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Véronique lo miró con boquiabierta incredulidad.

– ¿Estáis seguro?

– Totalmente. El lunes es Santa Úrsula.

– ¿Qué?

Él se rió.

– Más vale que me explique. Cada año, ese día, la duquesa de York compra misas en memoria de su hija Úrsula; creo que la niña murió cuando era bebé. La duquesa envía un criado para que se digan misas en ciertas iglesias de la ciudad, y cuando el hombre pasó para verme, mencionó que el joven duque había regresado del norte.

Véronique se puso a temblar y él le apoyó la mano en el brazo para calmarla.

– ¿Por qué te importa tanto, niña? ¿Qué representa el duque de Gloucester para ti?

– La salvación -dijo ella, y soltó una risa trémula, al tiempo que decidía confiar en el sacerdote. Era arriesgado, sí, pero, ¿qué otra posibilidad tenía? No podía regresar a solas al castillo de Baynard, después del horror que había afrontado la última vez. Tampoco quería que Ana corriera semejante riesgo. Pero un sacerdote… Un sacerdote tendría acceso al castillo de Baynard, y con un sacerdote estaría a salvo.

– Padre, escuchadme, por favor. Os pediré algo que os parecerá muy extraño. Preguntasteis si podíais ayudarme… Sí, podéis. Podéis acompañarme hasta el castillo de Baynard, llevarme ante Ricardo de Gloucester. Por favor, padre. Él me recibirá, lo juro por Dios, y os bendecirá toda la vida por ello.

Él no era tan impasible como ella había pensado al principio; era capaz de sorprenderse. Entornó los ojos negros, los fijó en ella con enervante intensidad. Cuando Véronique había llegado a la conclusión de que su petición había caído en oídos sordos, él asintió lentamente.

– Muy bien -dijo, con el tono de un hombre que toma una decisión desatinada-. Te llevaré, aunque no me explico por qué… -Y añadió apresuradamente-: Pero sólo cuando haya amainado la lluvia.

Véronique se echó a reír de nuevo; le parecía gracioso que el reencuentro entre Ricardo y Ana dependiera de los caprichos del tiempo.

– No lo lamentaréis, padre -prometió-. Nunca lo lamentaréis.

El joven sacerdote se sentía incómodo, y echaba miradas de soslayo a Véronique como preguntándose en qué se había liado, y titubeó cuando le preguntaron el nombre. El nerviosismo de Véronique no había sobrevivido al ascenso por la escalinata de la fortaleza; ya no temía a Jorge y se adelantó.

– El padre Thomas -dijo con claridad- ha tenido la bondad de escoltarme hasta aquí. Soy yo, no él, quien desea hablar con el duque de Gloucester. Se trata de su prima, lady Ana Neville. Mi nombre es Véronique de Crécy y…

No fue necesario decir más. Un hombre ya estaba en camino al gabinete, subiendo la escalera de dos en dos peldaños; otros se apiñaban alrededor de ella, hablando todos al mismo tiempo. Véronique le sonrió al atónito sacerdote.

– ¿Veis que os decía la verdad, padre?

Y fue al encuentro de Ricardo, que estaba en lo alto de la escalera.

10

Londres. Octubre de 1471

Ana reparó en el hombre del patio. Estaba remoloneando contra la pared de los establos, observándola mientras ella bajaba el cubo en el pozo. Cuando salió poco después para orear la ropa de cama, él todavía estaba allí. Había una intensidad turbadora en su mirada, algo más que las miradas lascivas que a veces le dirigían los clientes, y cuando vio que llamaba a Cuthbert, el mozo de cuadra, su corazón dio un respingo. Cuthbert también la miraba; Ana vio que meneaba la cabeza y se encogía de hombros. Cuthbert no podía informarle mucho; sólo sabía que Ana y Véronique procedían de un palacio. ¿Pero por qué interrogaba a Cuthbert? Ana recogió la ropa de cama, regresó al interior. Cuando volvió a mirar por la ventana, el hombre se había ido.

Ni siquiera podía preguntarle a Cuthbert qué quería ese hombre, tenía que mantener la maldita farsa de que no sabía inglés. Sólo podía esperar el regreso de Véronique, que había ido al mercado de Leadenhall. Véronique podía hablar con Cuthbert, podía darle la tranquilidad de que el desconocido era sólo otro libidinoso y no estaba a sueldo de Jorge. Pero, ¿dónde estaba Véronique? ¿Por qué no había regresado?

Trató de olvidarse de ese hombre, se dedicó a ayudar a Catherine a limpiar las habitaciones desocupadas de arriba. Siguió a Catherine al cuarto de una esquina, apoyó la lámpara en una mesilla que, junto con la cama, era todo el mobiliario. La lámpara, una mecha que chisporroteaba en un mar de aceite vegetal, irradiaba una luz mortecina. Mirando esa extraña penumbra del mediodía, Ana recordó de mala gana el resplandor de los candelabros de cada cámara del Herber, tres docenas de velas por noche consumidas desde San Martín hasta Candelaria, suficientes para que les durasen a los Brownell durante años.

Estaba ayudando a Catherine a deshacer la cama cuando oyeron estrépito de cascos en los adoquines. Caballos al galope. Ana se tensó, pero Catherine no le dio importancia, hasta que fue evidente que los jinetes no pasarían de largo. A juzgar por los sonidos que llegaban por la ventana abierta, era obvio que se habían detenido en el patio del establo. Los perros se habían puesto a ladrar, se oyeron portazos, y de pronto el aire de la tarde vibró con una algarabía creciente que indicaba un suceso inusitado.

Catherine estaba más cerca de la ventana, y llegó primero. Regresó al interior, con ojos desorbitados.

– ¡Señores yorkistas! ¿Para qué vendrán…? ¡Dios santo! Verónica trató de advertirnos que Clarence era tan vengativo que quizá la buscara. Y yo no le creí. -El miedo que asomó en el rostro de Ana le confirmaba esa conclusión-. Marthe… Marthe, escucha. Quédate aquí. No dejes que te vean, ¿entiendes? No salgas. Iré a buscar a Stephen.

Se dirigió hacia la puerta.

Los primeros pensamientos de Ana no eran pensamientos sino oleadas de pánico. Su cerebro estaba aturdido, no admitía ninguna sensación salvo el obtuso horror obnubilado de haber soportado tantas cosas en esas cuatro semanas sólo para caer en manos de Jorge. ¿Por qué no había echado a correr al ver que ese hombre estaba merodeando?

Se apoyó en la pared, se arriesgó a echar un rápido vistazo al patio. Vio lo suficiente para confirmar que Catherine era una testigo fiel. Los hombres llevaban la librea de York. Nunca había experimentado la desesperación que sintió en ese momento, tan abrumadora que la ahogaba con su intensidad.

Pero entonces, al aferrarse a la ventana para mirar a los hombres que desmontaban en el patio, vio al perro. Un enorme lobero negro que acechaba a varios perros del establo con un andar rígido, tan ominoso como su pelambre erizada y sus relucientes colmillos. Se olvidó de todo lo demás y se asomó por la ventana.

– ¡Oíd, vosotros! -gritó uno de los jinetes-. ¡Separad a esos malditos perros y pronto! ¡Su Gracia os hará despellejar si el perro grande sufre algún daño!

Esas palabras confirmaron lo que ella ya sabía desde el instante en que había visto al lobero.

– Gareth -jadeó. Y añadió, en la plegaria más sincera y espontánea de su vida-: ¡Gracias, Jesús!

Ricardo calculaba que la muchacha tendría catorce años, quince a lo sumo. Lo miraba con tal consternación que sospechó que era retrasada. Ella intentó hacer una reverencia y él le aferró el codo y la obligó a enderezarse, pues su embarazo era tan avanzado que parecía que cualquier esfuerzo podría iniciar el parto. Una vez más, trató de ahuyentar sus temores.

– No temas -murmuró con voz tranquilizadora-. Sólo quiero hablar con la muchacha que llamáis Marthe.

Viendo que no iba a ninguna parte, miró a los tres hombres que habían abandonado sus aposentos al oír el tumulto y competían por espacio en el patio, con desenfadada curiosidad.