de las niñas de su rango. Aun así, había contratado a un preceptor para sus hijos varones, y él le había enseñado el alfabeto. Instigada por el tedio de Aubépine, se había disciplinado para aprender a leer de corrido y también sabía escribir, aunque con menos facilidad. Su cuñada le había enseñado tejido y cocina y las artes curativas; en la corte de Margarita, en Koeur, había obtenido ciertos conocimientos musicales. No sabía latín, salvo el Padrenuestro, el Ave María y el Credo, pero Ralph Delves le había enseñado inglés y este verano, bajo la supervisión de Ana, había iniciado la lucha de trasladarlo del oído a la página.

Para Ana había sido muy diferente. Hablaba con fluidez el francés, tenía cierta comprensión del latín. Sabía montar a caballo, le habían enseñado cetrería, danzas, ajedrez. Tocaba bastante bien el laúd y podía tañer una melodía aceptable con la lira. Pero estos logros eran sólo una parte de lo que le habían enseñado.

La habían criado con la expectativa de que alguna vez tendría que administrar una casa grande con varios cientos de personas. Tenía que saber equilibrar un presupuesto, mantener las cuentas ordenadas de un año al otro. Tenía que saber cuánto dinero apartar para limosnas y cuánto pagar en sueldos. Tendría que ser capaz de supervisar todas las tareas para mantener en funcionamiento un castillo como Middleham o Warwick, procurar que se horneara gran cantidad de pan, y que se hiciera suficiente cerveza, que la vaquería produjera mantequilla y queso y la despensa produjera velas, que se salara la carne para el invierno y se cuidaran los huertos de hierbas medicinales.

Pero una cosa era entender la realización de una tarea para supervisarla y otra hacerla con sus propias manos. Ana no estaba preparada para lo que se esperaba de ella ahora que había cambiado el Herber por Aldgate.

Sabía que la salsa gauncele se hacía con harina, leche, azafrán y ajo; nunca se había plantado ante el fuego para revolver esa mixtura en una gruesa sartén de bronce Sabia que había que empapar las sábanas en una cuba de madera con una solución de ceniza de madera y sosa cáustica; nunca se había arrodillado ante la cuba para fregar las manchas. Nunca había hecho camas ni lavado platos ni barrido suelos, tareas que las mujeres Brownell hacían a diario, con cierta ayuda de Mary y Dorothy, las criadas de la cocina.

Ana hacía todo esto sin quejarse. Pero no estaba acostumbrada a dormir en una habitación sin calefacción, a bajar de noche a tientas e internarse en el suelo húmedo del jardín para usar el retrete, a ser despertada por la lluvia que goteaba de los aleros, y como una flor de jardín trasplantada a un entorno silvestre, pronto enfermó. Hacía una semana que tenía una tos espasmódica y Véronique empezaba a preocuparse.

También se preocupaba Alice, y le había pedido a Véronique que pasara por una herboristería para comprar marrubio; mezclado con miel, se consideraba un medicamento efectivo contra la tos. Tras hacer la compra, Véronique continuó al oeste por Cornhill Street, compró seis velas de cera en una tienda. No temía aventurarse por su cuenta, estaba segura de que sólo una pésima suerte podía hacer que llamara la atención de Clarence. En general, consideraba que lo mismo pasaba con Ana. Mientras Ana permaneciera dentro de La Rosa y la Corona, estaba a salvo; Véronique no podía concebir que nadie pensara en buscar a la hija del conde de Warwick en una posada de Aldgate. No, allí estaban bien camufladas, y sólo debían esperar a que el duque de Gloucester regresara a Londres.

¿Pero cómo se enterarían de su llegada?

Era una cruel broma de Dios, pensó Véronique, que la simpatía de los Brownell por Lancaster, que había sido su puente de salvación, ahora las aislara tanto como si hubieran cavado un foso alrededor de la posada. Ninguno de la familia, ni siquiera los jóvenes, eran dados a chismorrear sobre lo que ocurría en la corte yorkista. No sabían lo que sucedía en la corte de Eduardo de York, ni les importaba. Y el resultado era que Ana y Véronique sabían tan poco sobre lo que sucedía en Westminster como sobre lo que sucedía en el norte de Inglaterra, donde quizá aún estuviera Ricardo.

Véronique se ofrecía cada vez que había que hacer compras y recados. Así esperaba oír alguna noticia sobre el paradero de Ricardo; sabía que la mayoría de la gente no era tan indiferente como los Brownell a las idas y venidas de los yorkistas, y le gustaba chismorrear sobre el hermano menor del rey. Incluso había hablado con Ana sobre la posibilidad de atravesar la ciudad para llegar al castillo de Baynard, pero Ana se había opuesto terminantemente a que corriera semejante riesgo. Ambas estaban convencidas de que Jorge sometería el castillo de Baynard a una atenta vigilancia, esperando que una de ellas intentara ponerse en contacto con Ricardo. Mientras no tuvieran la certeza de que Ricardo estaba en Londres y podía brindarles su protección, sólo podían esperar.