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Tres días después, sin embargo, Véronique se encontraba en Thames Street, mirando las grises murallas del castillo de Baynard. Tiritaba, no sólo de frío sino de miedo, sospechando que cada hombre que pasaba era un espía del duque de Clarence. No tendría que haber ido; Ana tenía razón. Pero Ana estaba enferma, presa de un sueño febril, empapada de sudor y sufriendo una tos espasmódica tan violenta que empezaba a escupir flema salpicada de sangre.

Al cabo de dos días y noches junto al lecho de Ana, también Véronique estaba enferma, aturdida de fatiga y temor. El temor tuvo más fuerza, y la impulsó por calles resbaladizas que la llevaron al castillo de Baynard. Una vez allí, sin embargo, le faltó coraje. Era un edificio imponente, una auténtica fortaleza de piedra, más que un palacete como el Herber. Sin saber qué hacer, aguardó unos instantes con la esperanza de que Ricardo apareciera mágicamente. No apareció. En cambio, llamó la atención de varios hombres vestidos con el azul y morado de York; tomándola por una buscona, empezaron a gritar ofertas desde las murallas. Ruborizándose, ella se alejó deprisa, regresó por Addle Street para recobrar la compostura y armarse de coraje para aproximarse a los guardias.

Frente al castillo, varios arrieros imprecaban y forcejeaban para liberar un carro atascado en el fangoso pantano en que se habían transformado las calles tras tres días de lluvia intensa. Habían atraído a una pequeña multitud de espectadores, y uno de ellos se separó de los curiosos y empezó seguir a Véronique por Addle Street.

Las sospechas de la muchacha se transformaron en alarma. Apuró el paso, miró por encima del hombro, sintió pánico al notar que el hombre también se apresuraba. Ni por un instante pensó que podría haber cometido el mismo error que los guardias, tomándola por una buscona. Para Véronique, ese hombre que la seguía por Addle Street sólo podía ser un matón de Clarence, y empezó a temblar de miedo.

Tenía que perderlo, no podía conducirlo a la posada, a Ana. Había llegado a Cárter Lañe; él aún la seguía, y había acortado la distancia. Una gran multitud se apiñaba en el patio de San Pablo, reunida para la misa mayor de San Eduardo, y ella se mezcló con la gente. Sin prestar atención a las maldiciones y los codazos, se encaminó hacia el patio.

Sin atreverse a mirar atrás, se abrió paso a empellones, traspuso la puerta lateral que conducía a la nave de la catedral. De inmediato tropezó con el desastre, pues se topó con una de las mesas instaladas en el extremo oeste de la nave, donde los amanuenses escribían cartas y documentos legales para quien deseara contratar sus servicios. Véronique chocó con la mesa de caballetes, que se tambaleó y arrojó el contenido al suelo. El amanuense miró consternado la ruina de su trabajo, el charco de tinta que empapaba su provisión de papel. Con un grito airado, trató de aferrar a Véronique.

– ¡Mira lo que has hecho con mi puesto, atolondrada! ¡Me pagarás por el daño, o por Dios que llamaré a un alguacil!

Véronique logró incorporarse. Eludió el brazo estirado por pura suerte, miró en torno buscando una vía de escape. Desde el otro lado de la nave, varios jóvenes remolones se divertían mirando la conmoción.

– ¡La puerta norte, tesoro! -le gritaron-. ¡Coge la puerta de Si Quis!

Esas palabras no significaban nada para ella, pero ellos señalaban y gesticulaban; vio una portezuela al otro lado de la nave y corrió hacia ella. A sus espaldas, oyó risas, un estampido, una maldición y más risas. Mirando atrás, vio que uno de los chicos había arrojado un taburete en el camino del amanuense. Con un sollozo, ella huyó de la iglesia, salió a Paul's Alley.

Sin saber si había burlado al perseguidor, se recogió las faldas y se abrió paso en medio de la muchedumbre que merodeaba en el lado norte del patio. Sólo se detuvo para recobrar el aliento con sus agitados pulmones cuando llegó a la calle. Se había abierto un tajo en la rodilla con el canto de la mesa del amanuense, se había rasgado las medias, se había roto una liga, y ahora notaba que su falda había barrido la tinta derramada y estaba llena de manchas oscuras.

Se apoyó en la puerta de una tienda de comida, sin escuchar al joven que la urgía a comprar «un sabroso pastel caliente, una tarta de lucio ahumado, chuletas». Los olores grasientos del interior le pegaron en el estómago anudado como un puño; combatió una oleada de náuseas y se alejó de la tienda. El hombre no estaba a la vista. Echó a andar tan rápidamente como podía sin llamar la atención, y susurró Jésus et Marie una y otra vez, hasta que las palabras perdieron todo sentido.

La fiebre de Ana bajó esa noche. Al día siguiente pudo tomar caldo de cebada y pronto estaba apoyada en costales de paja que usaba como almohadas mientras Alice le daba cucharadas de vino con miel. El fin de esa semana pudo levantarse, el mismo día en que Véronique tuvo un topetazo en la escalera con un ebrio cliente de la posada. Stephen Brownell lo había manejado con su habitual y serena competencia, evitando un estallido de violencia mientras persuadía al sujeto de marcharse de inmediato. La indignación de Véronique había tardado horas en enfriarse, dejándole un regusto agrio en la boca. Tenían que largarse de allí. ¡Virgen bendita, tenían que irse!

El día siguiente era sábado, y para ellas un cruel recordatorio, pues se cumplían cuatro semanas desde que se habían ido del Herber. Véronique pasó varias horas en el mercado de Leadenhall, haciendo compras para Alice Brownell y escuchando las conversaciones, con la esperanza de que alguien dijera que Ricardo había regresado del norte. Cuando desistió y emprendió el regreso a Aldgate, había pasado la mañana y un viento húmedo soplaba del río.

El cielo estaba plomizo, a tono con su estado de ánimo. Apuró el paso, pero en vano; la lluvia ya salpicaba los adoquines, gotas finas que le pinchaban la piel, bajaban por el cuello del vestido. Se puso la capucha de la capa, buscó refugio.

Las gruesas puertas de roble de San Andrés Undershaft estaban entornadas. El interior estaba sombrío y silencioso. Véronique entró con vacilación, avanzando por instinto, y soltó un grito ahogado cuando una voz habló desde la oscuridad.

– La misa mayor ha concluido, niña, pero diré una misa menor en la hora nona.

– ¡Ay, padre, me asustasteis! Creí que estaba sola…

Aunque la había llamado «niña», era la voz de un hombre joven, y cuando él emergió de la oscuridad, Véronique no sólo vio juventud en su rostro, sino curiosidad, y supo que estaba intrigado por la incongruencia de su ropa de sirvienta, tan reñida con una voz bien modulada que indicaba educación.

Tenía ojos enérgicos y profundos de pestañas largas, negros, brillantes y penetrantes; demasiado escrutadores, demasiado sabios, pensó ella; ojos acostumbrados a descubrir pecados secretos, a desnudar las almas para que Dios las juzgara.

– ¿Estás en apuros, muchacha?

Ella abrió la boca para negarlo, pero jadeó un involuntario «Sí».

– ¿Puedo ayudarte?

– No, padre. -Ella sacudió la cabeza desdichadamente, y se sorprendió a sí misma al añadir-: A menos que podáis informarme lo que más necesito saber, si el duque de Gloucester ha regresado a Londres.

Si él estaba sorprendido, su semblante no lo revelaba.

– Sí puedo informarte. El lunes se cumplen quince días desde su regreso.