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– No tengas tantas expectativas, amor. Te aseguro que éste es un secreto que no querrás conocer.

– Sólo cuéntamelo -barbotó ella, y él asintió.

– Supongo que recordarás que yo era reacio a desposarte.

Isabel se quedó tiesa de sorpresa.

– Claro que sí -dijo glacialmente-. Nadie me ha dejado olvidar que provengo de un linaje mucho más humilde que el tuyo. Aunque es cierto que mi padre era sólo un caballero, nunca se aclara que mi madre descendía de la nobleza borgoñona. Aunque no sé por qué lo mencionas ahora…

– Mi renuencia -interrumpió él con impaciencia- no tenía nada que ver con tu familia. Era porque… -Inhaló profundamente-. Porque no estaba en libertad de casarme.

– ¿Qué?

– No estaba en libertad de casarme -repitió él sin inmutarse-.Dos años antes de que intercambiáramos nuestros votos en Grafton Manor, presté solemne juramento de fidelidad a otra mujer.

Isabel lo miró de hito en hito.

– Es una locura hablar así -jadeó ella-. No debes decir esas cosas, ni siquiera en broma. Si eso fuera cierto, nuestro matrimonio no sería reconocido por la Iglesia. Habríamos vivido en pecado estos trece años. Nuestros hijos… nuestros hijos serían bastardos. -Calló de golpe, le costaba recobrar el aliento.

– No bromeo, Lisbet -dijo él, con súbita fatiga.

– No. -Ella meneó la cabeza, retrocedió hasta sentir el canto de la mesa en la espalda-. No, no te creo. -Él guardó silencio, y ella repitió con más firmeza-: No te creo. En absoluto.

Él vació la copa de un trago.

– Digo la verdad -murmuró-. Y lo sabes.

Había un taburete bajo la mesa. Isabel lo acercó, se sentó.

– ¿Quién…? -Se relamió los labios, comenzó de nuevo-. ¿Quién era ella?

– Eleanor Butler. La hija de Shrewsbury.

– ¡Jesús! -Isabel cerró los ojos. La hija del conde de Shrewsbury. Santo Dios. Oyó las palabras «viuda» y «convento», trató de concentrarse en lo que él decía, procuró buscarle sentido-. Butler no es el apellido familiar de Shrewsbury. ¿Ella estaba casada? -Y se preguntó por qué había hecho esa pregunta, como si realmente importara.

Él asintió.

– A los trece años se había casado con el hijo de lord Sudley. Hacía dos años que era viuda cuando nos conocimos.

Isabel tragó el aliento. No era la esposa de un lencero, como Jane Shore. No era una cualquiera que se pudiera seducir y olvidar. La hija de Shrewsbury y la nuera de lord Sudley. Santísimo Dios.

Había una copa de cristal veneciano al alcance. Su lengua parecía hincharse, parecía llenarle la boca. Era una sensación perturbadora, la asustó. Trató de tragar saliva, no pudo, miró con ansia la copa. No se atrevía a cogerla, sabía que no lograría llevársela a la boca sin derramar el vino. Aferró la mesa con más fuerza, volvió a cerrar los ojos. Iba a vomitar. Lo sabía.

– ¿Lisbet? -Eduardo se le acercó, se inclinó sobre ella con expresión preocupada. Le apoyó la mano en el hombro y ella irguió la cabeza, sacudió el cuerpo espasmódicamente, se puso rígida.

– No me toques -le advirtió.

Era indudable que lo decía en serio. Él retrocedió un paso, mirando esos ojos entornados, febriles de odio. Pero también veía que estaba muy blanca, que el sudor le perlaba las sienes, el labio superior.

– Bebe esto -ordenó Eduardo-. Vas a desmayarte.

Le ofreció la copa de cristal. Isabel se la arrancó de un manotazo, la arrojó al suelo. El cristal se hizo añicos, empapó la alfombra con una espuma ambarina. Uno de los perros de Eduardo se acercó a investigar, olfateó el líquido desparramado y lamió un par de veces. Isabel miró a Eduardo, miró las astillas de cristal. Lamentó no habérsela arrojado a la cara. Para desquitarse, le dio un puntapié al perro, que soltó un aullido sobresaltado, se alejó con sorprendida prisa, e Isabel sintió una furia feroz e irracional cuando vio que el animal se acercaba a Eduardo en busca de consuelo.

– ¿Por qué? -preguntó amargamente-. En nombre de Dios, ¿por qué? Al menos puedes contarme eso. ¡Al menos me debes eso!

– ¿Por qué crees? -Él se alejó, se encogió defensivamente de hombros-. Yo la deseaba y ella era virtuosa. No podía poseerla de otro modo. -Cogió la jarra, se sirvió un segundo trago-. Maldición, Lisbet, yo tenía veinte años y estaba acostumbrado a salirme con la mía. No pensé…

– ¿Y crees que eso te excusa? -preguntó Isabel con incredulidad-. ¿Que porque la deseabas eso te daba el derecho? ¿De hacerme esto? ¿A mí? ¿A tus hijos? ¿Cómo pudiste?

– Es tarde para reproches -dijo él fríamente-. Está hecho, y nada que digamos puede alterarlo.

Isabel se puso de pie. Si lo hubiera tenido más cerca, le habría pegado. En cambio, sólo podía valerse de la lengua. Con resuelta lentitud, empezó a insultarlo con todas las palabras ofensivas que había oído, usando invectivas que ni siquiera recordaba conocer. Él no la interrumpió, la dejó terminar.

Cuando ella agotó su rosario de maldiciones, él dijo:

– No te hagas la esposa agraviada, Lisbet. El papel no te sienta bien. Ambos sabemos que te he dado lo que más deseabas, esa diadema de reina que tanto te complace usar. Aunque te hubiera hablado de Nell, te habrías casado conmigo. Para ser reina de Inglaterra, con gusto te habrías acostado con un leproso.

Un dolor cegador palpitaba sobre el ojo izquierdo de Isabel. No se atrevía a permanecer más tiempo en esa cámara, no se hacía responsable de sus actos. Se dirigió a la puerta, se apoyó en ella un momento.

– Nunca te perdonaré -dijo-. Jamás. Lo juro por Dios.

– Sí, me perdonarás, Lisbet -murmuró él.

Isabel iba a abrir la puerta, pero su mano se petrificó sobre el picaporte, y la apretó en un puño impotente. Él tenía razón, desde luego. Tendría que perdonarlo. Se apoyó en la puerta, sintiendo el calor que le subía por la cara, y se le revolvió el estómago y fue al excusado, cayó de rodillas en el umbral y empezó a vomitar.

Durante unos instantes sólo reparó en la flojera de su cuerpo. Luego sintió las manos de Eduardo en los codos, alzándola. Trató de zafarse, pero no tenía fuerzas, y se dejó llevar a la cama. Cerró los ojos, tratando de no ver ese rostro, de no ver esa revelación inaceptable, que su vida en común había sido una mentira desde el principio. Le oía caminar por la cámara; una vez él se acercó a la cama y le enjugó el rostro con un paño mojado. Ella iba a desviar la cabeza, pero el esfuerzo no merecía la pena. Ni siquiera podía sentir rabia. Se sentía aturdida, abúlica, extenuada.

Cuando abrió los ojos, notó que él había acercado una silla a la cama. Viendo que ella movía las pestañas, Eduardo se inclinó.

– ¿Crees que ahora podemos hablar? ¿Sin acusaciones ni insultos?

– Dame algo para beber -dijo ella, y vio que él había previsto esa necesidad y le extendía una copa. La cogió y apuró varios tragos. Al cabo de un rato, preguntó-: ¿Dónde está ella? ¿Por qué ha guardado silencio?

– Falleció. Poco después de que revelé nuestro matrimonio al consejo en Reading, ella ingresó en un convento de Norwich. Falleció cuatro años después, fue sepultada en la iglesia de las carmelitas.

– ¿Y contuvo la lengua? Debía de amarte mucho -dijo mordazmente Isabel, y vio que él arqueaba la boca.

– Sí -dijo él a regañadientes-. Me amaba. -Se miraron, e Isabel obtuvo una pequeña victoria, pues él fue el primero en desviar la vista.

– ¿Quién más lo sabe? ¿Gloucester? ¿Hastings? ¿Quién, Ned? -Era la primera vez que lo llamaba por su nombre desde que le había hablado de Nell Butler. Ella lo lamentó, pues no quería dar la impresión de que habían vuelto a la normalidad, como si él pudiera ser perdonado.

– Sólo Stillington. Nadie más lo sabe. Oh, Will, mi madre y algunos más sabían de mi relación con Nell, pero no se enteraron de la verdad. Y a la sazón Dickon sólo tenía diez años. No, no tienes por qué…