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– He dicho que incluso osó calumniar a tus hijos. Sostiene que ningún hijo tuyo te sucederá, que todos son bastardos, igual que tú. Ned, si eso no es traición…

Por un instante de descuido, Eduardo se quedó helado; la conmoción le aceleró la sangre, le desbocó el pulso. Y luego el sentido común prevaleció y respiró más despacio. A fin de cuentas, los parloteos delirantes de Jorge eran sólo las divagaciones ponzoñosas de una mente desquiciada.

– Creo que el hermano Jorge acaba de tropezar con su propia lengua -murmuró-. ¿Y qué afirma… que me embrujaste para que te desposara?

Isabel asintió.

– ¿Qué otra cosa podría ser? En verdad, dice más dislates que de costumbre. Aparte de sostener que nuestro matrimonio no tiene validez y nuestros hijos son bastardos, el resto parece consistir en la jerigonza incoherente típica de un beodo. Comentó que la verdad está sepultada en Norwich, aunque no tanto, y mencionó a tu ex canciller, Robert Stillington, pero no sé qué significa… ¡Ned! ¡Ned, me estás lastimando!

Eduardo la miró con ojos ciegos, aflojó el apretón, le soltó el brazo. Isabel se frotó la muñeca con resentimiento, pero silenció su queja al verle el semblante.

– ¿De qué se trata, Ned? ¿Qué pasa?

Él no la oía, por el momento la había olvidado por completo. Le giraba la cabeza. ¡Por Dios! Después de tantos años. Estaba seguro de que nadie averiguaría lo de Nell, muy seguro.

– ¿Ned? ¡Ned, me estás asustando! ¿Qué es?

Él sacudió la cabeza, pero la disciplina de toda una vida volvía a imponerse; recobró la compostura.

– Nada, Lisbet -dijo con cierta calma-. Sólo me enfureció que osara decir tan flagrantes disparates sobre nuestros hijos.

Ella no le creía, y él lo notó. Pero no le dio la oportunidad de protestar, rodó para alejarse y cogió una almohada, como queriendo dormir. Oía a Isabel en la oscuridad, respirando entrecortada y ruidosamente. Uno de sus perros se rascaba las pulgas, y las uñas chasqueaban rítmicamente contra la piedra del hogar. Un postigo crujía. Fuera de la ventana, trinó un pájaro; otro recogió el estribillo. Su corazón seguía latiendo con sobresaltos, como siempre le ocurría antes de una batalla. ¡Nell! Cielos. No había pensado en ella durante años. Y ahora Jorge sabía la verdad, sabía lo de Nell. ¿Pero cómo? Stillington no se lo habría dicho; jamás se habría atrevido. ¿Quién, entonces? ¡Cielos, después de tanto tiempo!

Cerró los ojos, y una silueta de mujer se perfiló contra sus párpados. Un rostro de grave belleza, encantador y distante. Una madonna rubia, la había llamado una vez, y ella se había escandalizado, lo había regañado por esa blasfemia. Pero le sentaba muy bien. ¿Por eso necesitaba poseerla, porque parecía tan remota, tan inalcanzable? Ya no conocía la respuesta, si alguna vez la había obtenido. Había pasado demasiado tiempo, había olvidado el deseo que le había despertado una mujer que ya no vivía. Un secreto que ella se había llevado a la tumba. ¿O no? Y que Jorge, nada menos, hubiera averiguado la verdad… ¿Cómo?

El tiempo parecía haberse detenido, y Eduardo empezó a creer que siempre sería de noche. Y de pronto la oscuridad se disipó y el sol se derramó en la cámara, envolviendo la cama en un resplandor brillante. Hizo una mueca, apartó los ojos del resplandor; no había dormido nada.

Con cada día que pasaba, Isabel se sentía más inquieta. Algo le pasaba a su esposo. Nunca lo había visto tan tenso, tan preocupado. Como él no respondía a sus preguntas, su angustia se agudizó. ¿Qué lo aquejaba? ¿Por qué había insistido en regresar súbitamente a Londres cuando se proponían permanecer en Windsor hasta San Miguel? ¿Y por qué había ordenado cambios tan drásticos en el confinamiento de Jorge?

De vuelta en Westminster, Eduardo había despedido a los criados de Jorge, había reemplazado a los guardias por hombres que había escogido personalmente, parcos veteranos de las batallas de Barnet y Tewkesbury. El mundo de Jorge quedó reducido a los confines de la torre Bowyer. Por orden de Eduardo, se prohibieron las visitas, se revisaban atentamente las comunicaciones, y ya no se acarreaban toneles de malvasía de los sótanos del Herber.

Eran medidas que Isabel había reclamado durante meses, pero ahora no le causaba gracia que se aplicaran tan abruptamente. Recordaba la extraña reacción de Eduardo ante su descripción de los devaneos de Jorge. Y al recordarla, su instinto la prevenía sobre un peligro que aún no entendía.

Luego Eduardo convocó inesperadamente a Londres a Robert Stillington, obispo de Bath y Wells.

Isabel nunca había entendido por qué Eduardo había designado canciller a Stillington. Ese cincuentón mesurado y discreto no tenía el intelecto ni la ambición para un puesto de tanto poder, e Isabel no había sido la única en preguntarse por qué Eduardo lo había honrado tan generosamente. Él había ejercido su autoridad sin contratiempos y, cuando su salud comenzó a resentirse, pareció casi aliviado de renunciar a su puesto para retirarse a su Yorkshire natal. Hacía más de dos años que Isabel no lo veía, y quedó pasmada al ver a ese hombre viejo y ojeroso que entraba en los aposentos privados de Eduardo. ¿Tan enfermo estaba? Entonces él miró por encima del hombro y ella contuvo el aliento. Lo que vio en ese rostro era puro terror, la expresión de un reo a punto de subir la escalera del patíbulo.

Isabel se paró en seco. Jane Shore aguardaba ante la puerta de la alcoba de Eduardo. Los hombres que remoloneaban allí callaron de pronto, algunos con embarazo, la mayoría solapadamente divertidos por este incómodo encuentro de la esposa y la querida del rey. Fue Jane quien actuó para disipar la tensión.

– Madame -dijo, y se inclinó en una reverencia profunda y sumisa.

Isabel asintió fríamente, le indicó que se levantara. De las dos mujeres, Jane era la más alterada. Hacía tiempo que Isabel había tenido que resignarse a las flagrantes infidelidades del esposo. Más aún, Jane le resultaba menos objetable que muchas amantes de Eduardo. Jane nunca se ufanaba de los favores de Eduardo y, no menos importante para Isabel, parecía ignorar por completo los usos del poder. Jane dilapidaba su influencia tal como dilapidaba su dinero. Siempre estaba dispuesta a escuchar historias desdichadas, a hacer préstamos que nunca se devolverían, y cuando solicitaba a Eduardo que enderezara un entuerto, siempre hablaba a favor de las víctimas y los débiles. Su ingenua generosidad le había granjeado popularidad entre los londinenses, aunque Isabel la consideraba una mentecata.

Jane se alejó de la puerta, aunque ella estaba citada por Eduardo, e Isabel no.

– Os dejaré, madame -murmuró.

Isabel pasó de largo, entró en la alcoba. Eduardo estaba a solas. La miró con ceño inquisitivo mientras ella cerraba la puerta.

– Tu ramera no vendrá -dijo Isabel con voz desafiante-. La mandé a paseo. -Lo lamentó al instante; las palabras habían salido por voluntad propia, y nacían más de la tensión que de los celos. Se dispuso a afrontar su cólera, y se asombró de su gesto de indiferencia.

– ¿Querías verme, Lisbet?

Esa indiferencia podría haberla irritado, pero sólo sirvió para alimentar su temor. Se le acercó deprisa, se arrodilló y le cogió la mano.

– Ned, ¿por qué mandaste buscar al doctor Stillington? ¿Y qué tiene que ver Jorge con todo esto? Nunca he visto tus nervios tan desgastados. Debes decirme lo que pasa. Tengo derecho a saber.

Él la miraba con una expresión muy extraña que ella no atinaba a interpretar.

– Sí -dijo al fin-, tienes razón. -Señaló la mesa con un gesto-. Sírveme vino. Y sírvete también para ti. Lo necesitarás.

Bajo la sorna de costumbre, Isabel detectó algo más, algo extraño, inesperado. Le perturba contarme esto, pensó, y eso la asustó aún más. Se levantó, se le acercó con una copa de vino rebosante, miró tensamente mientras él bebía.