Thomas había arrinconado a su compañera contra la pared, cerrándole el paso con el brazo extendido, y se inclinó para compartir su copa de vino en un gesto que era ostentosamente íntimo. Ricardo no deseaba saludarlo y pasó de largo, pero oyó que Thomas vociferaba:
– Esa broma no me complace. Quiero tus disculpas, y las quiero ya.
Ricardo miró hacia atrás, vio que Enrique Stafford, duque de Buckingham, se había acercado a Thomas y la muchacha. Al parecer Buckingham había provocado ese exabrupto de Thomas, aunque ponía cara de inocente y encogía los hombros en un gesto bonachón, murmurando en voz tan baja que Ricardo no logró oír sus palabras. Thomas no se aplacó. Avanzó hacia Buckingham, que sacudió la cabeza sin dejar de sonreír. Thomas le lanzó un puñetazo. Se proponía pegarle en el torso, pero el otro se giró y lo esquivó. Thomas se tambaleó, perdiendo el equilibrio, y casi se cayó, pero pronto se enderezó y lanzó otro golpe.
No acertó. Buckingham había retrocedido prudentemente, y al mismo tiempo Ricardo avanzó, cogió el brazo de Thomas y lo obligó a volverse. Nada le costó lanzar a Thomas contra la pared; el joven estaba demasiado sorprendido para ofrecer resistencia.
– ¿Dónde crees que estás? Éstos son los aposentos del rey, no una posada de Southwark.
Thomas lo miraba boquiabierto, sin creer que alguien osara ponerle las manos encima. Ahora la sorpresa cedía ante la indignación. Su primer impulso fue violento, y buscó la empuñadura de la daga.
Ricardo tenía todas las ventajas; estaba sobrio y sereno. Usando más fuerza de la necesaria, frenó la mano de Thomas, se apoyó en él para inmovilizarlo con el peso del cuerpo.
– Ojalá desenvainaras esa daga -dijo despectivamente-. Pero no estás tan borracho, y ambos lo sabemos. Ahora recobra la compostura antes de que llamemos la atención.
Thomas parpadeó; su cabeza empezó a despejarse. Se concentró y comprendió que era Ricardo quien se había interpuesto entre él y Buckingham. Con el reconocimiento, llegó el horror ante lo que había estado a punto de hacer. Cielo santo, ya era malo haberse enzarzado a puñetazos con Buckingham, pero esto… Si Ned se enteraba… Ese pensamiento bastó para que Thomas recobrara súbitamente la sobriedad.
Miró en torno para cerciorarse de que Ricardo tenia razón y nadie estaba mirando.
En cuanto notó que Thomas aflojaba los músculos, Ricardo lo soltó y retrocedió. Thomas se enderezó, dispuesto a alejarse.
– ¿Le hablarás a tu hermano… de todo esto? -murmuró.
Thomas tenía la tez clara de su madre, así como su temperamento, y cualquier emoción fuerte le encendía la cara. Se sonrojó, pues indirectamente le pedía un favor a un hombre que odiaba.
Ricardo no había pensado en contar nada, pero no quiso tranquilizar a Thomas.
– Si me estás pidiendo que no lo haga, no te prometo nada. -Y añadió con malicia-: Creo que deberías preocuparte más por lo que diga Buckingham. Él es el más ofendido.
La alarma de Thomas era casi cómica. Librándolo a su suerte, Ricardo se alejó.
Detuvo a un sirviente y le preguntó por Eduardo, pero el hombre sólo se disculpó por ignorar el paradero de su hermano. Iba a salir de la cámara cuando sintió que le tocaban el hombro.
Ojos grises y azulados como los suyos lo miraban con un asombro coqueto y totalmente afectado.
– Siempre he querido presenciar un milagro, y creo que esto es lo más parecido que veré jamás. ¡Alguien que le para el carro a Thomas Grey! ¿Quién eres… Merlín?
Ricardo reconoció a la muchacha que Thomas había intentado seducir. Sintió un prejuicio instintivo contra ella, juzgándola por sus compañías. Y ahora no le causaba una impresión favorable. El rostro era bonito, pero la boca estaba pintada de un rojo atrevido y brillante desconocido en la naturaleza, las cejas depiladas seguían la moda en arcos exagerados, y tenía el cabello, el vestido y el hueco expuesto de los senos tan impregnados de perfume que los dos estaban envueltos en una nube de lavanda. La fragancia era abrumadora, pegajosamente dulce, y Ricardo se habría alejado si ella no le hubiera puesto la mano en el brazo.
– Quiero darte las gracias. -Los ojos azules lo estudiaban con desparpajo, asimilando los anillos enjoyados, las blandas botas de cuero español, la capa forrada de piel. Alterando instintivamente su modo de interpelarlo, ella sonrió y dijo-: Fuisteis muy amable al intervenir, milord. Temí que tuviéramos una gresca en los aposentos del rey. Si no hubierais cogido la mano de Tom… ¡Y cuando vi que intentaba desenvainar la daga… la Virgen nos guarde!
– No había nada que temer. Thomas Grey no desenvaina la daga si existe alguna probabilidad de que se derrame su propia sangre.
Ella soltó una risa sorprendida.
– Vaya, no tenéis pelos en la lengua. Sé que Tom no es muy querido en la corte, pero no es tan malo. De veras que no. En cuanto a esa riña con Buckingham… fue víctima de una provocación.
– No me dio esa impresión -dijo Ricardo con escepticismo.
Ella asintió triunfalmente, como si él le hubiera dado la razón.
– ¡Exacto! Mi señor de Buckingham tiene talento para herir con una sonrisa. Eso fue lo que hizo con Tom, diciéndole que se cuidara, que la caza furtiva en un bosque de la realeza se castiga con la horca.
– ¿Por qué instigaría a Grey ponerse en ridículo?
– Se ve que no frecuentáis la corte. Buckingham se refería a mí… Soy Jane Shore. -Lo decía como si eso debiera significar algo para él. El nombre le resultaba familiar, pero no lograba asociarlo con nada. Al reparar en ello, ella lo miró con lástima y explicó pacientemente, con cierto orgullo ingenuo-: Soy la querida del rey. ¿Ahora veis por qué Tom se puso tan quisquilloso?
Entonces Ricardo recordó dónde había oído ese nombre. Véronique había vuelto de Londres el año pasado con algunos chismes asombrosos, sosteniendo que Eduardo había logrado que el papa otorgara el divorcio a una de sus queridas, alegando que su esposo era impotente. Conque ésta era Jane Shore. Ésta era la mujer que Thomas Grey quería cortejar. La amante favorita de Ned. ¡Cielos!
– Supongo que entonces debería preguntarte a ti -dijo, con una ironía que no era amigable ni halagüeña-. ¿Él está aquí?
Ella asintió, señaló la puerta cerrada de la alcoba con un gesto.
– Allí dentro. Sentía náuseas: demasiado madeira.
Sabiendo que su hermano siempre había tenido una cabeza muy firme para la bebida, Ricardo frunció el ceño y echó una ojeada a la estancia abarrotada. Por primera vez vio a Will Hastings, despatarrado en el asiento de la ventana. Notó que no tenía sentido abordarlo. Will estaba afablemente borracho, y sentaba en las rodillas a una muchacha que aparentaba dieciséis años, diecisiete a lo sumo. Vio que Will acariciaba a la muchacha, miró al osezno borracho que se paseaba en círculos, y supo que no esperaría a Ned, que no quería hablarle aquí, ni esta noche.
– No os agrada mucho lo que veis, ¿verdad?
Dio un respingo, pues se había olvidado de Jane Shore.
– No -dijo con voz cortante-. No me agrada.
Jane estaba acostumbrada a ser centro de la atención masculina, a que los hombres la mirasen con lascivia, y caía en la cuenta de que este hombre no actuaba así. Pero el resentimiento que sentía ahora no era por ella, sino porque él se atrevía a criticar a Eduardo, aunque indirectamente.
– No es preciso que compartáis los placeres del rey -dijo con acaloramiento-, pero me parece presuntuoso que los juzguéis.