En cuanto las damas de compañía se retiraron y ambos quedaron a solas, Isabel se acercó a la cama. Se aflojó el cinturón de la bata, dejó que la prenda se le deslizara por los hombros y cayera a sus pies. Había cierta arrogancia en su aplomo, en su absoluta seguridad de que podía resistir el escrutinio más exigente. Sus pechos aún estaban firmes, sus piernas delgadas y torneadas; el cabello que se le derramaba en la espalda era tan platinado como el día de su boda. Sonrió a Eduardo, sabiendo que aparentaba mucho menos que sus cuarenta años, que pocos que la mirasen ahora creerían que había dado a luz a diez hijos. La cintura no se le había engrosado en exceso, y sólo algunas marcas de estiramiento evocaban sus embarazos pasados.
Isabel sabía que se rumoreaba que usaba la magia negra para conservar la juventud y la belleza más allá del tiempo concedido a la mayoría de las mujeres. Esa calumnia le permitía cierta diversión desdeñosa. Magia negra, en verdad. No debía su apariencia a la hechicería sino a una voluntad férrea, a una disciplina implacable. Medía cada bocado, sorbía el vino que otros apuraban, pasaba horas frotándose el cutis con cremas perfumadas, aclarándose el pelo con zumo de limón. Si hasta ahora había mantenido los años a raya, era sólo porque se había negado toda autocomplacencia, a diferencia de Ned.
Le echó una ojeada. Él estaba tendido en la cama, recostado en varias almohadas rellenas de plumas, una sábana sobre las caderas. No se le notaba tanto cuando estaba vestido, pero sí ahora; su esposo estaba aumentando de peso. Por suerte era corpulento y podía sobrellevarlo mejor que otros. No obstante, veía los inicios de una papada, los rollos de carne que le engrosaban la cintura cuando estaba desnudo. Las francachelas y la falta de sueño se le notaban en la cara; siempre tenía los ojos turbios, a menudo inflamados.
Aún era un hombre guapo, pero los excesos eran perceptibles. Mientras lo observaba, Isabel tuvo un desagradable atisbo del futuro, creyó ver en la cara y en el cuerpo más grueso un presagio de lo que vendría. En diez años, pensó, esa radiante belleza habría desaparecido, sería consumida como si nunca hubiera existido.
No sabía qué sensación le provocaba esa perspectiva. Íntimamente estaba complacida de aparentar menos edad que Ned; demasiada gente había comentado críticamente los cinco años de diferencia que se llevaban, así que era sensible a ello. Pero también recordaba la primera vez que había posado sus ojos en él, en la casa solariega de su padre, en Grafton; le había quitado el aliento, literalmente. Qué desperdicio, pensó con un suspiro. Qué innecesario desperdicio.
Él tendió el brazo, la invitó a acostarse.
– Ven aquí, tesoro. Veamos si podemos llenar tu vientre con otro bebé.
Ella sonrió, pero sin entusiasmo. Su hijo menor tenía sólo seis meses; en trece años de matrimonio, le había dado tres varones y las cuatro hijas que habían sobrevivido. Le parecía suficiente para cualquier mujer. Esperaba que su vientre no se hinchara de nuevo, rogaba a Dios que no.
– Ned, ¿has pensado sobre lo que te dijo Monsieur Le Roux sobre Jorge?
– ¿Para qué? -murmuró él contra su garganta, y Isabel se mordió el labio, procuró ocultar su exasperación.
A veces no lo entendía en absoluto. Olivier le Roux era un enviado del rey francés, y había viajado a Inglaterra ese verano para negociar una extensión de la tregua de siete años entre los dos países. Le Roux también había llevado un mensaje privado de Luis a Eduardo, alegando que Jorge había intentado desposar a María de Borgoña por un solo motivo, la posibilidad de utilizar el ejército borgoñés para reclamar la corona inglesa.
– ¿Cómo puedes tomarlo a la ligera, Ned? Con franqueza, no te comprendo.
– Loado sea Dios. Pocas cosas son más peligrosas que la comprensión de una esposa. -Él sonrió, silenció su protesta con un beso-. Ante todo, querida, Le Roux no me ha dicho nada que no supiera. Claro que Jorge hubiera procurado obtener la corona inglesa si hubiera sido duque de Borgoña. En segundo lugar, ten en cuenta la fuente. ¿Por qué crees que Luis decidió acumular rumores viejos y chismorreos de la corte y presentarlos como prueba fehaciente?
– ¿Para demostrar su buena predisposición? -aventuró ella, y Eduardo soltó una risotada.
– Ah, sí. Mi gran amigo, el rey de Francia. Déjame decirte algo sobre Luis, Lisbet. Habrás oído hablar de esa extraña bestia egipcia, el cocodrilo. Bien, se dice que el cocodrilo derrama abundantes lágrimas sobre los restos de las víctimas que acaba de devorar. Si alguna vez conseguimos un cocodrilo para el zoológico real de la Torre, creo que lo llamaré Luis.
El comentario no divirtió a Isabel.
– Ned, hasta un cerdo ciego puede encontrar una bellota en ocasiones. No deberías desoír la advertencia de Le Roux sólo porque viene de Luis.
– Lisbet, aún no entiendes. ¿Por qué Luis quiere que crea que Jorge estaba profundamente liado en intrigas con Borgoña? No procuraba desacreditar a Jorge, sino a mi hermana Meg. Luis quiere tener las manos libres en Borgoña, y cree que se lo permitiré si me convence de que Meg estaba liada en el complot de Jorge para adueñarse de mi trono.
– Sí, pero… -Isabel calló, respiró con furia. Él ya no le escuchaba, le deslizaba la mano por la cadera. Hizo un último intento-. Te equivocas, Ned, al no tomar a Jorge en serio. Ojalá te pudiera meter eso en la cabeza. ¿Crees que su estancia en la Torre le ha servido de algo? Te aseguro que no. Sólo te odia más.
– Eso espero -concedió él, pero le estaba separando los muslos, y buscaba con los dedos el triángulo de suave vello rubio que se rizaba entre las piernas.
Isabel era realista. Lo demostró al reconocer que la suya era una causa perdida. No era momento para machacar con el tema de Jorge. Sería mejor esperar. Quizá, una vez que él hubiera saciado las necesidades de su cuerpo, quizá entonces… Se apoyó en un codo, se inclinó, lo besó de lleno en la boca.
Eduardo ahogó un bostezo, presentó una soñolienta protesta.
– Querida, ¿no podemos hablar de esto mañana? Después de todo, Jorge no se irá a ningún lado.
– Ríete si quieres, Ned, pero te digo que ese hombre es un peligro. No sabes las cosas que ha dicho, el veneno que ha escupido. Está casi todo el tiempo ebrio, se pasa los días maltratando a los criados y maldiciéndote. Él…
Eduardo volvió a bostezar.
– A esta hora de la noche, no me importa mucho lo que él diga sobre mí. ¿Por qué no me hablas de ello por la mañana?
– Quizá a ti no te importe, pero creo que le importará a tu madre.
Eduardo comprendió que no dormiría mucho esa noche.
– ¿Y exactamente cómo -preguntó con fatigada resignación- entra en esto ma mère?
Ahora que había logrado su atención, Isabel no llevaba prisa por satisfacerle la curiosidad.
– Él estuvo desvariando, como era de esperar, sobre esa mujer que asesinó, diciendo que ella envenenó a Isabel a petición de los Woodville. Tal como él lo cuenta, luego mataste a Burdett para que él cerrara el pico. Y te acusa de sabotear su esperanza de desposar a María de Borgoña. Parece muy obsesionado con ese tema. -Él abrió la boca para preguntarle cómo estaba tan informada sobre los devaneos de Jorge, pero ella añadió-: Y cuando se emborracha bastante, recuerda a los presentes que no eres un rey legítimo, pues todos saben que no eres el auténtico hijo del duque de York, ya que fuiste engendrado por un arquero inglés con quien tu madre se lió en Ruán.
Eduardo frunció el ceño.
– Conque ha resucitado esa vieja difamación -dijo lentamente. Estaba furioso, pero más por su madre que por sí mismo. Pocos habían dado crédito a esa vieja calumnia lancasteriana. Si había una esposa fiel desde el nacimiento de Nuestro Señor, ésa era ma mère. Era demasiado orgullosa para prestar atención a los chismorreos de posadas y tabernas, pero si se enteraba de que su propio hijo era la fuente… No, no quería eso. Jorge le había infligido pesares suficientes para tres vidas enteras. Tendría que…-. ¿Qué acabas de decir, Lisbet? -preguntó de golpe-. Repíteme eso.