– ¡Dios mío! -Isabel se incorporó, con ojos desencajados de horror-. ¡Stillington! Y tú hablaste de un convento en Norwich. Es lo que dijo Jorge. ¡Norwich! Lo sabe, Ned. ¡Jorge lo sabe!
– No estoy seguro, pero me temo que sí.
Isabel ya no pudo dominarse; lágrimas de miedo le empaparon la cara, salpicaron las manos de Eduardo.
– ¿No entiendes lo que significa, Ned? Cuando mueras, la corona pasará a Jorge. A Jorge… No a nuestro hijo. ¡Y él lo sabe, Jorge lo sabe!
– ¡No! -Él le aferró los hombros, la sacudió-. No, Lisbet, no. No lo permitiré. Te juro que no lo permitiré.
La sinceridad de su voz era inequívoca y el pánico de Isabel comenzó a menguar. Él hablaba en serio. Eso era algo a lo que ella podía aferrarse, un cabo de salvación, por deshilachado que estuviera.
– ¿Cómo lo averiguó? -preguntó con más calma-. ¿Stillington se lo dijo?
– No. -Eduardo regresó a la silla, se pasó la mano por el pelo, se apretó las sienes con los dedos-. Dije que Neil se calló la boca. Bien, no es así. Calló mientras vivía, pero cuando agonizaba se confesó en el lecho de muerte. El sacerdote debía guardar el secreto de confesión y no podía revelar lo que ella había dicho. Pero al parecer le pesaba en la conciencia. El invierno pasado fue presa de una enfermedad mortal y decidió no llevarse el secreto a la tumba. Así que… le escribió a Jorge, al hombre que consideraba mi heredero legítimo.
– Santo Jesús -jadeó Isabel.
– No -se apresuró a decir Eduardo-, por suerte no reveló la historia de Neil en su totalidad. Pero dijo lo suficiente como para estimular la curiosidad de Jorge, le dijo que le preguntara al obispo Stillington sobre Neil Butler y yo. Y desde luego que Jorge no se hizo esperar. Fue a ver a Stillington con sus sospechas, con algunas preguntas muy incómodas.
– Pero dijiste que Stillington no se lo había dicho.
– No creo que se lo haya dicho. Él lo niega y tiendo a creerle. Pero confiesa que lo cogieron por sorpresa, y sólo atinó a responder que no sabía quién era Neil Butler. Una mentira torpe que Jorge habrá detectado al instante. La asociación de Stillington con la familia de Neil se remonta a casi treinta años. -Hizo una mueca-, A pesar de sus defectos, Jorge no es tonto. Es muy capaz de hacer la deducción naturaclass="underline" si Stillington mintió sobre su conocimiento de Neil Butler, tiene que haber un motivo. También es capaz de dar con la verdad, y transformarse en una amenaza.
– ¿Él podría deducir que hubo una boda secreta entre Neil Butler y tú? -preguntó Isabel.
– ¿Qué otra cosa pensaría? -suspiró Eduardo, encogiéndose de hombros.
Por un instante, Isabel olvidó cuánto lo necesitaba.
– Sí -dijo àcidamente-, veo que es así. Tu historial se presta naturalmente a esa especulación, ¿verdad?
Él alzó la vista, ojos tan azules e inescrutables como el cielo estival, y ella esperó un sarcasmo hiriente, la socarronería que él esgrimía tan bien. En cambio, él sonrió con desgana.
– Sí -concedió-, me temo que sí.
Isabel, sorprendida, se apartó de él como si le hubiera pegado.
– Maldito seas -dijo con impotencia, hundiendo la cabeza en la almohada-. ¡Maldito seas, Ned, maldito seas!
Él no se dio por aludido y ella comprendió vagamente por qué. Eduardo había vencido. Ella había dicho que nunca lo perdonaría, pero nada cambiaría entre ellos. Seguirían como antes. Ella compartiría su lecho, daría a luz a sus hijos, y lo haría porque no tenía otra opción. Lo peor de todo, pensó, era que ella lo querría así.
Al comprender esto, sintió la necesidad de atacarlo.
– Neil Butler debía ser la tonta más grande de la cristiandad -dijo àcidamente-. De haber sido yo, nunca me lo habría callado, nunca.
Había esperado herirlo, pero vio que no lo había conseguido.
– No lo dudo por un instante, querida -dijo él fríamente.
Isabel se irguió, procuró levantarse. Miró su sortija de boda, oro bruñido y reluciente y esmeraldas que hacían juego con sus ojos. La estudió, acariciándola como si fuera un talismán. Irguió la cabeza, dijo con una voz sumamente controlada, casi amenazadora:
– En lo que a mí concierne, soy tu esposa y reina legítima, y la corona es el derecho natural de mi hijo. Que también es tu hijo, Ned, y de ti depende proteger ese derecho. Dime cómo te propones hacerlo.
Él movió la silla, se puso de pie.
– No creo que Jorge pueda tener nada más que sospechas -dijo, escogiendo las palabras con cuidado.
– ¡No soy ninguna tonta, Ned, así que no me trates como tal! Conozco a tu hermano. Sé cómo piensa. No necesita pruebas. Con Jorge, la mera sospecha sería suficiente.
Él se alejó de la cama, hacia el hogar. Isabel lo siguió, le cogió el brazo, obligándolo a mirarla.
– No puedes dejarlo vivir, Ned. Sabes que no. No hay otro modo de silenciarlo. Tarde o temprano hablará, y encontrará a muchos dispuestos a escuchar. Hay hombres que todavía son leales a Lancaster, hombres que consideran que los Tudor son la última sangre lancasteriana. ¿Crees que no utilizarían a Jorge? ¡Piensa, Ned, piensa! ¿Qué hay de Bess? ¿Qué probabilidades tendría de ser reina de Francia si se alegara que nació fuera del matrimonio? Y nuestros hijos… ¿Qué hay de ellos? -Hizo una pausa, escrutándole el rostro. Le soltó el brazo, retrocedió-. Pero ya sabes todo eso, desde luego.
Él aún no respondía. Le temblaba un músculo de la mejilla, y ella sabía que era un síntoma de tensión extrema.
– No me has respondido, Ned. ¿Qué hay de nuestros hijos? Antes juraste que no permitirías que Jorge les causara daño, que no le permitirías reclamar la corona. Debes decirme, Ned, si hablabas en serio.
– Sí, hablaba en serio.
12
Westminster. Octubre de 1477
Un humo irritante empañaba los aposentos de Eduardo, y sonaban risas estridentes. Bajo la luz brumosa de las lámparas, los sirvientes iban y venían con comida y bebida. Durante casi todo el día había caído una helada lluvia otoñal, pero el calor de ese recinto era opresivo, sofocante. Ricardo había atracado en el Muelle del Rey momentos antes, y esa abrasadora ráfaga de aire rancio le había quitado el aliento. En medio de esa algarabía, una multitud de aromas que rivalizaban entre sí atacó sus sentidos: troncos de tejo ardientes, cerveza derramada, perros, calor corporal y la fragancia almizclada de perfumes en polvo.
Se detuvo en la puerta, estudiando la escena sin que nadie reparase en él. No veía a su hermano, pero conocía la mayoría de los rostros. Los hombres, al menos; no conocía a las mujeres, aunque todas tenían en común la juventud extrema y cierta belleza provocativa. Todos parecían divertirse a gusto. Voces agudas se perdían en el bullicio. Una pareja bailaba, aunque los trovadores de Eduardo habían dejado de tocar. Otros miraban a unos hombres que servían cucharadas de cerveza a un osezno; alguien puso un cuenco de hidromiel frente al pequeño animal, y todos rieron cuando empezó a tambalearse. Pero el foco de la atención era una partida de dados en medio de la estancia. Entre bromas y ovaciones, una de las mujeres que jugaba alzó su falda y su enagua y se quitó una liga orlada de seda. Ya se había quitado los zapatos, el cinturón y los anillos, que estaban en el centro del círculo; a la vista de Ricardo, añadió la liga a la pila, ganándose una ronda de aplausos ebrios.
Una jarra de vino vacía yacía en un charco a los pies de Ricardo; tuvo que apartarla de un puntapié para cerrar la puerta. Un remolino de cabello rubio y brillante le llamó la atención, y vio a Thomas Grey.
Thomas no prestaba atención a la partida de dados, sino a una mujer joven con un vestido ajustado de seda brillante. Ricardo arqueó la boca como si hubiera probado comida rancia. ¿Cómo era posible que los hijos de Isabel estuvieran tan dispuestos a participar en las francachelas de Ned? ¿No les importaba que Ned fuera tan descaradamente infiel a su madre? No atinaba a comprenderlo, y pensó que al menos en esto Warwick había tenido razón: los Woodville habían envenenado la corte de su hermano como sal vertida en un pozo.