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Eduardo pasó por alto ese atrevimiento, que le causaba cierta gracia, e indicó discretamente a sus hombres que lo siguieran. No había nada accidental en el público que había reunido para el arresto de Jorge; todo estaba planeado hasta el último detalle. No obstante, aunque había querido humillar públicamente a su hermano, sintió alivio al ver que Jorge demostraba cierta dignidad. Al reconocer esta ambigüedad de sus sentimientos, también reconoció uno de los motivos: por poco que le agradara Jorge, sus actos aún afectaban a la imagen del rey. Ser hermano de alguien, pensó con resignación, es una condena a cadena perpetua.

La actitud bravucona de Jorge lo acompañó hasta la Torre, pero su valentía se derrumbó cuando se encontró a solas en una pequeña cámara de la torre Bowyer. Se desplomó en la cama y de pronto el sudor le perló la frente, le mojó la espalda con hilillos fríos y pegajosos, le empapó la camisa con grandes manchas. Al cabo de un largo rato, el pánico menguó. Hasta ahora lo habían tratado con deferencia, y lord Dudley, el condestable de la Torre, le había asegurado que satisfarían todas sus necesidades. Dudley se había encargado de que le enviaran una jarra de su malvasía favorito junto con la comida.

Eso lo alentó, y trató de convencerse de que su estancia en la Torre sería más tolerable de lo que había temido. Recordó que cuando Henry Percy, conde de Northumberland, había estado allí, le habían permitido cuatro sirvientes para atender a sus necesidades, e incluso tenía su propio cocinero. Eso le dio cierta tranquilidad, hasta que también recordó que Eduardo había encerrado a Northumberland en la Torre durante cinco años.

11

Castillo de Windsor. Septiembre de 1477

El 12 de agosto siempre era un aniversario agridulce para Isabel. Era el natalicio de su hija Mary, que ahora tenía diez años. Pero también era un día de recuerdos siniestros, pues el 12 de agosto su padre y su hermano habían sido ajusticiados ante los muros de Coventry, por orden del conde de Warwick y su joven aliado, el duque de Clarence.

Isabel culpaba a Jorge tanto como a Warwick por el asesinato de sus parientes. Tenía una deuda de sangre y estaba empeñada en cobrarla. Pero habían transcurrido ocho años desde aquellas ejecuciones de agosto y Jorge aún no había rendido cuentas.

Cuando su esposo perdió la paciencia y encerró a Jorge en la Torre, Isabel estaba exultante. Pero no por mucho tiempo. Pronto fue evidente que Eduardo no se proponía castigar a Jorge tal como merecía. No había habido ninguna ejecución de madrugada en el patio de la Torre. Jorge quedaría confinado un tiempo y luego sería liberado. Y no aprendería nada de la experiencia, eso era seguro. Sólo estaría más resentido, y sería más vengativo y más peligroso.

Pues Isabel no ponía en duda que Jorge era peligroso. Era torpe en sus intrigas; hasta ahora había revelado un don perturbador para ahuyentar a la gente. No tenía amigos, sólo lacayos y enemigos, y parecía totalmente ciego a las consecuencias de sus actos. Pero aun así era peligroso. Eduardo se reía de ella cuando intentaba decírselo, pero Isabel no podía darse el lujo de reír. Jorge la odiaba con toda la pasión de una naturaleza inestable. La odiaba y no olvidaba por un instante que él estaba cerca del trono inglés por derecho de sangre. El hijo de Isabel aún no tenía siete años. Si algo le pasaba a Ned…

Este temor no la preocupaba demasiado. Ned sólo tenía treinta y cinco años y toda su vida había gozado de excelente salud. Para Isabel, imaginar la extinción de esa vitalidad y energía era como imaginar el apagarse del sol. Aun así, podía ocurrir. Él podía caerse de un caballo, o se podía reanudar la guerra con Francia… Claro que podía ocurrir, y al pensar en esa posibilidad sentía más apremio por vengarse.

Isabel descubrió que Thomas, su hijo de veintitrés años, era un aliado inesperadamente diestro. Thomas tenía el don de la familia para el odio. También tenía gusto por las intrigas. No había tenido inconveniente en poner a uno de sus propios hombres entre los escogidos para custodiar a Jorge en la torre Bowyer. El hombre no había llegado a ser confidente de Jorge; eso habría sido esperar demasiado. Pero mantenía a Thomas, y en consecuencia a Isabel, bien informado sobre las actividades y berrinches cotidianos de Jorge.

Ese confinamiento era demasiado poco restrictivo para el gusto de Isabel. Se le permitía recibir visitas, enviar cartas, consultar a sus servidores. Tenía sus propios criados, y todos los lujos que la riqueza podía brindar: una cama de plumas traída del Herber, platería y vinos finos. Isabel pensaba que su esposo era excesivamente indulgente, pero él había desviado sus quejas con sarcasmos, preguntándole si quería que arrojara a su hermano a uno de esos agujeros infestados de ratas reservados para los de menor abolengo que Jorge.

Isabel hallaba cierta satisfacción, sin embargo, en las historias que ahora afloraban sobre la conducta cada vez más errática de Jorge. Durante el primer mes, había logrado demostrar cierta compostura, y había actuado como si su estancia en la Torre fuera apenas un inconveniente. Pero eso fue al principio. La sangre fría no le duró en el calor del verano. Jorge no era lector, no tenía capacidad para la concentración prolongada que requería el ajedrez, pronto se aburrió de los dados, el backgammon y las damas. Por primera vez en su vida adulta, las horas se le hacían largas. Y cuanto más lo retenían, más le parecía que su hermano se proponía encerrarlo indefinidamente.

A mediados de agosto había claros indicios de que era un manojo de nervios. Trataba a los criados y los guardias con creciente irritación. Bebía más de la cuenta, dormía mal. Fue entonces cuando se tragó el orgullo y le escribió a su madre, que estaba en Berkhampsted, pidiéndole que intercediera ante Eduardo. En septiembre estaba tan desesperado que también le escribió a Ricardo.

Isabel estaba complacida; quería que él sintiera desdicha y temor. Si había un Dios justo en el cielo, Jorge nunca conocería otro momento de paz. No quedó tan complacida, en cambio, cuando Thomas regresó de Londres a Windsor con las últimas noticias sobre el deteriorado estado emocional de Jorge.

En el tercer mes de cautiverio, Jorge parecía haberse rendido incondicionalmente a la desesperación. Bebía en exceso. Algunos días ni siquiera se molestaba en vestirse, y permanecía en un sopor de ebriedad del cual despertaba sólo para pedir más malvasía. La falta de ejercicio y el exceso de vino lo estaban engordando; por primera vez en su vida, tenía problemas con el peso. Su rostro estaba hinchado, decía el informador, y había cobrado una palidez insalubre, y su temperamento era feroz, peligroso. Como no podía dormir de noche, hacía lo posible por emborracharse y, si no daba resultado, buscaba la compañía de sus criados y hasta de los guardias, sometiéndolos a largos y delirantes monólogos llenos de autocompasión y veneno.

Esto era lo que más encolerizaba a Isabel, estos relatos sobre los devaneos de Jorge en su ebriedad. Siempre había tenido una lengua viperina, pero ella nunca había podido demostrar la índole sediciosa de sus devaneos. Ahora el temor y la desdicha habían eliminado todas las barreras y él se condenaba con sus propios labios.

La noche era tórrida, y la cámara estaba perfumada con un fragante incienso de Tierra Santa. Eduardo estaba de buen humor e Isabel procuraba compartir sus risas, no se dejaba irritar por sus provocaciones. Se sentía satisfecha al mirarlo en el espejo; hasta ahora, la velada transcurría tal como había planeado.